viernes, 31 de agosto de 2012

Luna azul

Hoy, noche de luna azul,
celebraré en su honor y en tu memoria
en el jardín de piedra
una fiesta de adios y de tormenta
junto a mis compañeros del verano:
los grillos de etiqueta
las cigarras amigas de las Musas
las tres salamanquesas cazadoras
-bellas como Diana-
el enjambre de avispas de la tapia
las tórtolas pacíficas
y la culebra verde que apareció hace días
bajo la esparraguera trepadora.

Pondremos nuestra mesa
junto a la delicada madreselva.
La luz intermitente del relámpago
serpentinas de rayos encendidos
y flores amarillas del hibiscus.
El redoble profundo de los truenos 
pondrá un buen contrapunto de tambores
al compás de las olas de Levante.

Listo ya el escenario.

Cuando llegue la luna
envuelta en vaporosas nubes negras
sin cortejo de estrellas
seremos educados anfitriones
y ella extenderá para nosotros
la alfombra de luz blanca
que lleva en línea recta al horizonte.

Noche de luna azul
y de un adios sin beso ni hasta luego.
 
 

 
(Para este fenómeno infrecuente
de periodicidad constante:
la "luna azul",
un ciclo extra de luna
que nos regala este año.)

miércoles, 29 de agosto de 2012

Derivación final y breve



"¡Corazón! ¡Le olvidaremos!"
            Emily Dickinson                                                                                      
                                                                               

Mi corazón
herido por disparos de silencio
saltó desde su jaula de costillas
y se estampó en un charco de locura...


(Tranquilo, corazón, le olvidaremos)

lunes, 27 de agosto de 2012

Extraño



Te extraño cuando digo tonterías
y no vas a besarme.
Cuando meto la pata, 
cuando acierto
cuando me duele el alma
y no hay una "almirina" en tu mirada.

Te extraño cuando invento una aventura
y no vas a vivirla.
Cuando leo un poema, cuando lloro
cuando canto tan mal
y no suena tu aplauso desarmante.

Te extraño en los papeles arrugados
en discos que no suenan
y en libros de poetas que olvidé
por cierre del negocio de la vida
-un cierre pasajero, por reformas-

Te extraño cuando te vas, cuando vuelves
-siempre en forma de recuerdo-
cuando apago un cigarrillo en la maceta
cuando hago crucigramas y me enojo
con la palabra que, seguro, tú sabrías
cuando quiero reir por tonterías
y jugar a perderme en tus rincones,
cuando el té se me enfría y ni lo noto...

Te extraño, sobre todo,
en el tenaz silencio
del tono del aviso de mensajes
mudo hace más de un año.

Dejar pasar los años...
Mirar al horizonte
desde el acantilado de la vida.



(yo en mis frivolidades... 
y mientras, el mundo sigue el avance destructor, cruel y cuadriculado;
escenas atroces inundan los informativos.
Me duele mi comfort autocontemplativo)

viernes, 24 de agosto de 2012

La hermana de Leocadia


Leocadia creció sabiendo que su hermana había sido una niña preciosa. 
La pobre sólo vivió unos cuantos días, pero fue un tiempo más que suficiente para encandilar a toda la familia con su belleza y sus monerías, y para dejar en la casa un recuerdo permanente, imborrable... Por comparación, la niña que nació un año después y se empeñó en seguir viva, siempre salía perdiendo. 
...¡Qué canijilla es ésta, con lo gordita que era la niña...! ...¿Os acordáis de los ojos tan azules que tenía la niña?... ¿Y el pelito tan rubio?

Así, al tiempo que iba conociendo las muchas gracias de su desconocida y efímera hermana, aprendía que no eran esas las cualidades con las que ella contaba. Aunque algunas veces recibió aprobación, e incluso francas alabanzas, sobre algunas facetas de su persona, lo cierto es que casi siempre las percibía matizadas por el recuerdo más o menos explícito, por la persistente presencia de la hermana. 
- "Cómo ha crecido, qué mona está..." 
- "sí... ¡ay!... su hermana ya habría cumplido nueve años, estaría también muy alta..."

Leocadia se miraba al espejo en contadas ocasiones, pero cada vez que lo hacía, veía solamente aquello que no tenía y que constituía para ella la belleza rotunda. Aprendió a mirarse en las carencias, en una elaborada forma de no-verse, o verse por exclusión. Viéndose siempre en relación con el paradigma adoptado, su no-belleza aumentaba con los años, en la misma medida que aumentaba la fantasmal belleza de su hermana, cuyos rasgos inexistentes iban tomando las formas y medidas que correspondían a su edad recreada, primero niña, luego adolescente.

Con la mayor naturalidad consideró que su cuerpo, y por extensión su persona al completo, era una propiedad poco amable. Hizo cuanto pudo por invisibilizarse, situándose en un terreno de acorporalidad que le permitía no tener que soportar lo que consideraba un lastre grosero. Durante años, en un intento por desprenderse al mismo tiempo del cuerpo y de sus afanes, utilizó el sistema de negarlo en sus apetencias y en algunas de sus necesidades.

¡Años aprendiendo a no quererse!.

De nada sirvió el cariño que le demostraron las amigas del colegio; siempre pensó que se debía a sus bondadosos corazones el hecho de que la consideraran una buena compañera de juegos y confidencias. Por eso las quiso tanto.
En el instituto tuvo dos amores, y confió ciegamente en perderlos de vista antes de que se dieran cuenta del enorme error que estaban cometiendo al fijarse en ella, tan carente de méritos. Los adoró con nombre y apellidos para recordarlos siempre.
En lo sucesivo, este esquema de relaciones se repitió siempre. Si alguien la quería, ella hasta lloraba de puro placer agradecido, pero se mantenía en la seguridad de que sería algo breve, el tiempo preciso para que la persona en cuestión la viera bien y se desencantara. Así que era mejor romper enseguida los vínculos, y eso hacía.

Sólo una persona permaneció durante muchos años cerca, y decía amarla, pese a los esfuerzos de ella por hacerle ver lo desatinado de esa conducta. El tiempo la ayudó, y a fuerza de mucho golpear sobre las muestras del amor más incondicional, consiguió romper la obstinación de su amante en seguirla amando. Al fin él se marchó, y ella confirmó así que su persona no valía la pena.

Y confirmó su destino de segundona no deseada, no querible ni adorable.
Por eso lloró tanto.



martes, 21 de agosto de 2012

Vacaciones


A la mujer elegante vestida de rojo ya le daba igual el tiempo, había dejado de preguntar y de mirar los relojes hacía horas, pero de todas formas, por hacer algo, se levantó del asiento de diseño -rejilla dura de color aluminio y frustrada vocación anatómica-, se estiró las arrugas de la falda y caminó despacio hacia los mostradores de las agencias, mirando de reojo los paneles anunciadores, por pura costumbre. Bordeó las colas sólo para comprobar que todo seguía normal: largas filas de gente cabreada, empujones y vocerío, empleados de sonrisa de hielo y mirada perdida, personas seguramente sensatas y cabales que imploraban llorosas y que llegaban al desconsuelo si la noticia era la de siempre: todo paralizado.
Siguió hasta el fondo, donde, detrás de las mamparas, estaban visibles los carros cargados de maletas, moles cúbicas y piramidales de maletas encajadas a la fuerza: maletas grandes, medianas, pequeñas y minúsculas, cuadradas, alargadas, con cremalleras o broches metálicos, con asas cortas, con asas extensibles, con correa larga, con ruedas, de materiales duros y rígidos, duros pero flexibles, de cuero, de plástico, de tela, de colores lisos oscuros y lisos chillones, de dibujos, de rayas, de cuadros… ¡de locura! 
La mujer de rojo casi no recuerda las suyas, por eso las mira todas y se enternece: desde lejos y amontonadas, todas las maletas son sus maletas, todas son una misma promesa de movimiento hasta ahora incumplida.

Endereza la espalda y los hombros y se vuelve a su área de descanso. Le duelen los pies, se sienta, se quita los zapatos y se masajea sin pudor los tobillos hinchados. Mira a su alrededor, a los compañeros que han elegido su misma zona de descanso y con quienes comparte por azar el tiempo atado de la espera: a su derecha los tres chicos ingleses, siempre recostados contra una pared y siempre resbalando al suelo sobre una mochila; el matrimonio de cincuenta y tantos años que va, o iba, a asistir al primer parto de su hija, y cuyos rostros han pasado por toda la gama expresiva, desde la felicidad radiante hasta la actual mueca fija, decepcionada y boba. Delante, en la otra fila de asientos, callada y seria, la muchacha que lee sin parar taconeando el suelo y que a veces se enjuga una lágrima mirando con disimulo los paneles mudos; a su lado, una pareja joven tratando siempre de mantener entretenidos a sus hijos: los niños cantan desafinados, juegan al escondite, comen chucherías, corren, tropiezan, berrean, van al baño: todo sin pausa. Detrás hay un grupo de hombres con trajes y maletines que se presentaron como médicos camino de un congreso y que ahora, pasados los primeros enfurecimientos, se divierten contando anécdotas raras y bebiendo desinhibidos.

La mujer elegante sabe que por toda esa larguísima sala y sus recovecos hay grupos parecidos a este suyo, que funcionan en forma similar, guardándose mutuamente los asientos, escuchándose, consolándose, prestándose alguna cosa necesaria o superflua, haciéndose pequeños favores y promesas de grandes, turnándose para buscar información o unos cigarrillos.

A veces vienen de otras zonas y comentan que existe un rumor que dice que han visto a unos empleados acercarse a las maletas, o que han oído unas palabras sueltas por la megafonía que podrían ser esperanzadoras; o llegan noticias de situaciones especiales, como una pelea violenta en tal grupo, o una infidelidad flagrante en tal otro.

La mujer de rojo centra su atención sólo en los vecinos colindantes, para poder delimitar su nuevo universo.

Saca una agenda del bolso, escribe algo, se muerde el labio y parece que va a llorar, pero recompone el gesto, se calza y va al lavabo a arreglarse el pelo antes de iniciar otro paseo hasta los mostradores de las agencias, las colas, y más allá, hasta los contenedores llenos de maletas amordazadas e inmóviles en el limbo infinito de la terminal.

sábado, 18 de agosto de 2012

"...cuando no quedan islas para naufragar..."


Un pequeño incidente que sucede de pronto, algo aparentemente poco importante, es capaz de desencadenar una reacción de tristezas enhebradas que llenan de desconsuelo el corazón. Tanto, que parece que no caben en él y se desbordan. Entonces duele el pecho entero y luego el dolor sube por el cuello, atenaza la garganta...

... y luego, en ese preciso instante, el suelo desaparece y el vacío tira de mí y me deja muda; y anhelante y aturdida de desamparo. Y sin poder expresar lo que siento. Porque las sensaciones asoman su cabecita un momento y huyen, y yo me quedo sin saber bien qué es lo que he visto, ni si es realidad o ficción, ni qué marea las arroja a mis playas. Percepciones paranoides, fantasías delirantes.

Los fantasmas apenas se toman respiro. Siento la derrota.

La derrota. He ahí un término que me resulta interesante. Si tuviera ganas de analizarlo en esta noche donde se me hace obvia la propia obviedad de todo lo cotidiano. Algunos días la derrota y la obviedad parecen invadirlo todo, como si nada pudiera escapar a sus presencias. A veces paso de todo; a veces puedo entrever o intuír la maquinaria tenaz que se esconde tras ellas, las fomenta y las expone ante mí. Entonces mis cosas más cercanas se me hacen extrañas y hasta un punto terroríficas. Pero mejor no seguir ese análisis...

Ojalá me cayera un chaparrón.

Llaman a la puerta


La familia está reunida en el salón. La noche cerró hace mucho en oscuridad total y la casa está igualmente cerrada, por el mal tiempo -un diluvio, en realidad- y por las revueltas en las calles. 

A veces se mueve una cortina y todos miran en su dirección, por si una rendija olvidada deja pasar un refilón de tormenta o la mirada de un extraño. Se escuchan tiros lejanos, coches que aceleran y derrapan, sirenas, gritos confusos... 

El río sigue creciendo y creciendo: bajo el salón mismo, el rumor sordo del agua aumenta como un trueno subterráneo, sube hacia el suelo y todos, instintivamente, levantan los pies, sobrecogidos por la inminencia del desastre. Mantienen elegantemente la compostura, pero el miedo se pega a sus rostros como una niebla espesa: se saben aislados y desasistidos entre un río indómito y el pillaje desbordado. O viceversa. 

Entonces alguien llama a la puerta con tres golpes secos como aldabonazos: todos gritan, la abuela suelta de golpe la taza de su infusión, que se hace trizas. La madre se levanta y apaga la tele; repite una vez más que se van a prohibir en la casa las películas de miedo y sale a abrirle la puerta a la vecina del piso de al lado que, como cada noche, viene para la partida de bingo.

martes, 14 de agosto de 2012

No me dejes solo un domingo por la tarde



Una pintada en una pared de mi barrio decía: "no me dejes solo un domingo por la tarde", y esa precisión le daba un toque conmovedor al mensaje. Me conmueve el texto, los desconchones de la pared, los personajes que reclaman compañía en determinados momentos en que la soledad resulta particularmente inmasticable.

Un domingo por la tarde, la soledad se adensa como un gran bizcocho hecho con demasiada harina, como si los retazos de toda la semana se hubieran apelmazado para cocerse y llegar a casa a presentar sus respetos como una visita inoportuna...
(Esa visita inoportuna que lleva pasteles un domingo por la tarde.)

Ayer no era domingo, o quizá sí: era uno de esos días mal disfrazados a los que se les olvida cubrir su piel gris, su cansancio, su consistencia desflecada...

Ayer amaneció domingo por la tarde y se mantuvo así casi todo el día.
 
("...por mis sueños va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje..."
va cantando Sabina, acompañado del coro de chicharras que barruntan más calor)
 
 

viernes, 10 de agosto de 2012

El farero


Yo soy farero, y digo soy a conciencia de mezclar lo que se es y lo que se hace.

Nadie podría decir que yo haya sido un lince para la vida, pero en la cuestión del trabajo creo que acerté de pleno, o quizás un disparo ciego del azar me acertó de pleno a mí. Mi elección no es vocacional, sino de arrebato. De hecho, yo iba a ser carpintero en un lugar del interior de la meseta, como mi padre, pero conocí el mismo día el mar y a uno de sus cíclopes vigilantes: verlos y enamorarme fue todo una misma cosa, y a partir de ese momento les declaré abierta y formalmente mi amor, participando en las pocas oposiciones que se convocaban para cubrir las plazas disponibles en los faros. Tuve suerte con las estrategias de seducción.
Nunca me ha importado demasiado el aislamiento forzoso al que me reducían determinados destinos; la isla más inhóspita era para mí una sucursal del paraíso, en medio del universo constituido por el tramo de costa que jalonaba mi faro.
El oficio ha ido cambiando con los años y los adelantos de los sistemas de alumbrado, pero en sus esencias aún perviven ecos del Helesponto y de Alejandría.
Cuando empecé a trabajar, mis primeros faros funcionaban todavía con petróleo y yo siempre iba oliendo orgullosamente a una mezcla inconfundible de gasoleo, atlántico y soledad. Ahora, ya a punto de jubilarme y desde este silencio hondo con sabor a salitre, miro hacia atrás a hurtadillas, con el miedo en el cuerpo por si me he perdido la vida. Por si me he perdido. Y no lo sé.
Sé que he cuidado con igual esmero el sistema óptico de mis faros y las nidadas de aves marinas de mi entorno; que en días torturados de ausencias, me he cobijado entre las ruidosas gaviotas y he encontrado calor en sus plumajes; que un hueco en la arena me ha dado más descanso que la cama; que en algunas tormentas despiadadas estuve a punto de alcanzar las estrellas en mi huida.
Es verdad que mis contactos con el resto del género humanos han sido pocos y carentes de atractivo. Pero cada anochecer, al encender el faro, enviaba un mensaje a alguna persona inventada o soñada, imaginando un código de señales particular a partir del código luminoso de que disponía. Con los centelleos de la luz formaba palabras y frases, a veces largas cartas, otras sólo un telegrama; el ritmo de destellos y ocultaciones les ponía música. Dirigía mis luces al amigo dejado atrás, a la chica entrevista en el puerto, al maestro que trajo de visita a sus alumnos...Siempre procuré enfocar directo al centro de sus corazones.
Releo mis diarios con los apuntes profesionales. Mis anotaciones pasaron, en poquísimo tiempo, del ritual y rutinario "sin incidencias" a las historias más descabelladas. En mis cuadernos se suceden, hoja tras hoja, invasiones de piratas berberiscos, naufragios de próceres mundiales, choques entre flotas invencibles, el amor surgiendo entre cetáceos.
Con el paso del tiempo, con tanta gente desplazándose y tanta propaganda de parques naturales y lugares aislados, hasta los faros más apartados se han visto inundados por el turismo. Los últimos años se me han hecho francamente incómodos en la temporada llamada alta. Ha venido gente a mi casa a curiosear, como si mi vida fuera una atracción de feria; a preguntarme cosas tan insólitas como si me aburría, si me gustaría que me escribieran ellos, si nunca había pensado casarme y tener hijos, si mis hipotéticos hijos habrían podido ir a la escuela, si, si, si...
Yo, por mi parte, sólo sé que en unos pocos meses debo dejar el faro, y me pregunto si al jubilarme del trabajo se me jubilará la vida, tal es mi sistema simbiótico.

jueves, 9 de agosto de 2012

En la estación de Taormina



Estoy aquí comiendo chocolate y pensando tonterías bajo el influjo del viento de levante y de repente me he acordado de un viaje por Sicilia, hace años, y no me puedo resistir a la tentación de la hoja de papel en blanco para escribir -describir- la situación de surrealismo meridional a ultranza que nos asaltó en la estación de Taormina, en medio de una tormenta espectacular. 
Para que no se me olvide...

No quiero que se me olvide el vendedor de rosas hindú que quedó atrapado con nosotros allí, aunque no tenía que coger ningún tren; aún no dominaba bien el italiano, pero su sonrisa decía mucho más que cualquier tratado de lingüística, y su mirada era dulce y desolada, resignada a su suerte tal vez: ¿qué vida, qué historia había dejado atrás? ¿la podría recuperar? ¿se compensaría con alguna otra?. 

También recuerdo al viejo emigrante siciliano en Australia -¿viejo?- Había dejado hijos allí, nietos, todos tan lejos... Pero su "mancanza" del Etna lo trajo de vuelta, necesitaba ver los bloques de lava de las laderas del volcán y los bosques de avellanos de su pueblo. Hablamos mucho, él en un dialecto que se esforzaba por hacerse entendible, yo en un italiano demasiado ortodoxo y también esforzado para hacerme entendible, paseando como dos amigos por aquella estación anegada y desierta, alumbrada sólo por la luz de los relámpagos, dejándonos mojar por las ráfagas de lluvia, cómplices.

Tengo viva la imagen del muchacho que se iba a buscar trabajo a Milan porque el bar de Taormina ya había cerrado y le quedaba una larga temporada de paro. Estaba feliz y reía, tenía amigos en Milan con cuya ayuda contaba; llevaba un transistor enorme que recordaba los de las calles de N.Y. de las películas, lo encendía y lo apagaba sin aparente lógica, provocando sobresaltos en nuestra apatía de tantas horas de una madrugada cansada, mojada e incómoda. Pero su talante optimista nos contagiaba, pese a ser el único que verbalizaba su temor a no poder salir de allí en toda la noche. De pronto puso una cinta con "La raspa" a todo volumen: la oscuridad y el silencio de la estación se echaron a temblar y los pocos ocupantes que quedábamos allí, chorreantes, ateridos, cansados, nos echamos a reir y a dar saltos como si aquello de repente fuera una fiesta. 

Al poco tiempo -nos pareció poco, en ese momento mágico- nos dijeron que venía un tren y que podríamos marcharnos en él. Despedida precipitada con más sonrisas y cogidas de mano que palabras. El vendedor de rosas me dio unas flores cuyos pétalos caían por el peso del agua. 

Al cruzar el estrecho de Messina subí a cubierta. Llovía a mares, caían rayos que iluminaban las dos orillas: valió la pena.

martes, 7 de agosto de 2012

Té para uno


Me gustaba tu cara despistada
tus ojos de miope
tu pelo mal cortado
tu barba de tres días
y aquella camiseta tan gastada
-un gato azul de espaldas
mirando a las estrellas-
con un agujero en el costado izquierdo
justo para meter mi dedo
y disparar el as de corazones.

Me gustaba perderme en tu sonrisa
encontrarme en tus manos
perderme nuevamente...


(Preparo té para uno. Caliente, dulce, solitario.
Con mis gafas de soledad veo tu taza vacía al fondo de la repisa...
Mañana empezaré a dejar de esperar esa carta que aún espero)

sábado, 4 de agosto de 2012

Vestidas con espuma



Yo era niña jugando en playas solitarias.
El mar era mi mundo.
En él siempre encontraba
noticias de unas hadas
vestidas con espuma.

Yo era niña sentada al borde de una roca
con los pies navegando
en busca de sirenas
y banderas piratas.
Oyendo el cuento eterno que cantan las gaviotas.


Los meses del invierno
en colegios oscuros
olía la caracola guardada en el plumier
tocaba el oleaje
lamía ecos salinos
antes de cada clase.
Oyendo el cuento eterno: ser alguien de provecho.

jueves, 2 de agosto de 2012

Miguel


El ciego del pueblo se llamaba Miguel. Decían que nació ciego por culpa del sobresalto que se llevó su madre estando embarazada, cuando se hundió la mina en la que trabajaba su marido, con un ruido que fue rodando por los cabezos sin saber dónde detenerse. Fue para ella un sobresalto, y fue saber que la vida se le tronchaba de repente. 

De pronto la muerte, el entierro oscuro y embarrado y la vuelta a su casa con el dolor y la soledad ya instalados allí, compañeros atentos. Y en los días siguientes fue ver el aumento de grado, que pareciera imposible, en su pobreza de siempre. 

La mujer empezó a lavar ropa por las casas; como no todas contaban con la comodidad de un patio con pila, la mayor parte de las veces cogía toda la ropa sucia en un barreño, se lo ponía sobre la cabeza y se iba al río. La gente la veía pasar con aquella cara de drama, negra y derecha, la barriga como mascarón de proa señalando un norte que tirara de ella, una mano sujetando el barreño y la otra con el cestillo del jabón y el añil para la ropa blanca. A finales de septiembre se dejó de ver durante unos días, mientras paría y se reponía de aquello lo suficiente. Luego volvió a aparecer, con la ropa ajena encima de la cabeza y con el bulto de la barriga ahora situado a la altura del pecho, donde lo sujetaba con un pañolón y la mano del cestillo; la otra mano en su sitio, sujetando el barreño sobre la cabeza.

Supo pronto que su niño estaba ciego. Cuando mamaba apretaba los ojitos legañosos y ella se los acariciaba con un dedo áspero, y se los humedecía con sus lágrimas. La gente supo de la ceguera cuando pasó un tiempo y se empezó a ver al niño andando, torpe y asustado, siempre cogido a las faldas negras de su madre. Por las noches, Miguel aprendía de ella cómo era el mundo que tenían a mano: conoció la forma de los montes dejando conducir su mano por rebordes de piedras, vio con los dedos las estrellas recortadas en cartón y supo lo lejos que estaban las de verdad, aprendió los colores tocando el ocre del barro, el verde de la albahaca, el rojo del geranio, el negro de sus ropas de luto...

En cuando pudo, Miguel empezó a ayudar transportando cántaros de agua de la fuente a las casas. Pasaba por las calles siempre junto a la madre, la mano en su hombro, ambos con andar cansino y la cabeza agachada bajo el peso de sus cargas respectivas, con los pies pegados a los adoquines como si estuvieran cosidos con hilos de lástima. 

Aprendió a tocar la guitarra porque le dieron una, y a ella se aferró para siempre. Con la música, sintió Miguel que al fin la vida le alcanzaba. Cuando soltaba el cántaro y la cogía, su alma empezaba a amanecer. Por las noches la tocaba fundiendo sus manos, como si fueran de cera, con las cuerdas tensas, mientras su madre enhebraba para él paisajes cercanos con palabras visibles. Con el tiempo, lo llamaron muchas veces para tocar en reuniones y fiestas familiares. En esas ocasiones se le veía pasar de otra manera, el cuerpo erguido con la guitarra cruzada a la espalda, la cabeza alta y una mano sobre el hombro de su madre, ella también muy derecha sin barreño ni cestillo.

Algunas vidas parecen carecer de la sustancia del recuerdo, como si en vez de estar entretejidas en la trama recordable del existir, constituyeran a duras penas las hilachas de sus bordes desflecados. Así, Miguel anduvo por la vida con pasos tan blandos y tan sin hacer ruido, que pocas personas notaron su ausencia cuando murió, ni siquiera en la cara o en el porte de la madre, que siguió lavando ropa, enlutada, como siempre. 



A Paca,
cuya dignidad fue siempre igual o mayor que su dolor.
In memoriam.

Caro amico, ti scrivo...


Porque algunas noches, cuando hace tanto calor pero en mi corazón es riguroso invierno, busco el rastro inconfundible de tu paso por mi vida entre los recovecos de mi memoria...

Entre horas que son de piedra y horas que son de plumas, a lomos de cometas errantes, recuerdo (tristísima) todas las playas a las que nunca iremos a esperar la madrugada; recuerdo los trenes que no cogeremos, los helados que no tomaremos, las calles que no pasearemos, las despedidas que no sufriremos con la alegría del reencuentro...

Tristísima y lunática, revuelvo entre las circunvoluciones cerebrales tratando de encontrar palabras olvidadas, escenas perdidas...

Es que la luna ha vuelto a inflar sus mofletes estos días: ya le toca. Allí está, encima de los pinos oscuros, redonda y a cada rato un poco más brillante. Y yo, en vez de adoptar una prestigiosa y elegante lincantropía, me pongo melancólica y me cuesta soportar su desdén mineral, su disco blanco de diosa, su mirada de luz fría. Debimos haberla habitado cuando sabíamos hacerlo, cuando podíamos subir a su cara sonriente por los senderos de luz que trazaba sobre el agua.

Te escribo ahora porque justo ahora, a estas horas de la noche y con sueño -pero sin ganas de morir un rato todavía- pienso que debería borrar todas las cartas, todas las fotos, mandarlas a la papelera y luego a la Nada... Creo que te -me- estoy pidiendo permiso para borrar tus huellas, pero temo que si las borro y me saco la espina pueda acabar clamando con el poeta "...aguda espina dorada, quién te volviera a sentir en el corazón clavada..."

(Antes de dejarme llevar por la marea de mis mares, me dejo mecer en esta fascinación morbosa por la estética de las derrotas.
La luna me mira y adquiere un tinte anaranjado.
Parece la de siempre, ella.)