Hace veintitrés días que llegué aquí.
Desde cualquier punto veo la costa africana frente a mí, casi al alcance de la mano. Según la luz, las nubes, los vientos y el oleaje, parece que la línea de tierra se acerca o se aleja; los montes de Marruecos son la proa de un gran barco que va y viene, en una navegación incansable. Los vientos azotan aquí permanentemente de un lado y del otro, por eso es fácil enloquecer y crearnos este tipo de imágenes. Y creérnoslas. Un día, Ahmed nos dijo que había visto abrirse una puerta en Tánger y salir por ella a una persona que conocía, tan cerca estaba África... Fantasías, tenemos muchas fantasías. Pero es verdad que el viento es tan salvaje que, una noche de poniente, escuchamos cómo se estrellaban los pájaros contra el barracón.
Algunas veces nos sentamos en corro y nos contamos la desesperación y la esperanza que nos hizo salir de nuestra tierra, lo que dejamos atrás y aquello que esperábamos encontrar. Nos contamos cuentos y, disfrazados de cuentos, echamos las cuentas con nuestras vidas. Unos hemos tenido más suerte que otros en esta peregrinación al paraíso. Yo he sido afortunado: no vi morir a ninguno de mis compañeros, aunque sé que no todos llegamos hasta aquí. Aisha, en cambio, perdió a su marido en el mar y no deja de llorar, lleva llorando desde que llegó, hace dieciséis días, y lanza gritos de loca a las olas y al cielo.
Mi viaje ha sido largo. Tardé más de un año, quizá dos, en llegar a la costa del norte, desde donde partiría hacia las tierras que están más al norte aún, al otro lado del mar. Fue una dura travesía por desiertos y ciudades, por soledades y compañías más o menos deseadas. Pero llegué. Y esperé mi momento, agazapado en el monte con otros que, como yo, necesitaban intentar una salida. Y cuando el momento llegó, salimos ilusionados y llegamos a la costa deseada. Hicimos a nado los últimos metros hasta pisar piedras y arena.
Y allí acabó la aventura.
Me llamo Kengo y soy de Zaire, de una aldea cercana a Kalemia. Llevo veintitrés días confinado en esta isla, esperando que las autoridades decidan qué hacer conmigo. Nos han dicho que estamos en cuarentena y que, desde aquí, unos podrán pasar y otros serán repatriados, en función de determinados factores. Cada día salen de la isla unos cuantos, cuyo periodo de espera se ha cumplido, y unas dos veces por semana llegan nuevas personas, cogidas intentando entrar en el país. Los chicos menores creen que podrán quedarse en España y que aquí se harán cargo de ellos. Yo estoy seguro de que seré expulsado, sé que ni siquiera podré poner los pies en ese camino que une esta isla con la ciudad que vemos ahí, a pocos metros.
La gente libre pasea por el camino entre los dos mares y entre la isla y el pueblo. Los vemos andar con calma, o correr por la playa, o deslizarse sobre el mar unidos a cometas de colores que los arrastran por encima de las olas... Son escenas hermosas que, sin embargo, añaden otro punto de tristeza a mi corazón. A veces llega gente ante las verjas que cierran el paso a la isla, miran el interior y se alejan por el camino, de vuelta al pueblo.
Nosotros nos quedamos en esta prisión abierta, en espera de nuestro destino.
Me llamo Kengo. He venido desde muy lejos...