jueves, 2 de febrero de 2012

Días perdidos, o no.


Hay días que se van sin apenas pasar por la conciencia del que los vive -del que los pierde-
Los días uno de enero entran para mí, desde siempre, en esa categoría de días perdidos. Perdidos entre las fanfarrias de la noche anterior y la profunda desolación que me inunda siempre, cuando veo que es momento de hacer balances que no sirven, de hacerse propuestas que no se cumplirán...Yo no hago nada de eso, pero de todas formas es un día que siempre me sobra.

Hoy es uno de enero. Estoy dejando que pase el día sin ni siquiera quitarme el pijama, porque no pienso utilizar estas horas para nada que quede fuera de casa, y si me apuro, ni fuera de la cama. Me amodorro aburrida y me gusta esa placidez.

De pronto suena el timbre de la puerta, abro sin ganas. Es la vecina, la frágil y pacífica Mari, con un cuchillo ensangrentado en la mano también manchada de sangre. Pasmada, la escucho contarme que ha matado al panadero y que necesita que la ayude a esconderlo, porque en su casa no lo puede dejar, por los nietos y eso. Yo le digo que se lo escondo como mucho dos días, para que mientras busque otro sitio mejor donde dejarlo, pero que más tiempo tampoco lo quiero en mi casa. Me da las gracias, entra en su piso para organizar el traslado del cadáver y yo en el mío a preparar un escondite.
Pasa el tiempo y no vuelve. Me siento algo confusa pensando en el panadero y en Mari, no me explico esa tragedia...

Entonces pienso que quizá Mari no vino a mi puerta, sino que ha sido un sueño de esos de duermevela. De todas formas, no me quedo tranquila, así que decido llamar a su puerta. Mari me abre con un cuchillo enorme en la mano:
  • Mari, por Dios, no lo habrás matado...
  • Ay, hija, qué dramática, si ya está muerto.
Ella sonreía, pero en sus ojos se instaló de pronto una pena tan sincera ante mi tono angustiado que, a pesar del pobre panadero, de su viuda y de todo, me abracé a Mari llorando como una magdalena, allí mismo, en el descansillo de la planta, con las puertas de los pisos abiertas. Ella empezó también a llorar, y yo notaba la hoja del cuchillo rozando mi espalda, desde los riñones a la nuca, siguiendo el curso de la mano de Mari, que pretendía consolarme. En eso se abrió el ascensor y salió Chari, la otra vecina, que al vernos llorando se unió también al abrazo y al llanto coral; pero se debió dar cuenta de que era un poco raro llorar abrazada a las vecinas sin saber por qué, así que se apartó un poco de nosotras y preguntó la causa:
  • Ha matado al panadero -dije, sorbiendo ruidosamente por la nariz-
  • ¿Quién ha matado a qué panadero? -preguntaron las dos al unísono-
  • Tú, Mari, al panadero que trae al bloque el pan de Alcalá -dije, no muy segura ante sus miradas perplejas-
  • -¿Yo? ¿Que yo he matado a ese muchacho? Chiquilla, no nos gastes estas bromas que el veintiocho ya pasó... Por Dios, hija, qué barbaridad. Anda, ya que estamos aquí, pasad, que estoy cortando un poquito de paletilla para celebrar el año nuevo, venga, que es buenísima, que me la ha traído mi hijo de la sierra...
Bueno, al menos el ratito que he estado en casa de Mari con ella y con Chari no ha estado mal, no parece tan perdido dentro del día perdido. 
Me felicitaron las dos por lo bien que representé mi papel, aunque a Mari se le quedó mucho rato cara de congoja a pesar de las risas; decía la pobre que no le gustan esas bromas macabras, y menos con un chaval tan agradable como nuestro panadero.
Mañana estaré atenta a la llegada del muchacho de Alcalá, de todas formas...

Ha pasado más de un mes y el pan lo trae otro muchacho. 
No me he atrevido aún a preguntarle por su compañero.


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