domingo, 25 de mayo de 2014

Aquella tarde con Herminia


No quería contar esta historia.
Sin embargo ahora, en esta situación, me machaca con insistencia el recuerdo de lo que pasó aquella tarde, hace casi un año. 
Fue así:
Estábamos en casa de Herminia tomando café. Era una tarde lenta de lluvia, y ella, de buenas a primeras, sacó un mazo de cartas y nos dijo que sabía leer el Tarot. Herminia siempre nos sale con alguna rareza. Es excéntrica, un tanto alocada y sumamente bondadosa. Decimos de ella que tiene toneladas de corazón y una gotita de cerebro. Es médica, tiene mente y formación científicas y nunca le conocimos aficiones esotéricas, así que nos hizo gracia lo de las cartas y nos prestamos a que ensayara con nosotras sus nuevas dotes. Completamente escépticas y divertidas, iniciamos la sesión.

A mí me dijo (en cuanto desplegó tres cartas) que tenía un "rollo" con un tipo de tales características. Lo negué en redondo. Insistió en que se veía allí, en aquellos arcanos, y que había entre nosotros otra mujer. Lo seguí negando, aunque se me notaba el caudal de adrenalina corriendo por mi cuerpo. Ella recogió y dijo: "mira, no nos lo cuentes si no quieres, pero que tienes un rollo, lo tienes..." 

Luego le tocó el turno a Lola y le dijo algo sobre sus intenciones para el futuro próximo, intenciones que Lola confirmó. 

Entonces dijo Inés que se las echara a ella, que se iba enseguida a descansar porque tenía los tobillos hinchados. Inés es la mejor amiga de Herminia y en ese momento estaba embarazada de mellizos. Alegremente, todas dijimos, "venga, sí, a ver cuándo piensan llegar estos niños"...  Herminia barajó y empezó a echar cartas sobre la mesa. De pronto se puso seria y, con torpeza, las recogió. Volvió a barajar, Inés cortó el mazo y se reinició la tirada de cartas... En un segundo, Herminia recogió de nuevo y dijo que ya estaba harta de ese juego tonto. 

No nos sorprendió, porque ella tiene reacciones así a veces. Pero a partir de ese momento, Herminia estuvo como si la envolviera un nubarrón. Inés se marchó al rato. Cuando se cerró la puerta, el silencio se hizo duro como una piedra. Pasó más de un minuto y la piedra de silencio pesaba. Entonces Herminia dijo:

—Sólo se ve un niño... 

Su tono y su aspecto daban miedo. A coro y nerviosas, quisimos desdramatizar:

—No es posible... Pero si tú vas con ella a todos los controles, si prácticamente lleváis el embarazo a medias y siempre nos decís que los niños están bien...

—Y es cierto, pero en las cartas sale uno... Sale uno solo.

Así quedó la cosa. Herminia estuvo siniestra unos días; luego se despejó, pero si tocábamos el tema volvía a ensombrecerse. 
Dos semanas después, Inés se puso de parto y Herminia estuvo con ella todo el tiempo. 
Nos contaron los compañeros del paritorio lo triste que fue cuando el segundo de los niños nació muerto: se murió unos minutos antes de nacer. 

Inés nunca supo lo que dijeron las cartas aquella tarde. Su hijo único de mirada triste crece bien.

Herminia, por su parte, no quiso saber nada más de aquellas cartas: las metió en su caja y ésta en un cajón de la cómoda y se olvidó del tema. O pareció que se olvidaba. La cuestión es que la encontré hace unos días y me contó una cosa extraña, algo como que los arcanos se van cambiando de sitio dentro de la caja, que un día ve a través de la tapadera transparente al Loco y al día siguiente es el Mago, o la Muerte... Dijo que estaban formando algún mensaje. 
Estaba abstraída y tenía ojeras negras. 

Llamé a las chicas para ir a verla a su casa y quitarle de la cómoda las cartas. Eso fue hace tres días. Hemos ido esta tarde, pero no nos abre la puerta. En el hospital no saben nada de ella desde anteayer. Por eso les cuento esto que pasó, por si tuviera que ver y sirviera de ayuda... 

miércoles, 14 de mayo de 2014

Flores de piedra a la sombra de las acacias desnudas

(Los balizadores del desierto. Nacer Khemir)

Una mujer camina todas las tardes por una playa pedregosa y accidentada. Anda despacio, lleva un cesto en la mano y la acompaña un perro blanco que corretea alrededor de su dueña o persiguiendo gaviotas. De vez en cuando la mujer se para, se agacha y coge una piedra. La mira, la toca, la gira entre sus manos... A veces se acaricia las mejillas con la piedra. Es muy selectiva. 
Durante el invierno pinta flores en esas piedras. Tiene una habitación llena de luz, botes de laca de todos los colores y muchos pinceles. Pasa las tardes de frío pintando un jardín imaginado, un jardín imposible en una tierra donde la única humedad viene del mar y trae salitre.
Ella se rindió hace tiempo a la fuerza del desierto. Admira a los supervivientes: las acacias raquíticas, los pinos torcidos, las pitas capaces de nacer en una roca y, sobre todo, admira a los cactus que, impresionantes, regalan cada año una enorme flor magnífica en colores de fuego y tacto de seda. 
En medio de la tierra calcinada, ella planta sus propias flores de piedra: rosas de distintos colores, tulipanes alternando con margaritas, amapolas, pensamientos, azaleas, jazmines... Separa los distintos arriates con setos de adelfas de hojas agudas (hojas pintadas en verde oliva, flores blancas y rosas). 
Su jardín es una imposible arqueología de flores, conchas y caracolas.
De vez en cuando modifica el diseño: combina de otra forma los colores, agranda o achica parterres, cambia las flores… Sus piedras siempre tienen las flores adecuadas para cada estación: nunca pone azucenas fuera de mayo, por ejemplo. 

La mujer murió hace tiempo.
La hija, cuando va a la casa, contempla la desolación de las plantas muertas y el esfuerzo de las que viven a duras penas, chupando agua que extraen de no se sabe dónde. 
Pero allí en medio están los jardines que dejó su madre, brillando tercamente bajo el sol. 
Y por fin entiende. 

sábado, 10 de mayo de 2014

Silencio


Paré en un claro del bosque. 
Dejé la mochila en el suelo y me senté sobre una piedra grande. La luz verde se iba degradando hacia verdes amarillentos: el sol bajaba rápido y el albergue aún quedaba lejos... 
Escuché. 
A mi alrededor se desarrollaba una sinfonía llena de sentido y de belleza. 
Un pequeño arroyo, a mi izquierda, saltaba con acordes de agua viva; la brisa susurraba entre las hojas de los árboles, que a su vez se rozaban, como besándose; algunos aleteos lejanos... 
Poco a poco, fui también diferenciando un caos de minúsculas voces que cantaban juntas en esa hora lenta del atardecer: insectos voladores, hormigas, mariquitas y otros pequeñísimos animales, millones de ellos que, entre la hierba, realizaban su trabajo y su vida tamborileando sobre el tapiz de las hojas secas...  
Esto es el silencio, me dije, ha venido a mi encuentro como un viejo amigo injustamente olvidado...  
Un vuelo de pájaros puso la nota final a la melodía profunda y mágica del mundo en  aquel momento. 
Agradecí la generosidad de la naturaleza, agradecí la presencia del silencio, mi amigo, cogí la mochila y seguí mi camino.

jueves, 1 de mayo de 2014

El tiempo de las estaciones


Los relojes de las estaciones (como los de los hospitales, como los que miden la angustia) son lentos, los más lentos de todos los relojes. Grandes círculos que recorren el tiempo con parsimonia. La aguja grande cae en cada punto del minutero con un plock grave. Entre un plock y el siguiente cabe una eternidad. 
Esta estación es grande y sucia. Las palomas vuelan entre los andenes cagando sobre autobuses y pasajeros. 

Lo espero a sabiendas de que es inútil.

A mi lado, en el asiento duro del banco de madera, un muchacho dormita abrazado a su mochila. Yo miro distraída la entrada y salida de autobuses, el paso lento del reloj de plock en plock, los viajeros apresurados...

Entonces lo veo al fondo de uno de los andenes; va con su novia de largo pelo rizado. Parecen enfadados. Ella tiene un gesto hostil y peleón; él, abatido y mustio. El corazón me pega un bote; me pongo con dolor una sonrisa vaga y miro hacia el frente, para que cuando él me vea no tenga que saludarme ni con la mirada. Me ve y sé que dice un Ana insonoro que yo oigo perfectamente porque llega a mi corazón como un grito de júbilo que sale del suyo. Pasa por detrás de mi asiento y con su mano derecha roza mi espalda; a su izquierda va la novia, murmurando quejas airadas por algo que no comprendo ni me importa. 

El muchacho de al lado me despierta. Me dice que ha llegado mi autobús. Salgo de mi sueño aturdida. Le doy las gracias y me voy de la estación, una vez más.