sábado, 2 de abril de 2011

Cosas que pasan


Que la realidad supera muchas veces la ficción es algo tan tópico como cierto.
 
Mi hija vive desde hace un tiempo en una aldeita muy pequeña del Mediterráneo, un sitio donde el tiempo pasa como de incógnito por no perturbar a una población de gente que se mueve lenta entre el mar y la sierra pelada.
Esta tarde me ha llamado, mi hija, estaba conmovida, y con voz triste me ha contado esto:
 
Un hombre conducía un coche lentamente por la calle, mirando por la ventanilla, como buscando, y al ver el puerto se desvió hacia allí, bajó la cuesta, siguió adelante y se metió tranquilamente en el agua por la rampa de entrada y salida de las barcas de los pescadores. Dicen que paró un momento al meter las dos ruedas delanteras, pero que luego, de un acelerón, sumergió el morro e inmediatamente el coche entero se hundió en las aguas poco profundas, pero suficientes para cubrir de sobra el vehículo. Las personas que estaban por allí - algunos viejos pescadores que ya no ejercen, algún paseante- sorprendidos entre el estupor y el espanto, actuaron rápido y pidieron auxilio: algunos jóvenes acudieron y se lanzaron al agua para tratar de sacar al hombre, pero se encontraron las ventanillas subidas, salvo unos centímetros, y las puertas cerradas y con los seguros puestos. No podían abrir, y dentro del coche ya inundado por el agua, el hombre sentado ante el volante les decía con señales de cabeza y de manos que no pensaba abrir la puerta y que se fueran de allí.

Finalmente pudieron forzar la puerta del conductor con una palanca y sacar al hombre, ya inconsciente y por tanto sin oponer la menor resistencia. En el suelo del muelle iniciaron algunas maniobras básicas de resucitación mientras llegaba el personal de los servicios sanitarios avisados y se lo llevaban en la ambulancia.

No sabía mi hija, cuando me lo contaba, si el hombre al final murió o lo reanimaron.
 
Me ha recordado el suicidio de Alfonsina Storni, pero motorizado.
 
Imagino cómo se sentirían los viejos pescadores, primero mirando socarrones lo que creerían un despiste tonto de un forastero, luego pensando que era un loco imprudente y corriendo a avisarlo del riesgo de caer al agua si seguía por la rampa y, finalmente, horrorizándose al encontrarse con la voluntad de aquel hombre que, definitiva y precisamente, quería justo hacer eso: hundirse allí mismo.
 
Me es difícil, en cambio, imaginar el elemento trágico que determinó el paseo lento, en coche, del hombre desconocido, en plena tarde, por un pueblo para él extraño, mirando bien por dónde entrar a las aguas...
En fin, también yo sigo conmovida.

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