miércoles, 30 de marzo de 2011

La última bala



Clint Eastwood pasaba por mi lado con su poncho y sus pistolas, un cigarro en los labios y una mirada de estar más allá de todo lo humano y lo divino que sucediera en el Oeste. 
Yo quería ser Tyrone Power, porque mi madre estuvo toda la vida enamorada de él y nunca quitó de la pared de la cocina su foto, recortada de una revista a todo color; pero no pasé de hacer de extra en todas las películas que se rodaban en mi ciudad, siempre a costa de perderme algunas clases en el instituto y muchas horas de sueño, pero con la ventaja de estar rozándome con los grandes que luego vería en el cine Astoria, y de sacarme unas pelas con las que pagarme esas sesiones de cine y alguna de discoteca.

El día que la conocí, yo estaba esperando el autobús que nos recogía para llevarnos al rodaje; iba vestido de vaquero como el resto del grupo, tenía el revólver en la cartuchera y dos cananas más grandes que yo mal colgadas de los hombros. Hacía juegos malabares con las balas de fogueo cuando la vi. Iba con otras chicas, todas vestidas con el uniforme de un colegio carísimo y todas abrazando contra sus pechos respectivos una carpeta escolar. Me fijé en ella porque se detuvo y me miró, no al grupo de vaqueros, como hacían todas al pasar, me miró a mí, cosa que no me sucedía nunca, por eso me estremecí y se me cayeron las balas al suelo. En el fotograma de ese momento yo estoy absorto mirándola y ella ya se se está girando para seguir a sus compañeras.
Luego volvió el movimiento, recogí las balas y las guardé.
Cuando acabó el rodaje de ese día las devolví con todo lo demás de atrezzo, menos una, de recuerdo. Fantaseaba con el día en que se la entregaría como la prueba irrefutable del amor.

La siguiente vez que la encontré fue por el paseo marítimo; yo salía del instituto y ella estaba sentada en un banco con un grupo de amigos, todos uniformados carísimos también. Me paré cerca y me fijé en que su carpeta no llevaba la foto del cantante de moda ni del actor más guapo, sino la imagen del Apolo de Praxíteles, que imaginé que habría recortado de algún sitio, como mi madre a Tyrone Power. Me miró sin verme y me fui de allí con sensación de paria humillado. Me hice un colgante con la bala que no devolví y guardé el recuerdo impecable de la mirada que me echó el día del rodaje de “Por un puñado de dólares”. 
La volví a ver varias veces más de la misma manera: yo hambriento de ella, ella inalcanzable, hasta que me fui a estudiar fuera y me distraje en otros asuntos.

Mientras me inyectan la dosis de quimioterapia que me toca hoy, manoseo mi colgante y pienso que esta sustancia que están metiendo en el cuerpo es mi última bala, la que me salvará o no, como si aún estuviera jugando a indios y vaqueros. 
Me acuerdo mucho -ahora que el tiempo se alarga y llueve tanto- de la niña de uniforme azul marino que me miró una vez como si yo fuera su Apolo de la carpeta. Sólo me miró esa vez, pero nunca nadie me miró así, por eso fue una buena historia de amor para mí, un amor de película, aunque esa película sólo tuviera dos o tres segundos de metraje.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por dejar tu comentario.