lunes, 5 de marzo de 2012

Escenas del colegio


A las siete de la mañana, en invierno, los pasillos estaban helados y oscuros. Había pocas duchas y estaban lejos de los dormitorios, así que todas las alumnas nos lanzábamos corriendo hacia ellas apenas sonaba la campanilla de despertarnos, compitiendo -casi dormidas aún- para poder tener algo de agua caliente, que era tan escasa que se agotaba con las primeras duchas.
Los azulejos blancos siempre estaban limpios a medias, porque siempre quedaban en ellos marcas de dedos, hilillos de vaho que se deslizaban con pizcas de polvo gris pared abajo y cabellos pegados por todas partes. Eso era, de todo, lo que menos me gustaba de la ducha: esos pelos largos de propietaria desconocida, que podría ser yo misma en otra ducha anterior. Por poco tiempo que estuviera dentro, siempre veía esas huellas dejadas en los azulejos, como veía todas las grietas finas que cruzaban de arriba abajo la pared, ladrillo a ladrillo, en casi todas las losas. Yo siempre salía de allí entre asqueada y aliviada, y con mucha prisa por llegar a coger un lavabo con espejo sin fracturas donde poder peinarme, mientras la nube de vapor caliente pendía sobre nuestras cabezas.

Luego volvíamos corriendo de nuevo al cuarto a vestirnos el uniforme y bajar a desayunar con toda la compostura requerida. El uniforme era gris y azul marino, los colores de la época, y debíamos mantenerlo "impecable".

En el comedor, nuestras caras serias adquirían un punto de calor y alegría ante el tazón de café con leche que nos servían de grandes cafeteras de aluminio, donde ya venían mezclados el cafe, la leche y el azúcar. A mí me gustaba esa mezcla y podía tomar varias tazas; en cambio, no se podía repetir pan. Incluso preguntar si podría tomar otro trozo era considerado un detalle egoísta y, por ende, de mal gusto.

Las clases, casi siempre tediosas, tenían lugar en aulas oscuras a conciencia: nunca me expliqué que no hubiera luz suficiente sobre nuestros libros y cuadernos, con la luz deslumbrante que esa ciudad mediterránea tiene durante todo el año.

Algunas niñas teníamos resistencia de supervivientes, y eso se veía enseguida: éramos capaces de reírnos, de inventar pequeñas travesuras absurdas y de fantasear con revanchas ingenuas e inalcanzables en aquel momento. Eso nos permitía cierto desahogo. Había otras, sin embargo, que se blindaron contra todo conato de alegría desde que pusieron el pie en el colegio y, durante años, se mantuvieron firmes en su tristeza tenaz.
 
Merche era la más destacada en eso: mantuvo su cabreo intacto e inamovible todo el tiempo que le duró su estancia en el internado. y fue mucho. ¡Cómo lloraba Merche! A diario, por cualquier contrariedad, por un olor que extrañaba, porque veía ondear unas sábanas tendidas y se acordaba de las de su madre... Por todo. Lloraba todos los días tanto, que nos daba lástima y nos servía para hacer chistes, todo junto.

Hoy me he encontrado a Merche, después de muchos años. Sigue gordita y guapa, rubia, bien peinada, elegante y con un marido sujeto por el brazo. Después de alegrarnos muchísimo de vernos, preguntarnos por nuestros últimos años y besarnos mil veces, ha iniciado ella sola, de pronto, un monólogo en loor de nuestros tiempos escolares:
"Ay, hija, qué bien que lo pasábamos allí; ¿te acuerdas de las clases de Fulanita?, ¿y de la gracia que tenía Menganita poniendo los castigos? uy, aquella vez que nos quedamos tres meses sin venir a casa... ¿te acuerdas lo que nos reíamos en el dormitorio por las noches...?" Su monólogo, que duró hasta que el marido le recordó que tenían que comer, estuvo salpicado con algunas exclamaciones mías, intercaladas de cuando en cuando; exclamaciones fundamentalmente de asombro e incredulidad.

La memoria, esa gran misericordiosa, ha mandado las lágrimas de Merche al apartado del olvido, y ella ha sustituído el hueco con escenas, más o menos bucólicas, de una etapa escolar recreada en tonos dulces sobre la estampa en gris oscuro de la realidad.
Los azulejos agrietados de nuestra infancia no han traspasado la barrera de su presente.

Me alegro mucho por ti, Merche, al final tú has sido una gran supeviviente.

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