miércoles, 19 de septiembre de 2012

La ciudad roja



Marrakech. Acabo de trasladarme al laberinto de tus calles en un suspiro de despiste y de deseo.

Asomada a la ventana de la cocina veo la Giralda, pero mi imaginación da un salto de atleta y me sitúa al pie de la Kutubia, en esa "Puerta del Sur" que es una de las puertas al Sáhara, el desierto que tanto me gusta. 
Cuando voy a Marrakech me quedo en la casa de un amigo, en un callejón de la Kasbah. Es casi un derribo el callejón entero. De día la calle hierve de sol y de gente. Por las noches huele a estrellas y a sándalo, a dulces de miel y a humo de hachís.
Allí tengo más amigos. 
Ahmed, un bereber tallador de madera, tiene el taller en la esquina del callejón. Cuando me ve pasar sale a recibirme a la calle, me saluda muy protocolario con la mano en el corazón y en la frente y me conduce hasta el taburete para invitados, nos sentamos y tomamos té. Litros de té. Él habla bajito entre sorbo y sorbo, sacude de sus dedos minúsculas raspaduras de madera; yo respiro sosiego y polvo de virutas. Un día le dije que me siento allí como un gran estanque de té verde con algunos islotes de azúcar donde crece un bosque de yerbabuena; le hizo gracia esa imagen y ya no me llama María, como antes, sino estanque, que él pronuncia "stankk": "hola Stankk", dice al verme. Cuando me voy, me acompaña a la puerta de la casa donde vivo.
Al lado de la casa, compartiendo patio, vive la anciana Sumía, una mujer menudita y arrugada como una pasa, que se traslada en vespa por Marrakech. Cada vez que voy llevo la mochila llena de chocolate para ella: le encanta el chocolate, como a mí. También le gustan mis dientes porque (según dice, riendo) tengo muchos, como ella cuando era joven. Un día me pidió que la acompañara a la plaza a comprar una dentadura como la mía, mi misión sería abrir la boca para que ella comparara. Me llevó en la vespa. Yo iba todo el trayecto convencida de que nos estrellaríamos en cada esquina, pero Sumía no se dió nunca ni un roce por esas calles atiborradas de gente, animales y vehículos: va erguida y segura conduciendo la vespa, con su hiyab negro siempre bien puesto. Cuando nos separamos, agradece mi compañía con un abrazo y se despide de la vespa con unas palmaditas en el asiento. A veces me pinta con henna las manos: la flor de la vida en verde es mi dibujo favorito, y ella siempre improvisa formas nuevas.
Algunas tardes me voy a la plaza con mi vecino Ibrahim, que tiene un puesto de dátiles, y allí me sumerjo en el mundo de colores y olores infinitos, entre aguadores y cuenta-cuentos, malabaristas, encantodores de serpientes y músicos.
No pienso, siento que me rezuma por la piel una felicidad simple: el día se va con la promesa de que mañana vendrá de nuevo el sol.

Me separo de mi ventana con las ganas abiertas de volver a Marrakech, la ciudad roja y generosa, a sus calles de tela de araña. 
Fantaseo con mi próximo viaje.
Luego llamaré a mi amigo para preguntar por la gente del barrio.

lunes, 17 de septiembre de 2012

El viaje al otro lado


Mi vida amanecía gris plomo con tanta frecuencia, que pensé de pronto irme unos días a otro escenario. Metí a mi gato en su caja de viaje, preparé una bolsa con poca ropa y algunos libros, cogí las llaves del coche y salí hacia la vieja y abandonada casa de mi familia, en una playa lejana.
Conducía con cuidado de no sobrepasar el límite de velocidad establecido, ya tan mermado. Iba inmersa en sentimientos de plomo cuando, a unos doscientos kilómetros de la ciudad, me paró un grupo de la Guardia Civil haciéndome señas para que me apartara al arcén. Me asusté por pura costumbre de asustarme ante un uniforme y me orillé siguiendo las indicaciones; pero, ya antes de parar del todo, me di cuenta de que ellos sonreían y me hacían señas de nuevo, esta vez para que siguiera adelante. Mosqueada, frené y bajé la ventanilla. Se acercaron dos muchachos jóvenes.

- ¿Qué ocurre? Querían que parara ¿no?

- Sí, señora, pero puede seguir.

- ¿Por qué me pararon, entonces?

- Estamos haciendo un control. Y usted no parece... rara ni peligrosa...

Los dos nos miraban sin interés a mí y a mi gato, que maullaba nervioso y trataba de sacar la cabeza a empujones por los agujeros de su jaula. Al decir la palabra "rara", se fijaron en mi extraño peinado y sonrieron más: yo me había recogido todo el pelo encima de la cabeza con una gomilla y parecía talmente un samuray.

- Es para que no me moleste la cola en el respaldo del asiento... -Expliqué, sin ninguna necesidad-

- Bueno... Pero delincuente no es ¿Verdad?

Sonreían cada vez más abiertamente.

- No, no he delinquido, no he tenido oportunidad...

- Siga, siga.

Y se fueron a seguir ellos trabajando con su grupo.

Salí del arcén sintiendo un alivio confuso, en cuyo centro mismo se gestaba por momentos un núcleo de frustración, una molestia dura. Empecé a bombardearme con pensamientos destructivos de este tipo: "soy invisible para todos, hasta para la Guardia Civil. Claro, una mujer mayor que no da problemas a nadie no es nada. Si ni mis hijos se interesan por mí, si ni siquiera ellos me ven... Como soy una madre sana y autónoma, como soy una madre tan cómoda... Mis hijos ¡menudos...! He criado tres éxitos sociales: tan convencionales, tan prestigiosos, tan considerados en sus ámbitos respectivos; todos tan bien situados y tan ajenos a mi cariño, tan lejos de mis brazos y de mis besos, tan ignorando mi presencia... Como esos muchachos de la Guardia Civil." Y seguía y seguía en este bucle de consignas negativas.

Digo esto porque, aunque en ningún caso justifica lo que hice luego, en cierta forma lo explica. Yo sola me fui caldeando, me fui entristeciendo también y, finalmente, me acabé cabreando.

Veinte minutos después paré en una estación de servicio para repostar y vi la ocasión de delinquir, esa que aún no había encontrado, según le dije al agente un rato antes. Decidí hacerme visible poniéndome al otro lado de la ley y el orden. Paré junto al surtidor, llené el depósito, saqué del maletero una llave inglesa grande que había allí no sé por qué y entré a pagar. Pero entre la entrada y el mostrador fui golpeando a mi paso todas las estanterías de comestibles, refrescos, revistas y chucherías del establecimiento, todo lo que encontré a mi alcance, mientras el empleado me miraba atónito e inmóvil. Dejé la llave inglesa en el mostrador junto con los treinta euros de la gasolina, di las gracias al dependiente, salí, me metí en el coche, arranqué tranquilamente y me fui de allí. Tres kilómetros más allá me pararon los mismos guardias de antes, esta vez haciéndome señas desde las motos y con aspecto ahora muy serio: los pobres parecían preocupados, apenados incluso, diría yo.

Llevo dos días en el calabozo de los juzgados pensando en mi arranque insensato. Se llevaron a mi gato pero dicen que está bien atendido y que me lo traerán cuando se resuelva mi caso. Me han dicho que mis hijos y mi yerno (¡otro tontaina!) están solucionando el asunto. Supongo que estarán avergonzadísimos de mí y que resolverán enseguida todo sin que haya publicidad, sin que la cosa llegue a oídos de sus amigos.

Por fin vienen a comunicarme que me esperan arriba para llevarme con ellos. ¿Cómo habrán reaccionado? Tendré que contener las ganas de reírme cuando les vea las caras, para no torturarlos más.

HISTORIA CLÍNICA Nº 4.613
Josefina García López, 62 años.
Paciente ingresada por orden judicial en esta unidad para valoración psiquiátrica. Dada su condición de detenida, la paciente está en la clínica con custodia policial. A su alta, informar al juez de guardia para su traslado a sede judicial.
La familia nos requiere el informe para iniciar un proceso de incapacitación civil.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Diario delirante



Domingo: Vengo de muy lejos... Vuelvo a la realidad desde un delirio de sedantes, desde unas heridas que cicatrizan en mis muñecas. La realidad es un vendaje y unas correas. El foco del cielo no me deja abrir los ojos. 

Sábado: Necesito papel y boli para no escribir. Los cuentos perdidos al pie de la fuente se han mojado y busco las historias sepultadas bajo la tinta corrida. 

Viernes: La soledad se me adhiere a la piel del alma y sé que al menos durará cien años. Me duelen las muñecas si tiro de las correas y echo en falta el amor, aunque sea de los tiempos del cólera. Si el amor se contara...

Jueves: Oigo a lo lejos tambores... Sitting Bull ha muerto y hay redobles que lo anuncian en las grandes praderas, para que no se vaya solo y en silencio. Un pitido cercano y agudo aleja los tambores, que se van sonando a hojalata, a tambor de caseta de feria.

Miércoles: Mi espíritu inquieto busca algo, revolotea como una gaviota atolondrada sobre un espacio donde me veo a mí mismo -o a un remedo de lo que soy yo- tumbado y desvalido. Otra gaviota se acerca y me toca la frente, me calma con susurros y mi espíritu vagabundo vuelve. La gaviota tiene manos frescas que transmiten calor, y esa paradoja hace que me olvide del tabaco. Y del espíritu. Y del cuaderno de cuentos.

Martes: Quiero dar la vuelta al mundo, cometer varios delitos, dormir en Copacabana y desayunar diamantes con Audrey Hepburn ante un escaparate de Tiffany. Un hombre se me echa encima y me palpa el cuerpo. Llamo sin voz a la gaviota de manos reconfortantes para que me libere, pero ella está lejos, por Singapur, creo... En algún momento grito y la gaviota llega desde tan lejos y manipula mis sistemas de goteo, inyecta algo, corrige botones de los monitores, alisa mis sábanas... Estoy seguro de sentir sus labios de seda sobre mi frente y sus dedos en mis labios. Empiezo a deslizarme hacia un pozo donde vive un sapo que mira el rayo de luna con ojos saltones... 

Lunes: Esta noche iré a bailar, la orquesta de la plaza del pueblo trae ritmos calientes, oigo por la ventana un cha cha cha y puedo imaginarme abrazando, con la bendición de la música, a las chicas de faldas cortas y flequillos largos... y se joderán mis colegas que me dejaron solo, porque a lo mejor la gaviota suave también baila y sus manos capaces de absolver las heridas más profundas me acarician la nuca... El filo de una navaja pasa cortando las venas de mis muñecas, lo noto frío y preciso y, por comparación, la sangre sale más caótica y caliente, oigo pasos, gritos, aporrean la puerta... ¿Dónde están mis colegas? Las correas me protegen de la rebelión de mi cuerpo, me sujetan a un ancla dura... Quiero seguir mi peregrinaje delirante, pero se difuminan las escenas y se concreta el dolor... 

Domingo. Vengo de muy lejos... ¿Dónde están mis cuadernos?

martes, 11 de septiembre de 2012

La casa de mi amiga


Yo estaba convencida de que aquella casa estaba enferma.

Cuando llegaba por las tardes a buscar a mi amiga para jugar, me daba cuenta, por ejemplo, de que la salita tenía fiebre, quizá por un temblor imperceptible en las cortinas, por un tiritar del loro en su jaula dorada o porque el cuadro del abuelo estaba como encogido en su marco de madera oscura. Eso me impresionaba mucho. 
Era todavía peor cuando notaba que el cuarto de costura respiraba con dificultad de asmático. Si entrábamos a decirle adios a la madre, el jadeo de las paredes me llegaba claro como una agonía cercana. Yo miraba las grietas y las zonas desconchadas de pintura -siempre con la discreción de una niña bien educada- tratando de encontrar los pulmones heridos de aquella casa. 
La cocina, en cambio, casi siempre gozaba de buena salud, pero algunas tardes, al entrar a merendar, nos recibía con un humor depresivo que se manifestaba en el color cansado de las alacenas y en una leve pátina opaca en cacerolas y sartenes. 
Los suelos de losas hidráulicas sufrían, sin duda alguna, una tisis elegante y decadente.
Por toda la casa se expandía un olor constante y triste, olor que pude identificar -con el paso del tiempo- como un cocimiento de cebollas y tomillo asociado a los resfriados. 
Hasta el limonero del pequeño jardín tenía algunas veces el aspecto lacio, gris y decaído de un enfermo de melancolía.
Muchas tardes yo entraba acariciando con cuidado compasivo el zócalo del pasillo de palidez anémica, y sentía en los dedos la languidez enferma de los azulejos desgastados. 

Mi amiga y su madre parecían no darse cuenta de esas dolencias que padecía su casa y que a mí me dejaban desasosegada toda la tarde.



Yo amaba esa casa enferma. Lloré cuando sus nuevos propietarios la tiraron al suelo, socavaron sus viejos cimientos y, con notable entusiasmo, hablaron de edificar en el solar una casa nueva. 
Juro que durante días oí salir un débil jadeo asmático de entre los escombros que se amontonaban en la plaza.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Soy de Guinea



Pasé por delante rápida y "a mis cosas", pero algo me debió llamar la atención porque, unos metros más allá, paré en seco y me giré a mirarlo: un chico africano de veintitantos años, con un abrigo largo de cuero negro, aspecto muy cuidado, muy pulcro; estaba sentado en un portal y sostenía entre las manos un cartón rectangular en el que había escrito:
                                    NECESITO AYUDA.
                                         POR FAVOR. 

Así, en mayúsculas grandes y bien rotuladas. Me acerqué a donde estaba, levantó la cabeza y nos sonreímos, "¿qué te pasa?", le pregunté directamente, y él contestó "espero una llamada de mi pueblo…". Me senté a su lado en el portal, "¿qué necesitas?", dije, y él me habló con calma, en un castellano un poco dubitativo pero académicamente muy correcto. 
Por cortesía, le dio la vuelta al cartel mientras hablaba conmigo. 
"Mi pueblo está en Guinea…" Empezó. Me contó una historia tan increíble que hasta yo, tan ingenua y tan necesitada de hechos extraordinarios, no podía creerla. Una historia extraña y dura. 
Nos despedimos con dos besos -el clásico uno por mejilla- y le di todas las monedas que llevaba: menos de tres euros en total. 
Su cuento valía muchísimo más. 
Su mirada no tenía precio.
 
Me sucedió esta anécdota hace algo más de un año y la recuerdo ahora porque ayer me encontré con este chico de nuevo, cerca del portal de la primera vez. Me reconoció en la calle y me llamó; nos alegramos de vernos. Yo, mucho, porque continuó su historia, y esta vez era mucho mejor: ha resuelto algunos de los asuntos que lo tenían lastrado en la orilla desesperanzada de aquella vez anterior. 
La semana que viene parte para Francia, donde lo espera su mujer, que consiguió llegar. 
Nos despedimos de nuevo, esta vez con un abrazo. 

Le deseo mucha suerte.
 


viernes, 7 de septiembre de 2012

Desayunos felices


Yo antes compraba churros congelados para freir en casa.
Antes, cuando los niños eran chicos y hacíamos desayunos felices... Bueno, al menos ruidosos y pringosos.

Queriendo ser feliz -o al menos pringosa- hoy frío churros para desayunar. Son las 09.25h. Pongo Radio Clásica y en mi cocina se mezclan los chisporroteos del aceite con el Nocturno en Si bemol menor de Chopin a buen volumen. Me da risa imaginar que entro en un concierto de cámara envuelta en olor de aceite frito, con un papel grasiento en la mano y ofreciendo churros a los asistentes, como en los viejos trenes: "¿Ustedes gustan?" "Les apetecería probarlos?"... Con las tonterías, me pierdo el concierto de la radio. 
Pero estoy contenta porque hoy viene mi hijo pequeño a pasar unos días; tengo que preparar su cuarto y quiero -necesito, me urge- comprar comida: hasta a mí me parece lamentable la situación de mínimos en que está ya el armario de la cocina; y del frigorífico ni hablo.
 
23.49h. Se ha disipado el olor a aceite frito, no suena la radio.
Llegó mi hijo, me alegré mucho de verlo, él se alegró de verme, nos contamos algunas cosas, dejó la mochila en su cuarto y se fué con su perro a casa de su novia, a cenar y a pasar esos días en su piso: chimpún.

"Todo es lo esperable y lo deseable", me susurro ante el espejo del baño, mirando mi cara de boba perpleja.

Armario y frigorífico rebosantes de comida. Y yo fingiendo toda la noche que no estaba triste. Me dedico un rato a zapear en la tele mientras leo algo sobre cómo trata Buda el tema del dolor y del desapego, que tendré que releer si quiero enterarme de algo.

Antes, cuando mis hijos eran pequeños, algunos desayunos eran ruidosos, risueños... y parecían felices.
 
 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Me despido del mar



Me despido del mar ya de color septiembre, y él, como el gran amante que es, me envuelve en un inabarcable abrazo de ola. 

Buceo entre las rocas poco profundas cercanas a la orilla; el tiempo es de mar en calma y se puede acceder fácilmente a nado. Me apena ver el cambio que se produce en la costa cada año, el cambio de las algas, la ausencia de seres frecuentes en mi infancia. Hace mucho desapareció de aquí toda la posidonia y ahora un alga que se deshilacha babeante ha colonizado las rocas y las piedras del fondo. No veo un solo erizo, ni una estrella, apenas unos cuantos cangrejos asustados y unas lapas, probablemente muertas bajo esa baba verde que las cubre como un sudario... De pronto, en medio de un círculo de rocas, me veo seducida por el baile insensato y maravilloso de un banco de zalemas listadas de amarillo. Mi visión fatalista se modera, enternecida ante ese espectáculo. Me agarro al pico de una roca para evitar subir y poder contemplarlas unos segundos, mientras varios sargos pequeños salen de sus cuevas de agua y me miran con ojos fijos.
Subo a respirar cuando estoy a punto de oír el canto azul de las sirenas.

Como siempre, lamento profundamente la ausencia de branquias en mi cuerpo. Inspiro aire y bajo por última vez este año, pero no paro en el cerco de rocas, voy al fondo del todo para coger una piedra de recuerdo de este verano -ya tengo tantas...- Elijo una blanca, pequeña y lisa que me recuerda una nube, y subo directa a la superficie.

Siento dejar el agua.

Salgo a la playa, me quito las gafas y el tubo, miro las aletas y pienso que necesito unas nuevas para el próximo verano. Guardo mi nueva piedra con lo demás y subo a casa.

Hace días, un amigo me hizo fotos mientra buceaba; dice que me las mandará, que se me ve como si estuviera volando feliz rodeada de aguas iluminadas por los rayos del sol. Me gustará verme en esos momentos de desconexión de mí misma para ser sólo una emoción, un ser inmerso en el placer líquido y silencioso del mar, inmenso, suave...

 

domingo, 2 de septiembre de 2012

La cara B del día



Hoy me pensaba levantar a las tantas. Iba a estirar la pereza como la pompa de un chicle hasta que me estallara en la cama; iba a pasarme horas tomando café caliente mientras leía en el ordenador los titulares de algunos diarios virtuales, y luego más horas leyendo la novela que llevo entre manos... Error de cálculo. 


El día que esperaba de clase A se me presentó por la cara B. Ya de entrada, me despertaron tempranísimo los estornudos alérgicos de mi vecina que, una vez empiezan, se van intensificando en volumen y frecuencia hasta convertirse en una ráfaga ininterrumpida. La pobre debe pasarlo fatal. Yo también. Estaba a punto de llegarme a su casa a ver si podía hacer algo por ayudarla cuando cesaron los estornudos tan de golpe como habían empezado. 
Traté de dormirme de nuevo, pero a mi alrededor flotaban cajas de antihistáminicos organizándose contra un posible ataque de alergénicos a mi vecina. 

De ese duermevela farmacológico me sacó el timbre del teléfono. Mi amiga Pepa me necesitaba para ir de compras. Ella sabe de sobra que odio ir a comprar lo que sea, que mi inclinación al consumo es nula y jamás compraría nada si no fuera porque necesito comer varias veces al día. Lo sabe. Y sabe que no le sirvo para hacer elecciones de ropa o de aparatos electrodomésticos... Pero aun así insiste en que la acompañe -de puro perversa que es- con lo cual mi gran desayuno estirado hasta que me aburriera se va al traste. 

La recojo con mi coche y me pide que aparque en un sitio donde aparcar es un punto más difícil que poner una pica en Flandes, pero ella quiere allí y yo no tengo ganas de discutir, así que le digo que usaré la técnica de aparcar a la italiana (*)

- ¿Eso significa decirle ciao al coche? -pregunta Pepa, tan mona ella-

- Sí, en parte es eso, porque lo más seguro es que se lo lleve la grúa y no lo vea en unos cuantos días -le contesto enfadada, mientras meto el coche en la acera de mala manera- 

Al bajar, la oigo protestar porque se le ha metido un tacón en la reja de una alcantarilla que estaba junto a su puerta. Me alegro.
Me mete en un centro comercial abarrotado donde yo me aturdo y acabo por perderme, doy mil vueltas entre ropa y zapatos y todo tipo de bienes de consumo que no necesito ni me interesan... Cuando, a las dos horas de estar en ese infierno, Pepa pide mi opinión sobre una máquina enceradora de suelos, echo a correr hasta encontrar una salida, y justo ahí se me acabó de joder el día, porque choqué contra un ciclista que pasaba en ese momento por la puerta por la que yo salí de estampida, y ambos estamos ahora en un pasillo del hospital, en espera de vendajes varios. 
Menos mal que el chaval es buena gente y... Bueno, aquí estamos, confraternizando, contusionados, tomando un colacao de máquina en vaso de plástico y hablando tranquilamente de la Vida y de nuestra vida, entre camillas que van y vienen. 

(*) Instrucciones: cójase una calle atestada de vehículos, véase que las posibilidades de que se despeje un hueco son nulas, ármese de cara dura y embuta su coche en una acera, entre una farola y un árbol, con la próxima pared a un palmo del parabrisas y un usillo exactamente bajo la puerta del conductor (tener en cuenta esto último para no dejar caer las llaves a lo tonto justo ahí), sálgase de ese bocata por donde se pueda y échese a correr, aprovechando la ventaja que da el factor sorpresa y que el bobi es, o un señor mayor, o un poco más lento que una, o despistado, o todo ello a la vez.