miércoles, 6 de junio de 2012

Había un promontorio...



Llegamos al atardecer. En la radio del coche sonaba un concierto de guitarra y los pájaros se pusieron a cantar como locos desde todos los pinos. Era una cabaña pequeña y prestada, en medio de un monte cercano a la playa. Había llovido mucho esa primavera y el campo estaba lleno de flores, como un inmenso tapiz vivo. 
Nos reíamos sin parar mientras desplegábamos en nueve metros cuadrados el llamado kit de supervivencia y en tus ojos veía reflejada la felicidad de los tres días que teníamos por delante.

Me tumbaba al sol sobre la manta de tréboles húmedos y me acariciabas el pelo sin hablar, pero con una especie de canturreo inconsciente que se te escapaba por las rendijas del placer, y a mí me maravillaba que pudiéramos entrar juntos tan de inmediato en ese grado de idiotez que se traducía sin palabras en un "te quiero" compartido. 
Los días se iban tan rápidos que cada tarde teníamos que salir corriendo a buscar el sendero que conducía a la puesta de sol sobre el mar, un sendero misterioso que nos llevaba al promontorio escondido, nuestra atalaya al océano y al sol poniente. 
Allí nos quedábamos quietos escuchando el rumor de los árboles arriba y el latir de las olas abajo. Era un momento sagrado, un ritual imprescindible. Nos quedábamos tumbados en las rocas hasta ver algunas estrellas fugaces. Luego bajábamos cogidos de la mano, oliendo arbustos que no conocíamos y cantando canciones de Silvio Rodríguez, que sí conocíamos pero parecía que no: siempre equivocábamos las letras. 
La luna nos sorprendía lavándonos los dientes a la puerta de la cabaña y nos dábamos besos que sabían a dentífrico de menta. 
Nos quedábamos dormidos a ratos para soñar que estábamos juntos. Y nunca, nunca, queríamos contar que nos quedaban dos días, o 27 horas, o sólo ya esta noche porque mañana... Pero no, ahí no podíamos llegar porque era absurdo y cruel anticipar tanta tristeza.

¿Cómo puede ser que tengan final los días más bonitos del mundo? como si sólo fueran tiempo...

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