martes, 12 de junio de 2012

Aventura en dos segundos (o tres)


He coincidido con Freddy Krueger en el Mercadona. 
Puedo jurar que era él porque hemos hecho juntos el trayecto desde el supermercado a la 2ª planta de aparcamientos del subsuelo. 
Me metí en el ascensor detrás de su carro sin fijarme. Cuando ya estábamos ajustados al poco espacio y colocados de frente lo vi, pero ya no había remedio: le acababa de dar al botón -2 y estaba atrapada allí, con él. Me dio miedo su sombrero, su camisa, sus manos, sus gafas de sol... 
Miré al suelo, luego subí la vista lentamente a su carro, cuyo contenido me tranquilizó: estaba lleno hasta la mitad de plátanos de Canarias y la otra mitad de garrafas de agua. Algo sosegada por esta visión pacífica -aunque rara- seguí subiendo la mirada... ¡Nunca lo hiciera! él, que no había abierto la boca en ese rato, animado por la simpatía -supongo- inició una sonrisa que me mostró unos dientes puntiagudos separados entre sí por un espacio de varios milímetros. Me puse a pensar en la posible relación existente entre esa dentición y su dieta de plátanos y agua, pero no me salía ninguna teoría aceptable.
En esto paró el ascensor y, por puro descuido de ambos -y por mi parte, además, una precipitación fruto de mis ganas de salir de allí- trabamos los carros a la salida del mismo. Freddy hizo un ruidillo de ji ji enseñando de nuevo sus dientes puntiagudos mientras yo tironeaba del carro y luego echaba a correr en busca de mi coche. Cargué el maletero y fui a devolver el carro y a recuperar mi euro. Al acercarme a la fila de carros, Freddy llegaba con el suyo y, a modo de broma -digo yo, porque volvió a emitir ese ji ji entretanto- chocó su carro con el mío, como haciendo una gracieta. 
No esperé más; dejé allí el carro con el euro metido en su ranura, me fui al coche y arranqué... De pronto, entre mi coche y la salida se interpuso Freddy haciendo señales de que parara. Ni caso, lo esquivé, enfilé la rampa de salida como las balas y, ya desde arriba miré atrás y vi al pobre hombre agitar una mano alzada de cuyos dedos sobresalía un euro, seguramente el mío, que habría recuperado y querría devolverme. Salí.
Lo siento, Freddy, has tenido la desdicha de coincidir en el súper con un ama de casa terroríficamente imaginativa.
(Y yo la próxima vez echaré al carro cincuenta céntimos, ni uno más.)

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