sábado, 4 de febrero de 2012

Varillas de incienso y pan de centeno.


Hoy fui a comprar incienso a una tienda del centro, un establecimiento clásico en la venta de especias, velas, hierbas de todo tipo para infusiones y para aromatizar ambientes, comida integral y, últimamente, productos de estética de los llamados de parafarmacia. 

Mientras esperaba, me extasié contemplando una estantería inmensa llena de cajas de colores llamativos que, a través de pastillas, cápsulas, parches, gotas, aceites y no sé qué más, prometen quemar grasas, reducir celulitis, drenar edemas, saciar el hambre sin comer… Me sentí tentada de pedir alguna de aquellas cajas; en concreto, me gustaba una de color verde manzana y letras amarillas y negras, que aseguraba cuidar el cuerpo con mimo extremo mientras el usuario duerme.

Pero llegado mi turno sólo pedí el incienso, que era lo que quería. 
La chica que me atendió no encontraba los paquetes alargados de las varitas, pese a la vistosidad de sus colores y dibujos; yo los señalaba, pero ella parecía muy despistada mirando entre los estantes y abriendo y cerrando distintos cajones y puertas bajas, hasta que otra señora, de porte seguro y gesto serio, la orientó en su búsqueda con unas pocas palabras cortas y cortantes. Yo solicité todas las variedades existentes en la tienda para poder elegir entre los distintos olores. La chica parecía algo atribulada por la petición -quizá no sabría si mi petición era o no correcta- y preguntó con la mirada a la experta que, con un movimiento desabrido, colocó todos los paquetes de un solo golpe en el mostrador, delante de mí, sonriéndome sin la menor simpatía, pero ateniéndose a lo que correspondía hacer a una cliente, y al mismo tiempo y sin modificar la sonrisa falsa (¡incleible y extraordinaria habilidad!) le enviaba a su compañera indecisa un rictus de absoluta desaprobación por su torpe estilo de vendedora.
La dependienta inhábil me sonreía apurada y yo me empecé a sentir mal, como principal causante de su embarazo profesional; de modo que elegí rápido un paquete de varillas de incienso con olor a incienso, después de un momento de duda ante las de olor a sándalo, pero sin el menor titubeo ante aquellas otras cuyos aromas me recordaban la despensa de la casa de mi abuela: canela, vainilla, clavo, lavanda, melisa y algunas más que no recuerdo.

En la parte del mostrador en que me encontraba estaban los panes. Como me sentía algo culpable por el aturdimiento que manifestaba mi dependienta, pese a tener el congelador de mi casa lleno de pan de todo tipo, le pedí uno grande de centeno, cortado en rodajas medianas. Aunque yo tocaba la bolsa del pan mientras lo pedía, ella atinó a coger uno de cinco cereales, así que la experta volvió a corregirla mientras atendía a otro cliente. Ya no pedí nada más. Me estaba apeteciendo comprar unas velas amarillas que estaban en el estante de enfrente y me gustaban, pero no me atreví a pedírselas por no causarle algún otro percance a mi vendedora en presencia de la experta de mal carácter.

Le pedí la cuenta con una sonrisa que pretendía ser cómplice y simpática. Y otra vez se equivocó. Con el mayor desparpajo me dijo: “ocho setenta”; a mí se me quedó la sonrisa pegada a la cara pero articulé un “¿cuánto cuesta el incienso?” algo chillón, con lo que la experta, inmediatamente, desde el otro extremo del mostrador acudió enseguida a la caja, comprobó los datos, y le dijo a su compañera, en tono airado, que había añadido mi cuenta a un apunte previo. Me arrepentí de no haber pagado sin chistar los ocho setenta euros, por no aguantar los teclazos correctivos de la experta sobre la caja registradora y su mirada acusadora a la vendedora aturullada.

Por fin arreglaron el error de la cuenta y mi dependienta me pidió, con voz debilitada, tres cuarenta y cinco. Pagué sintiéndome triste. Apenas salí de la tienda rasgué la bolsa de pan y me comí una rebanada, para minimizar la pena -por aquello de las penas con pan-
Andaba de vuelta a casa con la bolsa de la compra en una mano, el trozo de pan en la otra, un título precioso para un relato en la cabeza y absolutamente nada que contar para justificar el título.
En fin, no tengo historia que contar, sólo que hoy he comprado varitas de incienso y pan de centeno.

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