No había casi nadie por allí, nos miramos con simpatía. Llevaba en su mano izquierda un ramo de capullos de rosa de plástico en colores inverosímiles: celestes, verdes, morados… y en la mano derecha una espada gris metalizada, también de plástico, que blandía alegremente al ritmo de sus pasos.
Yo andaba más rápida y la adelanté, luego di la vuelta en dirección al puente y al poco la encontré delante de mí: estaba parada en la orilla mirando al río, abrazada a su ramo de rosas y a su espada. Al llegar yo a su altura me cogió del brazo y empezó a hablarme sin parar con palabras para mí incomprensibles, sonriendo siempre con sonrisa ancha. Yo le hablaba con mis palabras (para ella igualmente incomprensibles) y miraba en la dirección que me señalaba. Al fin vi el objetivo: dos peces pegados en paralelo y, a mi entender, muertos flotantes; pero la mujer mantenía la amplia sonrisa que no pegaba con la muerte, ni siquiera de dos peces, y entonces éstos de golpe se movieron y dieron fuertes coletazos al agua, y ella hizo palmas riéndose.
Finalmente entendí que esos peces se habían estado apareando y la mujer oriental celebraba el acontecimiento. Me uní a su alegría.
Ambas conseguimos entendernos con la palabra “bonito”, acompañada de sonrisas e inclinaciones de cabeza, antes de separarnos.
China, rosas y alegría...
ResponderEliminarFinal feliz en tu breve relato de hoy.
Un abrazo y feliz día.
Buenos días, Rafael.
ResponderEliminarHay escenas así de secillas y de felices y es una suerte encontrarlas.
Un abrazo.
Tierno como para alegrar el día a cualquiera. Gracias.
ResponderEliminarBeso.
Gracias a ti, 81. Ojalá todo tuviera la natural simplicidad de dos peces apareándose entre juncos.
ResponderEliminarUn abrazo.