martes, 7 de febrero de 2012

Última parada


Con el eco de las últimas palabras rebotándole contra el cráneo, se levantó procurando no descomponer el gesto de beatitud que había logrado convocar e instalar en su cara momentos antes. Salió de la consulta contando los pasos que daba hasta la puerta, para no precipitarse, para que no pareciera una huida, y al salir cerró la puerta a su espalda sin hacer ruido. Ya estaba fuera. Ahora había que llegar a la calle. Lo consiguió sin ni siquiera darse cuenta de haber pisado las losas verdes del pasillo.

El frío húmedo de febrero se le pegó a la piel y se condensó en unas gotitas que empezaron a resbalarle por las mejillas. Tenía que alejarse de allí, andar, andar hasta que le dolieran las piernas y hasta que se le acabara la ciudad. Menos mal que había dejado a la niña pequeña en casa de su hermana. La llamaría ahora mismo para pedirle que recogiera a los otros del colegio -cualquier excusa serviría- 
Ahora era fundamental andar sin parar, andar todo el día, concentrarse en el movimiento.

Sé que en este momento le puede parecer imposible, pero créame que lo aceptará y aprenderá a vivir con esto”, le acababan de decir, y seguro que sería así, ellos saben más de estas cosas. Pero ahora sólo puede aceptar el cansancio de una caminata sin fin previsto; luego, ya verá.

Conocía a muchos demonios, toda su vida le habían rondado por la cabeza y por el ánimo esas formas incorpóreas, unas veces tan difusas que no las podía distinguir; otras, tan contundentes que ocupaban todo su espacio vital. Siempre había creído que aquellos eran los peores, por su inconsistencia adhesiva. Y nunca había pensado en estos otros.
Nunca había pensado en estas otras figuras que se presentan en formas paganas y absurdas, invasivas, vivas, desestabilizadoras. No conocía a los demonios con estos ropajes brutales… ¿cómo iba a poder barajarlos? tendría que pensar. Pero sentía la cabeza llena de un silencio espeso por donde no se podía mover. El cansancio del cuerpo la liberaba. 
Se sentó en una parada de autobús desconocida, no había nadie a esa hora y se dio cuenta de golpe de lo tarde que era: anochecía. 
Cogió el primer autobús que llegó a la parada.

Acurrucada sobre la cama, se abraza a su cuerpo en busca de las claves para entender, pero ¿cómo entender tu propio cuerpo desdoblado y hostil, enemigo último? Demonio hermano mío, mi semejante…”, recita las palabras del poeta, que no le sirven de consuelo. Le pesan la soledad y el miedo.

Cuando el ruído de los pensamientos se apacigüe, empezará a considerar las fórmulas mágicas que conoce para hacer tratos con lo sobrenatural. Nunca las ha usado, pero sabe que a los dioses y a los santos les gustan las oraciones y las ofrendas de velas y flores, determinadas promesas de renuncia y sacrificio… 
Sí, eso es, buscará alianzas con ellos. Quizá pueda negociar, establecer plazos y demoras, dilatar el tiempo.

Un silencio helado se va instalando en su corazón.

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