domingo, 24 de febrero de 2013

Ana en tres actos

                                                          I       
En la cama, bajo un peso aplastante de mantas y de horas vacías por delante, Ana trata de convencerse de que es afortunada pese a a todo. Su amante se ha ido. Se repite mil veces que, al fin y al cabo, ella lo que quiere es vivir sola, sin tener que establecer alianzas y consensos, sin tener que vivir un amor desvaído por los años y la costumbre... Pero es inútil. Cuenta los minutos que pasan desde que él se fue. Suena el teléfono. No, no quiere ir a comer, no le apetece ver a nadie ahora. Tendría que contar. Es para despedir a unos amigos que salen de viaje.
                                                       
                                                          II
La casa de la Alameda, como siempre, es un canto a la hospitalidad. Hay algunos amigos ya allí cuando llega Ana. Huele al incienso que Antonio se trae de India y que a ella le recuerda el caramelo antiguo que hacía su abuela. Se inician conversaciones triviales entre besos y saludos. Paco reparte por la mesa platitos con tempura de alcachofas que ha frito por la mañana. Lola llega despotricando de su exmarido y su nueva novia, "esa niñata". Carmen le canta una soleá que va a tono con la queja y Lola sonríe con esfuerzo. César, por enésima vez, trata de explicar con entusiasmo la teoría de cuerdas, y por enésima vez lo deja, desesperado, y se apunta al porro que va circulando. Antonio pone el último vídeo que ha hecho en Calcuta y lo miran durante mucho tiempo sin hablar. Alguien sugiere que podrían comer en el jardín, aprovechando el sol y los 17º que les regala el invierno: ponen la mesa grande debajo del ficus. Comen entre risas, alabanzas a la comida y apasionadas disputas políticas. Lola suelta sin venir a cuento dos insultos tremendos dirigidos a su ex y luego, de pié, recita unos versos del Cantar de los Cantares. César la abraza y los demás se quedan sobrecogidos, como a punto de llorar. Con el café hablan de las películas en cartelera, de algunas fiestas locales curiosas que le interesan a Lucía, del próximo viaje de Antonio, del frío que empieza a hacer... Recogen mesa y sillas y se instalan de nuevo en el salón. Paco toca La canción del elegido y todos cantan, con más o menos acierto. A las siete se despiden de los anfitriones y salen a la calle los invitados. Lola dice que no se puede meter ahora sola en su casa, "con la presencia de Pepe todavía caliente, qué angustia" y propone tomar un té en el cafetín de al lado, que ponen jazz. Ana va a comprar pasteles a un obrador cercano y cuando llega al café sus amigos están ante varias teteras humeantes que huelen a hierbabuena. La música los envuelve. Pasan tiempo allí, con té, pasteles, risas y quejas, medio en serio, medio en broma, porque, al fin, "la vida era esto"... Se deja de ver la calle por la ventana porque oscureció hace mucho y porque el vaho empaña los cristales. Ana piensa que el día se ha diluído de forma dulce y lenta en el jarabe de complicidad de sus amigos, como un azucarillo en el café.
                                                      

                                                     III
En la cama, bajo el peso aplastante de mantas y de insomnio, Ana trata de convencerse de que es afortunada, pese a todo. Pero el zumbido de su mente no la deja tranquila, no sabe cómo es posible que no se cansen los pensamientos de andar con ese ajetreo constante. Espera paciente a que se agoten y la dejen dormir un poco. Se esconde debajo de las mantas y deja que la voz de Lola, desde dentro de su cabeza, recite para ella nuevamente esos versos del Cantar de los Cantares.

sábado, 23 de febrero de 2013

Ritmo


Dicen que el corazón es el órgano que desde el nacimiento nos dota de ritmo: no, a todos no.

Yo soy un contratiempo prolongado arrítmicamente.
Nací desafinada.
Acabo de "ejecutar" sin piedad una sencilla pieza para guitarra.
 

jueves, 21 de febrero de 2013

Presente de indicativo




Hoy, en riguroso y tenaz presente,
me golpea la histórica costumbre
de encender las bombillas del recuerdo
y encontrarte metido en un email
como cuando éramos duendes
vestidos de megabytes.
 
Hoy, en presente fugaz y riguroso,
ha abierto, seguro que por despiste,
una flor del jazmín de la ventana.
Engalana sus pétalos de seda
como la rosa del asteroide
del Principito,
coqueteando con mi puro desaliento.
 
Hoy, rigurosamente hoy, me duele
la loca floración de los naranjos.


lunes, 18 de febrero de 2013

La espera



Espera pacientemente un empujón. Es muy fácil, podría ser accidental o intencionado, da lo mismo, pero que alguien se lo dé ya. Lleva mucho tiempo esperando.

Está sentada al borde del acantalido, en el filo de una roca. La gente pasa cerca de ella caminando por el sendero. Algunos la saludan: "Buenos días", "Buenas tardes"... Algunos hasta se atreven a advertirle del peligro que corre: "Señora, tenga cuidado, está muy cerca del borde, podría caerse...".

Oscurece. Van desapareciendo los paseantes del camino de la costa. Se levanta, recoge sus llaves y echa a andar para su casa. Una vez más.
Mañana, quizá...

lunes, 11 de febrero de 2013

Elisa

Elisa, dando tiritones, sacó de un arcón una manta con olor a alcanfor. El armario de donde sacó las sábanas también olía a alcanfor. Todos los armarios, todos los cajones huelen igual y eso comenza a irritarla. También a trasladarla a los años en que las polillas eran espantadas de las ropas así: con bolitas de alcanfor.
Ha llegado a la casa hace sólo unas horas. Hace frío. Los muebles tienen una capa espesa de polvo. Del mar sube una boria que empapa las paredes y dejan un reguero salobre, como de lágrimas, por toda la casa, y se mete en el alma, y llega a los rincones más hostiles del recuerdo. La boria llena de espectros de ahogados, decía su abuela, que siempre contaba los cuentos más tenebrosos que podía imaginar.
Anda sobre las hojas podridas del jardín, sobre los gusanos muertos que caen de los pinos. Piensa que todo allí es como ceniza fría; que si se queda, su vida será pura ceniza con olores de alcanfor y boria pegada a los zapatos, eternamente. Piensa en el gran embrollo que la llevó a confundir la literatura con la vida, o al contrario, y que ya no sabe corregir ese absurdo malentendido.
En un cajón de la cómoda, que también huele a alcanfor, encuentra la pequeña libreta de pastas de cartón, donde su madre pintó, en el centro justo, un barco llamado Evasión. Siempre le gustó esa libreta que su madre no le permitía coger. Las pastas del cuaderno son marrones, el barco es de color azul, el nombre lo dejó en vacío, por eso es marrón también. Sus anotaciones se suceden monótonas en letras grandes y desordenadas que no respetan renglones. "Mi madre pintaba con mucho mimo pero escribía a lo loco".  De vez en cuando, el dibujo de un pájaro, de unas olas en medio de una frase. Su mala letra le hace añorar sus manos de hada, su mirada distraída de lectora de novelas románticas, su amable lejanía. Cae una foto pequeña de la libreta. Su madre, en primer plano, sujeta con las dos manos un sombrero blanco de grandes alas que el viento pretende arrebatarle. Sus ojos tienen el color de la libertad, su sonrisa arde como el fuego para la persona que hizo esa instantánea...
¿Por qué nunca vió esa sonrisa en su madre?
¿Por qué no vio en su mirada esas chispas tan  libres?
¿Por qué no embarcó en su dibujo azul?

Elisa decide quedarse en la casa... 

jueves, 7 de febrero de 2013

Tarde de fado

Este invierno tan frío entre dos jueves
esas ganas de estar sin ti y contigo
esa noche de tango desgarrado
esta tarde de fado sin sentido
el lastre de los puntos suspensivos
el adios que no encontré en el bolso
las sonrisas a punta de navaja
la foto de las manos separadas
el estribillo de color naranja
la quemadura del amanecer perdido
mi hueco de la cama
los sueños incumplidos
aquel abrazo tan largo...

Y tantos besos pendientes.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Clase de costura

Paquita Collado se cosía la palma de la mano por las tardes, durante la clase de costura.
La técnica consistía en pasar la aguja enhebrada exactamente bajo la epidermis, sin profundizar. Poco a poco Paquita se daba puntadas por toda la palma izquierda, con tanta destreza, que pronto supo reproducir en su mano los puntos de bordado que aprendíamos en aquella clase. Cuando se le terminaba la hebra de hilo, Paquita se descosía igual que se había cosido, con primor y cuidado, puntada a puntada, rompiendo muchas veces algún tramo de la piel, que se levantaba en una cresta minúscula, blanca y casi transparente, y ella la acariciaba con saliva un momento, antes de seguir su descosido.
En la palma de la mano izquierda de Paquita vi punto de cruz, petit point, imitaciones de vainica y hasta bodoques, en los estratos más superficiales de una piel cada día más lacerada. Era espantosamente atractivo verla coserse: los labios apretados, la mirada obsesiva calibrando la próxima entrada de la aguja, la cara entera concentrada en su labor y su mano derecha firme y dispuesta. La aguja pasaba bajo la piel como un gusano buscando la salida, se la veía emerger arrastrando su hilo para, enseguida, punzar y meterse de nuevo, construyendo en la mano izquierda una red de túneles en miniatura en trayectos paralelos y cruzados.
Al principio sólo las niñas de los pupitres vecinos la podíamos seguir en sus avances de costura en vivo; luego el prodigio ganó público y, con cautela, otras alumnas cambiaban de asiento algunas tardes para convertirse en espectadoras boquiabiertas de primera fila. La actividad de Paquita nos mantenía en un estado de atención que rayaba la hipnosis.
Las compañeras más atrevidas y, como ella misma, de manos hacendosas y seguras, se pusieron a la tarea de aprendizaje y, en unos cuantos días, la media clase de carácter arrojado se dedicó a darse puntadas en las manos con hilos de colores y enorme afición. La otra media clase quedamos ya para siempre como un hatajo de criaturas torpes y pusilánimes, indignas incluso de formar parte de los equipos de juegos del recreo. Yo preferí el aislamiento del patio después de intentar dos veces coserme la mano, resultando de ello sendos pinchazos muy dolorosos.
La señorita Julia, entretanto, se hacía las cutículas. Eso fue lo que nos dijo, "me hago las cutículas", la primera vez que la vimos sacar una herramienta pequeñísima y brillante de una cartera roja igualmente muy pequeña y, con ardor, empeño y paciencia, se puso a empujar los pellejos de las uñas hacía dentro. Por eso, porque ella tenía sus propios quehaceres, la señorita Julia no se dio cuenta en mucho tiempo de que la clase de costura había empezado a descomponerse en cuanto al orden alfabético por el que se regía nuestra disposición en los pupitres.
Un día, quizá ya a falta de cutículas que someter, se levantó a darse una vuelta por el aula y se encontró con un montón de manos izquierdas -entonces no podía haber niños zurdos- cosidas con diversas modalidades de técnicas de bordado. No lo pensó. Empezó a tirar de hilos con la mayor compostura: "tu mano, zas, la tuya, zas…", hasta dejar unas catorce manos finamente desolladas.
                                                      
                                                         
(Ayer me crucé con la vieja señorita. Me reconoció al instante y al instante siguiente me recordó, con su aplomo malhumorado, lo torpe que siempre fui yo con las labores de aguja. Y todo ello lo hizo luciendo ante mí sus manos perfectas libres de cutículas.
Para ella este recuerdo.

Para espantar mis propios fantasmas, también.)

domingo, 3 de febrero de 2013

Por mí, la solitaria.

                               Para mí, el solitario, solo para mí,                                      
                               brillan las innumerables estrellas de la noche

                                                             Herman Hesse




Por mí, sólo por mí, la solitaria,
hay lágrimas de asfalto en las aceras
formando grandes charcos.

Por mí, la gran desorientada,
los semáforos hacen incansables
sus guiños luminosos.

Navego por un mar de cemento
bajo una fría lluvia de neones.
Crece en mi alma herida
la laxitud nocturna de las calles.

Desde el faro de un bar tan solo como yo
miro pasar el tiempo por la acera con ojos sorprendidos.
Con mis manos vacías le digo adiós.
Con mis dos manos vacías.
Adiós.