jueves, 3 de mayo de 2012

Muerte en jueves


Mi hermana se acuerda siempre de mi extraña costumbre de morirme los jueves.
Todos los jueves, a las doce en punto de la mañana, durante todos los períodos vacacionales, yo hacía la representación de mi muerte.
Era una puesta en escena burda, donde siempre introducía alguna variante, ya fuera en el tono de la voz al despedirme histriónicamente del mundo, ya fuera en el lamento final, ya en la manera de caer desplomada (eso sí, siempre sobre la cama o en algunos cojines dispuestos para tal fin). 

Daba igual cómo hiciera el teatrillo: por muy manidos que estuvieran los elementos empleados, por muy ingenuos o ridículos que fueran mis recursos teatrales, mi pobre hermana siempre quedaba paralizada de terror, y luego gritaba como una loca, hasta que mi madre o mi abuela venían de donde estuvieran a poner orden, un orden que se restauraba fácilmente a través de un método que consistía, básicamente, en decirnos si éramos tontas o qué, a lo cual se añadía un tortazo en el culo al pasar por nuestro lado, así como el que no quiere la cosa.

Lo cierto es que, a fuerza de hacerlo, llegué a lograr representaciones de jueves en que el papel de muerta me salía cada vez mejor, con más refinamiento y mayor parafernalia escenográfica.

“Me muero de puro jueves”, decía yo con voz desmayada, y me metía en faena inmediatamente. Cuando comprendía que había muerto lo suficiente por ese día, regresaba desde esa muerte pasajera, para alivio de mi hermana y paz de toda la casa. Procuraba, no obstante, que mi vuelta a la vida fuera acorde con la salida de la misma, y empezaba a resucitar entre gemidos y miradas que querían imitar la perplejidad, pero enseguida me traicionaba yo sola con amplias sonrisas a derecha e izquierda y luego con las risas ya francamente descaradas de la que sabe que, una vez más, ha logrado una representación bastante vívida para su hermana pequeña.

No sé si me daba cuenta entonces, pero ahora me pregunto porqué me complacía en proporcionarle, de forma tan cruel y ritualizada, esos momentos angustiosos; ahora sé que los alaridos que daba eran de desamparo y de dolor: sufría mi pérdida cada jueves como si fuera siempre única.

Pero creo que también sufría yo. Creo que no se trataba sólo de una representación para hacer sufrir, sino que era mi sufrimiento expresándose como podía. ¿Había un arma ahí, a mi alcance, y la utilizaba para defenderme de mi propio desamparo? Pronto, demasiado pronto en todo caso, sabemos que podemos usar las armas que tenemos, cualesquiera que sean, contra alguien más débil, más inocente, más necesitado... Y contra uno mismo.

Todo un clásico, por desgracia constante.


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