jueves, 9 de febrero de 2012

Siemprevivas


Llegar al pueblo es como traspasar los límites del fin del mundo. Veo acercarse el muro de montañas que cierran el horizonte y, aunque sé que detrás está el mar, la sensación que tengo es la de que me estamparé contra esos montes áridos y oscuros. Pero me acerco y ellos abren sendas alrededor del coche, se acercan presentando colores ocres en primera línea y azules y violáceos en la segunda fila; todos los tonos cambian a cada instante y recorren la gama entera de su espectro mientras los voy mirando. 
Nunca, por más que lo intento, logro captar la luz líquida que pinta ese paisaje de espejismos: los matices son casi infinitos e infinitamente variantes a lo largo del día y del camino. Mientras el sol va desapareciendo por detrás de mi coche, lo veo caer como un disco rojo por el espejo retrovisor, junto a las últimas palmeras del valle; por delante tengo todo el arco iris desfilando por el parabrisas.

Avanzo y, en medio de la aridez desértica, asoman de pronto -en el mejor de los casos y de los años-salpicaduras de matojos de esparto. A veces, como un prodigio, encuentro alguna mancha rosa y violeta de siemprevivas. Las siemprevivas son como un milagro en el desierto de piedra y greda; están agazapadas, pero en cuanto caen dos gotas de agua salen de la tierra dura, se desperezan, abren ramas rígidas y espinosas de arbusto feroz y, en un estallido de color y bondad, ofrecen sus flores pequeñas y maravillosas para que duren siempre. Son arbustos generosos. 
Mi madre tenía predilección por esas plantas y siempre que las veía subía al monte a cogerlas, escalaba como una cabra pese a su edad y bajaba feliz con un gran manojo de siemprevivas apretadas contra el pecho y con los brazos llenos de arañazos. Luego las ponía en un canasto de caña, las rociaba de laca -para que duraran más, decía- y las colocaba en la chimenea que no se encendería hasta el invierno. Pasaban el verano allí, preciosas y elegantes en medio de la sala familiar.

Nunca pasa nada en el pueblo. Una vez cruzados los montes, el mar es un paraíso que ha transformado la piedra en agua, pero sigue casi igual de estéril. Ya no hay pesca, se esquilmaron los escasos caladeros con sistemas depredadores y presentistas. Ni siquiera hay algas autóctonas de las que salían a la playa a secarse en una alfombra marrón, con las que los pescadores rellenaban los colchones más pobres. Ahora salen a la playa unas coronas verdes raquíticas que cuando empiezan a secarse se pudren, apestan y atraen unos insectos pequeños, mucho más pequeños que las moscas y mucho más molestos.

Busco caracolas antiguas entre las escorias de la playa: caracolas pequeñas para hacerle un collar a una niña adorable. Busco también la llamada oreja de mar para hacerme yo un colgante: hace años que perdí el mío de niña, el que me hizo mi madre en uno de los veranos lentos de siempre.
Pero es difícil encontrar cosas entre las escorias negras, estos restos minerales del antiguo embarcadero y de las minas que siguen ahí detrás, con las chimeneas orgullosas e inútiles señalando el cielo y balizando las ramblas.
Ya salen pocos tesoros del mar. Yo seguiré buscando siempre.  





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