viernes, 13 de enero de 2012

Descuidos


A algún vecino se le ha quemado hoy la cena y huele toda la casa a comida chamuscada.
Cuando me llega olor a quemado, miro enseguida en el brasero, por si se están quemando pelos del gato, o alguna zapatilla que haya arrastrado allí, o algún juguete de los niños, o papeles... Descartado el brasero, me asomo al patio y miro hacia las ventanas de todas las plantas, por si sale humo. Si no hay nada llamativo, el siguiente paso es abrir la puerta del piso para mirar por allí. 
Esta noche en el rellano me encuentro con dos vecinas que andan en las mismas comprobaciones que yo. Nos damos las buenas noches y miramos por el hueco de la escalera a ver si se ve algo, porque oler, huele -y mucho- pero no sabemos de dónde sale. 
Nos despedimos enseguida, sabemos que no tiene importancia, que se habrá achicharrado la fritura de un pescado o de unos tomates, o que una hamburguesa se quedó pegada definitivamente a la plancha, pero que ya en la casa que sea habrán controlado la situación -imagino las llamas anaranjadas subiendo sartén arriba y lamiendo los azulejos cercanos, y unas manos rápidas echando un trapo sobre el pequeño incendio al tiempo que su dueño despotrica, cabreado, contra todo lo que lo distrae-
Siempre hay algún despistado o despistada en el bloque al que se le quema la comida mientras hace otra cosa. Por fortuna, vamos rotando en orden riguroso las cocinas ahumadas y las cenas echadas al cubo de la basura.

Esta noche me alegro mucho de no haber sido yo la agraciada con la pérdida de la cena, porque mi fondo de despensa es más bien triste, por no decir absolutamente desolador. Ayer hice inventario de provisiones y encontré en el armario, por toda existencia, una lata de filetes de caballa en aceite de oliva, otra de champiñones laminados y otra, pequeñísima, de un foie-gras muy barato. No sabría decir qué me resultaba más aburrido hoy como cena, si la lata de caballa o una tortilla francesa. Me decidí por la tortilla, me la he hecho con el último huevo del frigorífico. Mañana sin falta tendré que acordarme de ir al supermercado, cosa que llevo posponiendo unos cuantos días, confiada en esas latas, el huevo -ya eliminado- y un canasto de naranjas. 
¡¡Mañana -me repito convencida, en voz alta y con tono autoritario- mañana sin falta voy a comprar comida!!.

Cuando veo en el plato la tortilla, de un amarillo desganado, pienso que debí ponerle algo de color para animarla y animarme, qué sé yo, un poco de perejil -si tuviera- o de albahaca -si tuviera- que siempre introducen un aire vegetal -floral, casi- y un toque alegre; pero como no tenía hierbas, la tortilla siguió siendo un ejemplo rotundo de menú desvalido y desangelado, casi como de supervivencia. Si al menos hubiera tenido pan para ponerla en bocadillo, me habría hecho la reconfortante idea de estar de excursión... 
Pero no, seguía siendo una tortilla francesa blanda y descolorida desde el principio al fin. Fin que llegó en los cuatro o cinco bocados que tardé en terminarla.

¿Qué habrán comido los vecinos de la cena quemada como sustitución de la idea primigenia?

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