Hace tres semanas que murió mamá.
Hoy, tras los sistemáticos asaltos de mis hermanos, la casa ha quedado absoluta y definitivamente desmantelada.
Primero fueron desapareciendo de armarios y cajones la ropa, las joyas y los pequeños objetos de algún valor económico, aunque fuera escaso. Marisa y Remedios se disputaron ferozmente dos mantones de Manila, hasta el punto de casi llegar a las manos por el negro bordado en colores llamativos.
A los dos días de su muerte, el armario de mamá contenía, estrictamente, su ropa interior, tres camisones desgastados por los lavados y los pañuelos de mano que solía llevar, perfumados, en los bolsos. Los bolsos, en cambio, desaparecieron enseguida, junto con las carteras y portafolios que ella conservaba de papá.
Con la ropa blanca hicieron grandes lotes que sortearon entre los cinco por el sistema de elegir papelitos numerados y doblados. Se rieron como niños con ese reparto, dado que todos los lotes eran bastante iguales.
Luego salieron del aparador la vajilla verde de La Cartuja, la cubertería de plata de las grandes ocasiones, el cristal tallado cubierto de polvo de años y una serie bastante iconoclasta de azucareros, salseras, mantequeras y otros recipientes que habían perdido hacía varias décadas su función en la mesa del comedor.
Después se repartieron los objetos de decoración en sesiones tan largas como belicosas: lámparas, jarrones y pequeñas figuras de porcelana fueron objeto de agrias disputas fraternales salpicadas de insultos y alguna amenaza encubierta.
Con la pequeña biblioteca se volvió a usar el sistema de lotes y sorteo. Las novelas inglesas de mamá -que yo adoraba- se las llevó Herminia que, elegantemente, me tendió un pañuelo de papel mientras cerraba su caja con cinta de embalaje y yo perdía de vista para siempre los lomos rojo oscuro de las hermanas Brontë.
Yo veía desaparecer la casa por momentos y me iba atrincherando en mi cama, en el sofá del salón, en el taburete de la cocina, en el silencio más denso de mi vida...
El camión de la mudanza ha llegado hoy para cargar y repartir entre las casas de mis hermanos los muebles que quedaban. Un muchacho me pidió con mucha amabilidad que por favor me levantara del sofá para llevárselo. Le sonreí y me trasladé al sillón de mamá, el que tiene en la tapicería un cerco brillante a modo de aureola. Desde allí vi el trasiego de entradas y salidas de mis hermanos dirigiendo y de los transportistas cargando...
Por fin se han ido todos. Cuando escuché el portazo me levanté y miré por la ventana hasta que se pierdieron de vista el camión y, uno tras otro, los coches de mis hermanos. No creo que vuelvan.
La casa está bien así, mamá. En el salón han quedado tu sillón y la mesita chica que antes estaba en un rincón sosteniendo la lámpara de bronce (creo que esa lámpara se la ha quedado Marcos) y que ahora me hace de mesa de centro. Frente al sillón está tu foto de boda con papá. En el dormitorio sigo teniendo mis cosas, aunque los libros infantiles se los ha llevado Tomás para sus niños. La cocina ha sufrido algo del saqueo pero me basta así, es más cómoda. Además, tendré menos cosas que trasladar cuando me vaya. Me han dado seis meses de plazo para encontrar algún sitio de alquiler. Entonces podrán vender la casa y repartir los últimos despojos de nuestra vida.
Mamá murió hace tres semanas. Y ya me cuesta encontrarnos en esta devastación.
Escribo en las hojas de un cuaderno y hago barquitos con ellas para poder navegar.