jueves, 12 de julio de 2012

Los viajes de mi tía


La tía abuela Carmita fue la gran viajera de mi familia. De todas las visitas de obligado cumplimiento que había que hacer a los parientes, las debidas a tía Carmita eran siempre las mejores -en realidad, las únicas que yo deseaba hacer.
La tía era hermana de mi abuela Amelia. Se adoraban mutuamente y eran completamente distintas. Mi abuela era una matriarca: casada a los 18 años, tuvo 13 hijos, 27 nietos y llevaba 9 bisnietos cuando la muerte vino a cortarle el grifo de descendientes. Su hermana, en cambio, no quiso casarse, actuando así contra el mandato cultural de su tiempo y dando a sus padres un disgusto de por vida. Vivió siempre en la casa familiar, sola a partir de la salida del último de sus hermanos.
Esa casa estaba llena de recuerdos de sus viajes: máscaras de madera, cajas de todos los tamaños, formas, materiales, colores y adornos posibles, alfombras y tapices, teteras brillantes, bandejas enormes, joyas de plata y turquesas, pañuelos de los que colgaban piedras azules y verdes, peces de vidrio, flechas, vasijas de barro, de porcelana y de metales más o menos nobles, esteras de fibras bastas, fotos de paisajes insólitos y de personas con extrañas indumentarias... Aquello era un bazar distribuido a lo loco entre el salón, los pasillos y su dormitorio.
Y tenía también cartas. Una caja grande con cartas dispuestas en paquetes clasificados por fechas y origen geográfico; cartas de personas que conoció en sus viajes, desde las de un señor anónimo de la aldea más perdida de los Andes, hasta las de un antropólogo francés al que conoció en Papúa Nueva Guinea, donde el hombre estudiaba la sociedad de los Baruya.
Cuando llegaban las vacaciones de verano y la familia, todos, nos íbamos a la casa de playa, ella ya tenía varias maletas preparadas y un nuevo itinerario por hacer. Yo alguna vez pedí que me llevara con ella, pero siempre rehusó: viajaba mejor sola, decía, le gustaba ir sola a descubrir los mundos de cuya existencia sabía por los libros. Pero a partir del momento en que aprendí a leer, mi tía me hacía una copia exacta de su viaje para que lo fuera siguiendo con ella. Así, en la casa de la playa, en los largos veraneos que siempre parecían el mismo, encontré la manera de cruzar océanos y desiertos, de entrar en hoteles de ciudades luminosas llenas de gente, de montar dromedarios y tumbarme en una hamaca que colgaba de árboles inmensos y frondosos, muy distintos de las viejas acacias de nuestro jardín.
Mientras esperaba a que pasaran las horas obligatorias de la disgestión para volver al baño, yo me sentaba en el porche y abría el Atlas, al lado ponía la ruta de mi tía y con el dedo seguía su estela: hoy 27 de junio el barco que cogió en Trípoli llega a Atenas. O bien, 24 de julio, está ya adentrándose Nilo arriba.
De este modo recorrí los continentes sin moverme de mi casa: países fríos y oscuros, islas verdes, mares llenos de corales, ciudades remotas con nombres míticos, ríos enormes llenos de peligros, cordilleras que había que atravesar sobre animales de aspecto raro, pero dóciles como burros.
El Atlas, verano a verano, se fue llenando de rayas finas de distintos colores que trazaban las rutas fantásticas que mi tía Carmita estaba haciendo, mientras yo esperaba el nuevo curso escolar entre baños, juegos, lecturas y tumulto familiar.
Cuando se terminaba la temporada y volvíamos a la casa del pueblo, yo corría a ver a la tía Carmita, que seguía aturdida porque acababa también ella de regresar días antes, y las maletas estaban aun sin deshacer, y en el salón había cajas cerradas llenas de promesas.
Elegí estudiar Geografía e Historia gracias a la pasión viajera de esta tía abuela. Un día me llamaron a Granada para decirme que se estaba muriendo. Cogí el primer tren.
En el velatorio, las monjas del convento de al lado, que nos acompañaron todo el tiempo, entre rosario y rosario alababan profusamente las grandes virtudes de la difunta, sus cualidades, lo feliz que estaba siempre durante las temporadas que pasaba en el convento y cuánto le gustaba pasear por los claustros y por el huerto.
Yo me quedé todo el tiempo al lado de mi abuela, que se sentía desolada. En un determinado momento, por decir algo que la sacara de su estupor, le cogí la mano y, señalando discretamente los cachivaches que llenaban la habitación, dije: "Qué bien, abuela, la cantidad de sitios que conoció la tía"; mi abuela me miró, dijo: "mi hermana nunca salió del pueblo" y bajó de nuevo la cabeza. Yo insistí: "abuela, me refiero a la tía Carmita, a esta hermana", y las dos miramos el ataúd, "sí, nena, yo también me refiero a mi hermana Carmita: jamás salió del pueblo".

8 comentarios:

  1. Relato en tu línea, pero bien llevado y desarrollado con ese final irónico que lleva una sonrisa a los labios.
    Felicidades por tu trabajo.
    Un abrazo en la noche.

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  2. Con una mente abierta fue feliz. "La infelicidad del hombre proviene de no saber quedarse quieto en su casa" En verdad esta mujer (sin moverse de ella) no se quedó mucho tiempo quieta en su casa, pero fue feliz.

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  3. Gracias, Rafael, siempre encuentras la forma de dejar tus palabras amables entre mis hojas.
    Un abrazo para ti.

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  4. Gracias a ti,josé, jfbmurcia, por estar ahí y por la paciencia de leerme.
    ¿Para quién escribimos? ¿por qué?... ¡ahps! menuda cuestión.
    Un abrazo.

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  5. Una mente abierta siempre es una llave muy valiosa...
    Creo que la infelicidad puede provenir de no saber quedarse quieto en casa y también de no saber moverse fuera de ella.
    Parafraseando a E. Dickinson, la felicidad es "esa cosa con plumas...", que sale volando en un descuido.
    Gracias por tus aportaciones, 81.
    Un abrazo.

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  6. ¿Te gusta Emily Dickinson?

    "Si yo ya no viviera
    cuando vuelvan aquí los petirrojos
    dad al de la corbata colorada
    un trocito de pan en mi memoria..."

    Si no os diera la gracias
    porque quizá mi sueño es muy profundo
    sabed que pese a todo lo he intentado
    con mis labios de piedra".

    ¿Conoces algún poema más bello?

    A mí Emily me cautivó hace ya muchos años.

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  7. "sabed que pese a todo lo he intentado"... sí, también me gusta la poesía de E. Dickinson

    Tiene la Hierba tan poco que hacer -
    Una Esfera de sencillo Verde -
    Con sólo Mariposas que criar
    Y Abejas que atender -

    Y balancearse todo el día con hermosas Canciones
    Que las Brisas acercan -
    Y sostener la Luz del Sol en su regazo
    Y ante todas las cosas inclinarse -

    Y pasarse la noche enhebrando Rocíos, como Perlas -
    Y ponerse tan guapa
    Que una Duquesa fuera demasiado corriente
    Para una tal notoriedad -

    E incluso cuando muere - irse
    En Odores divinos -
    Como Humildes especias, que se tienden -
    O Nardos, marchitándose -

    Y después, en Soberanos Silos habitar -
    Y soñar con los Días ya lejanos,
    Tiene la Hierba tan poco que hacer
    Me encantaría ser una brizna de Heno.


    No sabría medir la belleza de los poemas, va por días, por momentos... La hierba enhebrando rocíos, los petirrojos de corbata colorada son imágenes bellísimas.
    ¿Y qué me dices de Cernuda?

    81, me has hecho un regalo precioso esta noche.

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