I
En la cama, bajo un peso aplastante de mantas y de horas vacías por delante, Ana trata de convencerse de que es afortunada pese a a todo. Su amante se ha ido. Se repite mil veces que, al fin y al cabo, ella lo que quiere es vivir sola, sin tener que establecer alianzas y consensos, sin tener que vivir un amor desvaído por los años y la costumbre... Pero es inútil. Cuenta los minutos que pasan desde que él se fue. Suena el teléfono. No, no quiere ir a comer, no le apetece ver a nadie ahora. Tendría que contar. Es para despedir a unos amigos que salen de viaje.
II
La casa de la Alameda, como siempre, es un canto a la hospitalidad. Hay algunos amigos ya allí cuando llega Ana. Huele al incienso que Antonio se trae de India y que a ella le recuerda el caramelo antiguo que hacía su abuela. Se inician conversaciones triviales entre besos y saludos. Paco reparte por la mesa platitos con tempura de alcachofas que ha frito por la mañana. Lola llega despotricando de su exmarido y su nueva novia, "esa niñata". Carmen le canta una soleá que va a tono con la queja y Lola sonríe con esfuerzo. César, por enésima vez, trata de explicar con entusiasmo la teoría de cuerdas, y por enésima vez lo deja, desesperado, y se apunta al porro que va circulando. Antonio pone el último vídeo que ha hecho en Calcuta y lo miran durante mucho tiempo sin hablar. Alguien sugiere que podrían comer en el jardín, aprovechando el sol y los 17º que les regala el invierno: ponen la mesa grande debajo del ficus. Comen entre risas, alabanzas a la comida y apasionadas disputas políticas. Lola suelta sin venir a cuento dos insultos tremendos dirigidos a su ex y luego, de pié, recita unos versos del Cantar de los Cantares. César la abraza y los demás se quedan sobrecogidos, como a punto de llorar. Con el café hablan de las películas en cartelera, de algunas fiestas locales curiosas que le interesan a Lucía, del próximo viaje de Antonio, del frío que empieza a hacer... Recogen mesa y sillas y se instalan de nuevo en el salón. Paco toca La canción del elegido y todos cantan, con más o menos acierto. A las siete se despiden de los anfitriones y salen a la calle los invitados. Lola dice que no se puede meter ahora sola en su casa, "con la presencia de Pepe todavía caliente, qué angustia" y propone tomar un té en el cafetín de al lado, que ponen jazz. Ana va a comprar pasteles a un obrador cercano y cuando llega al café sus amigos están ante varias teteras humeantes que huelen a hierbabuena. La música los envuelve. Pasan tiempo allí, con té, pasteles, risas y quejas, medio en serio, medio en broma, porque, al fin, "la vida era esto"... Se deja de ver la calle por la ventana porque oscureció hace mucho y porque el vaho empaña los cristales. Ana piensa que el día se ha diluído de forma dulce y lenta en el jarabe de complicidad de sus amigos, como un azucarillo en el café.
III
En la cama, bajo el peso aplastante de mantas y de insomnio, Ana trata de convencerse de que es afortunada, pese a todo. Pero el zumbido de su mente no la deja tranquila, no sabe cómo es posible que no se cansen los pensamientos de andar con ese ajetreo constante. Espera paciente a que se agoten y la dejen dormir un poco. Se esconde debajo de las mantas y deja que la voz de Lola, desde dentro de su cabeza, recite para ella nuevamente esos versos del Cantar de los Cantares.
III
En la cama, bajo el peso aplastante de mantas y de insomnio, Ana trata de convencerse de que es afortunada, pese a todo. Pero el zumbido de su mente no la deja tranquila, no sabe cómo es posible que no se cansen los pensamientos de andar con ese ajetreo constante. Espera paciente a que se agoten y la dejen dormir un poco. Se esconde debajo de las mantas y deja que la voz de Lola, desde dentro de su cabeza, recite para ella nuevamente esos versos del Cantar de los Cantares.