sábado, 21 de julio de 2012

Era siete de noviembre


Era un 7 de Noviembre, con luna llena.
Pasé la noche en blanco esperando que amaneciera. A primera hora de la mañana me levanté enloquecida de gozo y miedo a partes iguales: ¡había quedado con él! Contra anteriores determinaciones más o menos sensatas, por fin íbamos a encontrarnos, íbamos a vernos en tres dimensiones. Íbamos a poder tocarnos.
Después de tantas horas de charla, de contarnos mil cosas cotidianas y hacernos tantas confidencias; de reírnos juntos, poniendo jajás o jejés y sabiendo que el otro se reía igualmente aunque no nos estuviéramos viendo las caras. Después de tantas horas adivinándonos sonrisas, nudos en el estómago, incomodidades, silencios tensos o gratos. Después de hacer algún striptease mental, que siempre terminábamos con las vísceras alteradas. Después de confesarnos los muchos miedos e inseguridades que nos inmovilizaban cada vez que pensábamos en quedar con presencia física, sin nuestra pequeña pantalla protectora... Después de todo eso y de vencer todo eso, al fin habíamos decidido quedar.

Durante noches maravillosas buscamos con sumo cuidado entre las posibles alternativas: tenía que ser un sitio bonito y cercano a ambos. Nos decidimos por una playa ancha, blanca, luminosa e interminable, inhóspita cuando la visitan los vientos duros de la zona, pero acogedora como un útero en ausencia de ellos. Era uno de mis lugares amados, lo propuse, y a él le pareció bien, le gustaba el sitio y vivía cerca de allí.

Había llegado el día. Esa mañana, tras la noche en vela, yo estaba aterrorizada y radiante.
Preparé una bolsa con algunas cosas que necesitaría para arreglarme un poco al llegar, tenía por delante más de dos horas de coche. Tomé un sorbo de café y abandoné la tostada por imposible.
Subí al coche y, en un estallido del tiempo, me encontré de pronto en lo alto de la carretera desde donde ya se podía ver el pueblo y la playa adonde iba. Paré para cambiarme la blusa y darme una mirada y un toque de pintura de labios en el espejito del coche. Respiré hondo, me di instrucciones para mantener la calma y me puse de nuevo en marcha, sabiendo que estaría con él en unos minutos. "¿Estará ya esperándome o llegaré yo antes?...Preferiría que él ya estuviera allí… aunque si no está, casi mejor, me da tiempo a frenar estos latidos que van a borbotones…"
Aparqué metiendo las dos ruedas delanteras en la arena; no se veía a nadie en la playa, ni coches cerca. Mejor. Salí al sol, que ya iba alto y daba calor, pese a estar en fechas tan otoñales. Soplaba un poco de aire. Por hacer algo, cogí el libro que llevaba y me acerqué a la orilla; imposible leer, los ojos no paraban quietos, buscando fuera de las hojas y de las letras. Decidí pasear un poco, así pasaría el tiempo más rápido, al fin y al cabo apenas acababa de pasar la hora de la cita. Andaba a uno y otro lado por la orilla de la playa sin perder de vista en ningún momento mi coche, que marcaba el punto de encuentro. Me crucé con algunas personas: si iban en grupo ni les prestaba atención y las figuras solitarias dejaban ver enseguida que no eran él.
Empecé a sentir el cansancio del día y del sol, la mordedura de la humedad en los pies. En algún momento me alejé de la orilla y me recosté en la pendiente suave de una duna cercana; la arena caliente me reconfortó, él ya no podía tardar en llegar. Entonces lo vi venir hacia mí, lo reconocí enseguida, era él, exactamente él en sus gestos, sus movimientos y su sonrisa de alegre acogida. Sentí que mi último sueño amoroso se materializaba. Pegué un salto y eché a correr al refugio de sus brazos.
Me despertó una ráfaga de arena dura como metralla. Sobresaltada, me di cuenta de que me había quedado dormida; seguía sola y tenía mucho frío. Sentí en la piel los picotazos de la arena traída por el viento de levante. Me levanté de mi nicho en la duna con el cuerpo entumecido, dolor de cabeza y escozor en el alma. Los labios estaban agrietados por el sol y el salitre y noté sabor de sangre al pasarme la lengua por ellos.
El sol era media naranja ardiendo en la línea del horizonte. Esperé a que terminara de hundirse del todo para ver encenderse el faro de Trafalgar, justo a la izquierda del cerco rojo, allí lejos. Luego fui al coche y conduje de nuevo, de vuelta a casa. La oscuridad y las lágrimas me dificultaron la visión todo el trayecto.

2 comentarios:

  1. Bonito relato para una fecha tan señalada, aunque tenga ese toque de tristeza por un encuentro no realizado y esas lágrimas dificultando la visión, a la vuelta.
    Un abrazo en la noche.

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  2. Sí que es triste. Como acercarse a un espejismo de agua y ver que sigue siendo arena. Hay días para todo en la fabulación: éste -real o fabulado- podría estar en la categoría de "días para olvidar" :)
    Gracias por tu comentario, Rafael.
    Un abrazo.

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