Yo soy farero, y digo soy a conciencia de mezclar lo que se es y lo que se hace.
Nadie podría decir que yo haya sido un lince para la vida, pero en la cuestión del trabajo creo que acerté de pleno, o quizás un disparo ciego del azar me acertó de pleno a mí. Mi elección no es vocacional, sino de arrebato. De hecho, yo iba a ser carpintero en un lugar del interior de la meseta, como mi padre, pero conocí el mismo día el mar y a uno de sus cíclopes vigilantes: verlos y enamorarme fue todo una misma cosa, y a partir de ese momento les declaré abierta y formalmente mi amor, participando en las pocas oposiciones que se convocaban para cubrir las plazas disponibles en los faros. Tuve suerte con las estrategias de seducción.
Nunca me ha importado demasiado el aislamiento forzoso al que me reducían determinados destinos; la isla más inhóspita era para mí una sucursal del paraíso, en medio del universo constituido por el tramo de costa que jalonaba mi faro.
El oficio ha ido cambiando con los años y los adelantos de los sistemas de alumbrado, pero en sus esencias aún perviven ecos del Helesponto y de Alejandría.
Cuando empecé a trabajar, mis primeros faros funcionaban todavía con petróleo y yo siempre iba oliendo orgullosamente a una mezcla inconfundible de gasoleo, atlántico y soledad. Ahora, ya a punto de jubilarme y desde este silencio hondo con sabor a salitre, miro hacia atrás a hurtadillas, con el miedo en el cuerpo por si me he perdido la vida. Por si me he perdido. Y no lo sé.
Sé que he cuidado con igual esmero el sistema óptico de mis faros y las nidadas de aves marinas de mi entorno; que en días torturados de ausencias, me he cobijado entre las ruidosas gaviotas y he encontrado calor en sus plumajes; que un hueco en la arena me ha dado más descanso que la cama; que en algunas tormentas despiadadas estuve a punto de alcanzar las estrellas en mi huida.
Es verdad que mis contactos con el resto del género humanos han sido pocos y carentes de atractivo. Pero cada anochecer, al encender el faro, enviaba un mensaje a alguna persona inventada o soñada, imaginando un código de señales particular a partir del código luminoso de que disponía. Con los centelleos de la luz formaba palabras y frases, a veces largas cartas, otras sólo un telegrama; el ritmo de destellos y ocultaciones les ponía música. Dirigía mis luces al amigo dejado atrás, a la chica entrevista en el puerto, al maestro que trajo de visita a sus alumnos...Siempre procuré enfocar directo al centro de sus corazones.
Releo mis diarios con los apuntes profesionales. Mis anotaciones pasaron, en poquísimo tiempo, del ritual y rutinario "sin incidencias" a las historias más descabelladas. En mis cuadernos se suceden, hoja tras hoja, invasiones de piratas berberiscos, naufragios de próceres mundiales, choques entre flotas invencibles, el amor surgiendo entre cetáceos.
Con el paso del tiempo, con tanta gente desplazándose y tanta propaganda de parques naturales y lugares aislados, hasta los faros más apartados se han visto inundados por el turismo. Los últimos años se me han hecho francamente incómodos en la temporada llamada alta. Ha venido gente a mi casa a curiosear, como si mi vida fuera una atracción de feria; a preguntarme cosas tan insólitas como si me aburría, si me gustaría que me escribieran ellos, si nunca había pensado casarme y tener hijos, si mis hipotéticos hijos habrían podido ir a la escuela, si, si, si...
Yo, por mi parte, sólo sé que en unos pocos meses debo dejar el faro, y me pregunto si al jubilarme del trabajo se me jubilará la vida, tal es mi sistema simbiótico.