domingo, 24 de noviembre de 2013

Mamá ha muerto


Hace tres semanas que murió mamá.
Hoy, tras los sistemáticos asaltos de mis hermanos, la casa ha quedado absoluta y definitivamente desmantelada. 
Primero fueron desapareciendo de armarios y cajones la ropa, las joyas y los pequeños objetos de algún valor económico, aunque fuera escaso. Marisa y Remedios se disputaron ferozmente dos mantones de Manila, hasta el punto de casi llegar a las manos por el negro bordado en colores llamativos. 
A los dos días de su muerte, el armario de mamá contenía, estrictamente, su ropa interior, tres camisones desgastados por los lavados y los pañuelos de mano que solía llevar, perfumados, en los bolsos. Los bolsos, en cambio, desaparecieron enseguida, junto con las carteras y portafolios que ella conservaba de papá. 
Con la ropa blanca hicieron grandes lotes que sortearon entre los cinco por el sistema de elegir papelitos numerados y doblados. Se rieron como niños con ese reparto, dado que todos los lotes eran bastante iguales.
Luego salieron del aparador la vajilla verde de La Cartuja, la cubertería de plata de las grandes ocasiones, el cristal tallado cubierto de polvo de años y una serie bastante iconoclasta de azucareros, salseras, mantequeras y otros recipientes que habían perdido hacía varias décadas su función en la mesa del comedor. 
Después se repartieron los objetos de decoración en sesiones tan largas como belicosas: lámparas, jarrones y pequeñas figuras de porcelana fueron objeto de agrias disputas fraternales salpicadas de insultos y alguna amenaza encubierta. 
Con la pequeña biblioteca se volvió a usar el sistema de lotes y sorteo. Las novelas inglesas de mamá -que yo adoraba- se las llevó Herminia que, elegantemente, me tendió un pañuelo de papel mientras cerraba su caja con cinta de embalaje y yo perdía de vista para siempre los lomos rojo oscuro de las hermanas Brontë. 

Yo veía desaparecer la casa por momentos y me iba atrincherando en mi cama, en el sofá del salón, en el taburete de la cocina, en el silencio más denso de mi vida... 

El camión de la mudanza ha llegado hoy para cargar y repartir entre las casas de mis hermanos los muebles que quedaban. Un muchacho me pidió con mucha amabilidad que por favor me levantara del sofá para llevárselo. Le sonreí y me trasladé al sillón de mamá, el que tiene en la tapicería un cerco brillante a modo de aureola. Desde allí vi el trasiego de entradas y salidas de mis hermanos dirigiendo y de los transportistas cargando...
Por fin se han ido todos. Cuando escuché el portazo me levanté y miré por la ventana hasta que se pierdieron de vista el camión y, uno tras otro, los coches de mis hermanos. No creo que vuelvan. 

La casa está bien así, mamá. En el salón han quedado tu sillón y la mesita chica que antes estaba en un rincón sosteniendo la lámpara de bronce (creo que esa lámpara se la ha quedado Marcos) y que ahora me hace de mesa de centro. Frente al sillón está tu foto de boda con papá. En el dormitorio sigo teniendo mis cosas, aunque los libros infantiles se los ha llevado Tomás para sus niños. La cocina ha sufrido algo del saqueo pero me basta así, es más cómoda. Además, tendré menos cosas que trasladar cuando me vaya. Me han dado seis meses de plazo para encontrar algún sitio de alquiler. Entonces podrán vender la casa y repartir los últimos despojos de nuestra vida.

Mamá murió hace tres semanas. Y ya me cuesta encontrarnos en esta devastación. 
Escribo en las hojas de un cuaderno y hago barquitos con ellas para poder navegar.

martes, 12 de noviembre de 2013

Mensaje telepático



Estoy bien, amor mío.
El mar de otoño resplandece en calma
mientras camino con los pies desnudos
para sentir la fuerza de la vida
y el calor de la tierra.
Miro hacia el horizonte y las estrellas.
Ya no me falta el aire.
Estoy bien, amor mío.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Halloween


Un niño con un hacha clavada en la frente y goterones de colorante corriéndole por la cara, viene a mi porche y me dice que esta noche pasarán a pedirme dulces. Se me cae de golpe el libro al suelo. El niño lo recoge y me lo entrega con una sonrisa llena de dientes de leche... Me doy cuenta de que hoy es esa fiesta tan cinematográfica y globalizada y que tengo que hacer algo para cuando llegue la invasión anunciada de monstruos varios. Entro en la cocina y cojo papel para hacer la lista de chucherías que quiero comprar.
Oigo la voz de mi abuela muerta que me dice, con su tono de siempre: "hija, sólo se te ocurren tonterías..." "¡Abuela! es una fiesta infantil y..." pero su fantasma acaba de desaparecer por la pared, justo por detrás del arcón de pino.

En el supermercado, Paca me atiende vestida de novia cadáver. Muy seria, con su cara blanca y el velo que la cubre entera, va pasando ante la caja registradora mi colección de chocolatinas, caramelos y bolsitas llenas de porquerías de todo tipo. De vuelta, saludo a dos vampiros que toman una cerveza en la puerta del bar y que se ríen hablando con el dueño, un señor que lleva un puñal clavado en el pecho y limpia el mostrador con una bayeta que simula un sudario.

"Tienes razón, abuela, esta fiesta es una tontería, la gente parece que se ha vuelto loca", digo al entrar en casa, mientras pongo las golosinas en bandejas. Mi abuela apenas me escucha, entretenida como está en limpiar los dorados de la cocina, ya absolutamente negros. Murmura desde su inmaterialidad que no comprende cómo puedo dejar así los peroles de cobre, con lo bonitos que están limpios y brillantes.

Oigo a los niños acercarse pidiendo a gritos sus dulces.
- ¡¡Abuelaaaaaaaaaaaa....!! los niños...
- No grites, que es una ordinariez; además, no pienso participar en esa pamplina...
Reparto todas las chucherías a grupos de niños que van llegando a casa disfrazados de seres terroríficos y con cubitos de plástico en forma de calabaza en las manos. Ha sido divertido.
Pero sé que a mi familia no le ha hecho gracia, ellos son más convencionales y... bueno, no les gusta que haya jaleos en casa.

Viernes, madrugada.
Esta noche hay tertulia familiar en la mesa camilla. Me han despertado murmullos en la sala y me he asomado a ver. Mi abuela, más ectoplásmica que nunca, cuenta a todos mis antepasados muertos la tarde tan loca que he tenido. Mi padre fuma pegado a la pared de la chimenea y veo el humo azulado entrar en su cuerpo transparente; mi madre hace punto, con las agujas entrechocando en sus dedos huesudos; unos cuantos fantasmas que parecen salidos de sus propios retratos se distribuyen por sillas y mesas. Me miran todos con reproche e inician un discurso sobre las buenas maneras. Me recuerdan que debo pasarme a limpiar sus tumbas en vez de andar en fiestas exóticas y extravagantes. Les anuncio que si siguen tan exigentes, mañana mismo cojo el coche y me marcho. Ponen unas caras tan mortalmente tristes, que me arrepiento enseguida y desmiento mis palabras. Les aseguro que mañana iré al cementerio cargada de flores para todos y me vuelvo a la cama, muy digna y muy cansada.
Dicen que me esperan donde siempre.
Los oigo hablar bajito toda la noche.