jueves, 15 de marzo de 2012

Era inevitable


 
Era inevitable que nos encontráramos.
Era sólo cuestión de tiempo. Yo sabía que ella estaba aquí y que, antes o después, teníamos que coincidir en cualquier sitio de este pueblo casi deshabitado. A mí no me apetecía, pero sabía que era inevitable encontrarme con Mili López en cualquier momento. Ha sido hoy, esta mañana, en el estanco. Ella estaba allí cuando yo entré; deslumbrada por el sol, no me di cuenta de su presencia hasta que me saludó con un estridente "¡¡hola, querida, al fin te dejas ver!!"
Si tengo claro algo en estos momentos de mi vida es que mejor no meter en ella elementos perturbadores. Ya tengo bastante con mis propias perturbaciones, con mis contradicciones personales y con las muchas paradojas que me ofrecen el mundo en general y mis circunstancias personales en particular.
De modo que Mili y sus desequilibrados bandazos es lo peor que me podía encontrar. Pero era inevitable, por supuesto.


Mili y yo una vez fuimos amigas, una vez compartimos un novio, una vez compartimos un piso y una vez tuvimos un desencuentro tan brusco que ya, a partir de ahí, no hubo encuentro posible. A partir de ahí, ya, nuestras casuales coincidencias sociales se mantenían en una educada y gélida conversación de circunstancias. Hoy, tras el saludo y un cruce de palabras disimuladamente cálidas ante la dependienta, esperó a que yo comprara mi sobre y mi sello, escribiera la dirección y cerrara la carta. Salimos juntas del estanco y me acompañó a echarla al buzón de la plaza, y allí, de pronto, me lo dijo:
- Antonio se ha muerto.
De todos los Antonios del mundo yo sabía que hablaba de nuestro Antonio.
- ¿Cómo que se ha muerto? ¿De qué se ha muerto? no es posible... ¿un accidente?
- Lo han matado.
- ¿Qué dices? ¿Quién lo ha matado? ¿Por qué?... No entindo nada...
Echamos a andar hacia el paseo marítimo y nos sentamos en un banco frente al mar.
- Cuéntame.
- Se metió en historias muy peligrosas, ya sabes cómo era, creía que podía con el mundo... El mundo se lo ha comido, finalmente.

Recordé a Antonio subiéndome a hombros por la cuesta de Comares, corriendo calle arriba como si llevara encima a una niña, con su cuerpo de casi dos metros de alto, queriendo que llegáramos a tiempo de ver el atardecer desde la colina de la Alhambra, entre cipreses... Empecé a llorar escuchando la historia que me contaba Mili, tan desgraciada, tan sin propósito y tan sin sentido. Mili lloró conmigo. Luego me invitó a su casa, pero decliné la oferta y me fui dando un paseo por el acantilado que lleva en dirección norte.

Antonio ha muerto y los cormoranes ni se han inmutado; el color del cielo seguía siendo a franjas celestes y blancas de absoluta calma, el mar estaba tan quieto que sobresalían escollos normalmente ocultos y el olor de las rocas me llegaba tan intenso como si las estuviera lamiendo.
Antonio ha muerto y a mí sólo se me ocurrió bañarme mientras seguía llorando por el chico que se reía cuando subíamos a recorrer la Alambra, al atardecer.
Era inevitable...


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por dejar tu comentario.