miércoles, 31 de julio de 2013

La extraña del espejo

Una extraña con gesto hostil me mira desde el otro lado del espejo. No soy yo. Yo no tengo esas aristas tan duras en todo el rostro, ni ese rictus de hastío en la boca, ni la mirada tan perdida, ni el desánimo aflorando por toda la piel... 
No, no soy yo. Es la otra. Una extraña que a veces se levanta en mi cama, se toma mi café, trastea en mi ordenador y revuelve mis papeles, borra lo que no le gusta y hace anotaciones completamente inapropiadas que no me gustan a mí. Y a veces, como hoy, se asoma al espejo cuando yo voy al baño y se me pone delante para que la vea bien. 
La miro (retadora), me mira (aguanta el reto)... 
Creo que no nos gustamos nada y, sin embargo, sigue ahí. Repite conmigo los gestos absurdos que hago y me dice adiós con la mano cuando me despido... 
Me propongo espantarla; reúno coraje y me dirijo a ella: "¿qué haces ahí, qué quieres? lárgate, déjame..."  Esperaba que bajara la mirada, avergonzada, pero no, siguió allí quieta, sujeta al filo del lavabo, como yo, aunque yo estoy con más cara de susto que ella... Ella, simplemente, parece recelosa. 
Tendré que desarrollar una paciencia infinita con esta mujer extraña que parece querer quedarse por aquí, rondándome por las esquinas de los espejos... Quizá hasta le busque un nombre.

sábado, 20 de julio de 2013

El Arrecife de las Sirenas



Ana era una niña muy dada a las fantasías. Era frecuente verla braceando con energía en un mar embravecido que ocupaba el pasillo de su casa: nadaba con esfuerzo avanzando losa a losa hasta llegar a la cocina, donde se ponía a salvo de la marejada sujetándose a una pata de la mesa. Cuando descansaba de esa travesía tormentosa, inflaba los mofletes reteniendo el aire para hacer una inmersión bajo sillas y armarios en busca de coral o de caballitos de mar. Su madre, cuando la veía al borde de la asfixia reptando por el suelo, le daba una palmada en la espalda y la mandaba a jugar a la calle. "¿Qué vamos a hacer con esta niña?" se preguntaba, entre divertida y preocupada. Porque la niña solía volver de los juegos de la calle siendo un naúfrago cuyo barco había encallado en un bajío de la plaza, una exploradora que buscaba el tesoro escondido en los roperos, o una aviadora que cruzaba el espacio aéreo del salón y se estampaba en los cristales de la terraza, y luego andaba perdida en la selva, entre macetas de geranios y aspidistras...

En cuanto terminaba el curso escolar, Ana se iba a casa de su abuela, junto al mar; allí pasaba los veranos y los días más felices de su vida.
La abuela era una mujer de mar y de vientos, de calmas y tempestades... Conocía cada roca y sabía dónde anidaban las gaviotas del acantilado. Enseñaba a Ana a interpretar las nubes y las mareas, a entender las voces de las aves marinas; le contaba historias de sirenas, de piratas, de barcos hundidos, de las risas misteriosas que, en determinadas noches, se oían salir del arrecife de enfrente. Su abuela también la llevaba de viaje alrededor del mundo, sin moverse del porche de su casa, trazando rutas en el viejo atlas. Así, desde la orilla de su mar rocoso, Ana iba siguiendo con la punta del lápiz la estela del ballenero del capitán Ahab y las aventuras del Nautilus. Sentía una inmensa fascinación por todos los mares y océanos del Mapamundi y, cuando se acercaba el fin del verano, Ana siempre se sentía como en medio de un naufragio.

El verano en que cumplió trece años, la abuela le regaló con mucho misterio un anillo: era un aro de plata con la imagen grabada de una sirena. Le dijo que lo encontró ella cuando tenía su edad, buceando entre las rocas del arrecife y que era un anillo único, prodigioso. Le pidió que lo guardara con cuidado porque podría serle útil si alguna vez deseaba algo con mucha fuerza.
La noche antes de irse a su casa bajó al mar con el anillo apretado en una mano y el atlas debajo del brazo y, ante el Arrecife de las Sirenas, pidió su deseo. Esperó un rato y no sucedió nada. 
Regresó a su vida de invierno de ciudad.
Pasó el tiempo.

Veinte años después, Ana celebraba su boda junto al mar en una fiesta con sus amigos. Había usado el viejo anillo de la sirena como alianza, en honor de su abuela muerta poco antes. Los novios se hacían las fotos de rigor al borde de los acantilados cuando Ana lo oyó. Entendió al instante. Tocó el anillo de la abuela, besó a su marido y saltó al mar... 
Dijeron luego los invitados que la vieron emerger unos metros más allá de las rocas, que se despidió con un gesto de las manos y que reía con sonido de caracolas; que la cola de su vestido blanco era de escamas brillantes que reflejaban el sol y que empezó a nadar hacia el sur, en dirección al arrecife de sus veranos infantiles, en busca, seguramente, de sus hermanas. Eso dijeron.


(Cuento revisado. El original lo escribí el año pasado para un libro llamado "A este lado del espejo", que se publicó a beneficio de la Asociación Acercando Realidades, por iniciativa de Laura Frost y con la colaboración solidaria de mucha gente)


sábado, 13 de julio de 2013

Partitura de una tarde de verano

Unos niños juegan a las canicas bajo la higuera, cerca de mi ventana. Clac, clac, clac. Negra, negra, redonda, corcheas… 
Voy llenando el papel pautado con signos musicales: claves, notas, espacios, silencios.
El sonido de las bolas chocando de manera aleatoria me dicta una partitura extraña que yo voy recogiendo con desgana, como en un juego absurdo. El lápiz en la mano izquierda, la taza de té en la derecha, la cabeza vacía, o llena de pensamientos erráticos que nada tienen que ver con mi actividad musical del momento, esa tarea autoimpuesta con horarios rígidos para no caer definitivamente en el tedio cotidiano.
Clac, clac, clac… Juego a escribir mientras se me enfría el té sin soltarlo de la mano.
La voz de mi abuela entra en mi espacio silencioso sin alterarlo. Es habitual en ella hacer comentarios sobre cualquier cosa sin venir a cuento, comentarios dichos para nadie, sólo por decir algo, para que, de vez en cuando, en la habitación y en el aburrimiento permanente de nuestra vida, se oiga una voz y se formen palabras. En esta ocasión dice algo sobre los niños de las canicas y sobre la baja proporción de "oriundos" que vamos quedando respecto a los extranjeros que, a su entender, crecen como la espuma. “Cada vez hay menos hijos del pueblo”, dice. Ella usa la palabra pueblo con un estricto sentido físico, como el lugar de su nacimiento, donde transcurre su vida y donde espera morir (cuando llegue su hora, aclara siempre). Dice eso de los pocos hijos del pueblo y yo contesto desde la mesa refunfuñando, como siempre, entonces me pide que lo compruebe: “ven, asómate y verás”.
Suelto lápiz y taza, rozo al levantarme los papeles, que van planeando al suelo con sus pentagramas casi intactos, me acerco a la ventana: son cinco niños pequeños, de unos cinco o seis años, tres de ellos "no del pueblo": uno de tipo magrebí, otro latinoamericano y el otro subsahariano. Les adjudiqué inmediatamente nacionalidad marroquí, ecuatoriana y senegalesa respectivamente, por razones de estadística pura: son los grupos más numerosos de inmigrantes en el pueblo. Los otros dos niños también son morenos; no es casualidad, en nuestro pueblo de blancos casi todos somos morenos.
Vuelvo a los pentagramas, prestando atención ahora a la entonación de las voces que siguen el movimiento de las canicas, que disputan una jugada, que pactan o deshacen un equipo. Voy anotando en signos musicales el jaleo alegre de las diferentes tiradas de bola, la exclamación triste por la pérdida de una, el cabreo que produce la rotura de una bola de barro cuando es impactada por una de vidrio o de piedra.
Dejo que mi mano izquierda ande a su antojo por encima del papel rayado hasta que las líneas que sujetan la escritura de la música parecen cables de la luz llenos de gorriones. Leo la partitura y escucho en mi interior una estrofa de viento y percusión con algo de cuerdas (muy poco) y decido que por hoy he cumplido mi cometido.
Salgo a la calle con mi bolsa de canicas y pregunto a los niños que juegan a la sombra de la higuera si podría unirme a su partida. 

(Esta tarde me llamó una persona que quiero mucho. 
Aunque sabe que canto fatal, quiere que le cante algo, algún día... 
Mejor le regalo esta ingenua partitura. 
Para ti, Atxia.)