Marrakech. Acabo de trasladarme al laberinto de tus calles en un suspiro de despiste y de deseo.
Asomada a la ventana de la cocina veo la Giralda, pero mi imaginación da un salto de atleta y me sitúa al pie de la Kutubia, en esa "Puerta del Sur" que es una de las puertas al Sáhara, el desierto que tanto me gusta.
Cuando voy a Marrakech me quedo en la casa de un amigo, en un callejón de la Kasbah. Es casi un derribo el callejón entero. De día la calle hierve de sol y de gente. Por las noches huele a estrellas y a sándalo, a dulces de miel y a humo de hachís.
Allí tengo más amigos.
Ahmed, un bereber tallador de madera, tiene el taller en la esquina del callejón. Cuando me ve pasar sale a recibirme a la calle, me saluda muy protocolario con la mano en el corazón y en la frente y me conduce hasta el taburete para invitados, nos sentamos y tomamos té. Litros de té. Él habla bajito entre sorbo y sorbo, sacude de sus dedos minúsculas raspaduras de madera; yo respiro sosiego y polvo de virutas. Un día le dije que me siento allí como un gran estanque de té verde con algunos islotes de azúcar donde crece un bosque de yerbabuena; le hizo gracia esa imagen y ya no me llama María, como antes, sino estanque, que él pronuncia "stankk": "hola Stankk", dice al verme. Cuando me voy, me acompaña a la puerta de la casa donde vivo.
Al lado de la casa, compartiendo patio, vive la anciana Sumía, una mujer menudita y arrugada como una pasa, que se traslada en vespa por Marrakech. Cada vez que voy llevo la mochila llena de chocolate para ella: le encanta el chocolate, como a mí. También le gustan mis dientes porque (según dice, riendo) tengo muchos, como ella cuando era joven. Un día me pidió que la acompañara a la plaza a comprar una dentadura como la mía, mi misión sería abrir la boca para que ella comparara. Me llevó en la vespa. Yo iba todo el trayecto convencida de que nos estrellaríamos en cada esquina, pero Sumía no se dió nunca ni un roce por esas calles atiborradas de gente, animales y vehículos: va erguida y segura conduciendo la vespa, con su hiyab negro siempre bien puesto. Cuando nos separamos, agradece mi compañía con un abrazo y se despide de la vespa con unas palmaditas en el asiento. A veces me pinta con henna las manos: la flor de la vida en verde es mi dibujo favorito, y ella siempre improvisa formas nuevas.
Algunas tardes me voy a la plaza con mi vecino Ibrahim, que tiene un puesto de dátiles, y allí me sumerjo en el mundo de colores y olores infinitos, entre aguadores y cuenta-cuentos, malabaristas, encantodores de serpientes y músicos.
No pienso, siento que me rezuma por la piel una felicidad simple: el día se va con la promesa de que mañana vendrá de nuevo el sol.
Me separo de mi ventana con las ganas abiertas de volver a Marrakech, la ciudad roja y generosa, a sus calles de tela de araña.
Fantaseo con mi próximo viaje.
Luego llamaré a mi amigo para preguntar por la gente del barrio.