jueves, 23 de enero de 2014

Isla de Las Palomas


Hace veintitrés días que llegué aquí. 
Desde cualquier punto veo la costa africana frente a mí, casi al alcance de la mano. Según la luz, las nubes, los vientos y el oleaje, parece que la línea de tierra se acerca o se aleja; los montes de Marruecos son la proa de un gran barco que va y viene, en una navegación incansable. Los vientos azotan aquí permanentemente de un lado y del otro, por eso es fácil enloquecer y crearnos este tipo de imágenes. Y creérnoslas. Un día, Ahmed nos dijo que había visto abrirse una puerta en Tánger y salir por ella a una persona que conocía, tan cerca estaba África... Fantasías, tenemos muchas fantasías. Pero es verdad que el viento es tan salvaje que, una noche de poniente, escuchamos cómo se estrellaban los pájaros contra el barracón. 
Algunas veces nos sentamos en corro y nos contamos la desesperación y la esperanza que nos hizo salir de nuestra tierra, lo que dejamos atrás y aquello que esperábamos encontrar. Nos contamos cuentos y, disfrazados de cuentos, echamos las cuentas con nuestras vidas. Unos hemos tenido más suerte que otros en esta peregrinación al paraíso. Yo he sido afortunado: no vi morir a ninguno de mis compañeros, aunque sé que no todos llegamos hasta aquí. Aisha, en cambio, perdió a su marido en el mar y no deja de llorar, lleva llorando desde que llegó, hace dieciséis días, y lanza gritos de loca a las olas y al cielo. 
Mi viaje ha sido largo. Tardé más de un año, quizá dos, en llegar a la costa del norte, desde donde partiría hacia las tierras que están más al norte aún, al otro lado del mar. Fue una dura travesía por desiertos y ciudades, por soledades y compañías más o menos deseadas. Pero llegué. Y esperé mi momento, agazapado en el monte con otros que, como yo, necesitaban intentar una salida. Y cuando el momento llegó, salimos ilusionados y llegamos a la costa deseada. Hicimos a nado los últimos metros hasta pisar piedras y arena. 
Y allí acabó la aventura.
Me llamo Kengo y soy de Zaire, de una aldea cercana a Kalemia. Llevo veintitrés días confinado en esta isla, esperando que las autoridades decidan qué hacer conmigo. Nos han dicho que estamos en cuarentena y que, desde aquí, unos podrán pasar y otros serán repatriados, en función de determinados factores. Cada día salen de la isla unos cuantos, cuyo periodo de espera se ha cumplido, y unas dos veces por semana llegan nuevas personas, cogidas intentando entrar en el país. Los chicos menores creen que podrán quedarse en España y que aquí se harán cargo de ellos. Yo estoy seguro de que seré expulsado, sé que ni siquiera podré poner los pies en ese camino que une esta isla con la ciudad que vemos ahí, a pocos metros. 
La gente libre pasea por el camino entre los dos mares y entre la isla y el pueblo. Los vemos andar con calma, o correr por la playa, o deslizarse sobre el mar unidos a cometas de colores que los arrastran por encima de las olas... Son escenas hermosas que, sin embargo, añaden otro punto de tristeza a mi corazón. A veces llega gente ante las verjas que cierran el paso a la isla, miran el interior y se alejan por el camino, de vuelta al pueblo. 
Nosotros nos quedamos en esta prisión abierta, en espera de nuestro destino.
Me llamo Kengo. He venido desde muy lejos... 

viernes, 10 de enero de 2014

La habitación de la tía Teresa


Mi madre se aleja. 
No sé por qué ocultos laberintos transita y no puedo (no sé) acompañarla por allí. Estamos las dos extraviadas en esa oscuridad, perdidas... 
La memoria de su vida se mantiene en  pequeños trozos y a duras penas (cada vez fragmentos más pequeños, cada vez más dificultosos de atrapar). Me gustaría poder limpiar de brumas su memoria, tener sus recuerdos y ofrecérselos conforme los fuera necesitando.  
A veces, al hablarle, me parece que las palabras retumban en un espacio vacío, o que rebotan en una lámina tensa que las despide. Pero de vez en cuando algo le llega, y lo noto en sus palabras, en su sonrisa y su mirada de haber encontrado algo a lo que asirse... 
¿Dónde están sus recuerdos?
Siento una gran nostalgia por la memoria perdida de mi madre.

Cuando yo era pequeña y enfermaba, ella me llevaba a la cama la gran caja de lata llena de fotos antiguas y las repasaba para mí, nombrando a los ocupantes de aquellas cartulinas descoloridas con bordes de festón. Su preferida era una foto de niños desvaídos, casi fantasmales (ellos en pantalón a media pierna, ellas con vestidos también a media pierna y grandes lazos, todos vestidos en tonos claros, probablemente blancos): 
El primo Alberto, que era guapísimo, la prima Nieves, la prima Carmita, el primo César… Estamos en la puerta de la casa de la tía Teresa, durante unas vacaciones... los primos podíamos dormir juntos en la cama inmensa de la tía, de una altura que nos hacía reír, pensando que si alguno se caía no podría volver a subirse. Allí metidos, jugábamos a que íbamos en un barco y se formaba tempestad, y el barco se movía cayendo alternativamente por babor y estribor, y nosotros rodábamos todos enredados hacia la derecha y la izquierda de aquella cama que soñábamos infinita... 
Pero el juego que más nos gustaba era el de las adivinanzas del techo: uno miraba las viejas colañas y decía 'veo veo' y a partir de ahí todos, por turno, tratábamos de encontrar la figura que evocaba la madera desgastada de las vigas y que quien lanzaba el reto ya había visto. Para que valiera el juego, todos debíamos aceptar que la figura estaba allí, claro. También nos servían los desconchones de las paredes mal encaladas y las sombras de los muebles. 
Para el grupo de primos, los días que pasábamos juntos en casa de la tía Teresa eran siempre los mejores... 

Busco la foto. De todos esos niños, aparte de mi madre sólo queda la prima Nieves, que vive en Madrid. La llamo, le cuento y me dice que viene a vernos. 
La recojo en la estación: una anciana preciosa, blanca y rosada, de mirada inteligente y sonrisa amplia. Eres igual que ella, me dice al verme.

- Hola, Tere… soy Nieves. 

Mi madre levanta la cabeza y se le ilumina de golpe la mirada opaca.

- Nieves... Y sigue en una letanía:  Alberto, Carmita... 

- ¿Te acuerdas, prima, de la habitación de tía Teresa, en el campo?... 

Las dos se miran en silencio y las lágrimas caen despacio sobre sus manos cogidas con fuerza. La prima Nieves empieza a tararear una musiquita, mi madre dirige hacia ella una mirada llena (nuevamente) de sí misma y se une. Cantan a coro, con voces débiles y algo desentonadas, una tonadilla con algunas palabras en italiano. 

He despedido a la prima Nieves en la estación, después de una larga visita maravillosa. Me ha dejado un tesoro, o mejor aún, una varita mágica con la que puedo comunicarme con mi madre. Ahora las dos jugamos mucho en la habitación de la tía Teresa a viejos rituales infantiles que ella reconoce y disfruta. Las dos disfrutamos. 
Es mi forma de poder acompañarla aún. No sé por cuánto tiempo.

(Imagen: Konstantin Makovski: Niñas jugando en el taller)

miércoles, 1 de enero de 2014

La frontera de los años


Estaban dando las siete en el reloj de la iglesia cuando aparqué el coche. El pueblo entero se veía a oscuras, salvo por tres farolas amarillentas y una guirnalda de luces de color rojo que circundaba la copa de un ficus. El relente caía denso como lluvia fina. 

Al abrir la cancela de hierro (tengo que engrasar las bisagras) salió de los pinos un revuelo de tórtolas y gorriones asustados. Dos gatos que dormitaban en el balancín del porche pegaron un respingo al verme y desaparecieron saltando la baranda.

Soledad, silencio, desierto... Y estrellas. Un cielo lleno de estrellas.

La casa está fría y la leña del patio húmeda. Meto un cesto de troncos y palos y paso una hora larga peleando hasta conseguir un fuego digno del mejor boy scout. 

Que hago cosas raras, me dicen, que debería ceñirme un poco al guión social, que qué capricho irme a un sitio abandonado por dioses y hombres en una noche tan señalada... Nadie parece comprender mi necesidad eremita de desaparecer en días así (días en que se decreta urbi et orbi una alegría más o menos obligada y más o menos compartida).

El mar susurra su eterno cortejo a las piedras de la playa. Entiendo ese lenguaje y sonrío a la espuma de las olas.

El fuego se mantiene. Como mandarinas y echo a las brasas las cáscaras, para sentirlas estallar en una nube de olor antiguo. Procuro no manchar el libro de Coetzee que tengo entre manos.

A las doce, algún vecino dispara cohetes. Unos minutos después pasan por la calle unos niños tirando petardos y chillando: están contentos. Salgo a la terraza a ver pasar esa alegría genuina: "feliz año", nos gritamos. El estruendo de la chiquillería se aleja y yo vuelvo al calor de la chimenea y a terminarme una bolsita de gominolas de colores.
Echo otro trozo de cáscara de mandarina al fuego por el puro placer de olerla crepitar...
Y así paso la frontera de los años, perdida en un laberinto de silencio y escribiendo tonterías.