domingo, 15 de enero de 2012

Imlil

Mi viaje a Imlil fue un acto romántico e interesado. Un amigo sentía pasión por el Atlas y se iba allí a menudo para escalar el Toubkal. Yo sentía pasión por mi amigo. Quedé con él una de las veces que se iba para allá: lo esperaría en el refugio cercano a Imlil, la aldea donde ubica su campamento base, y nos encontraríamos allí cuando bajara de escalar. Acordamos las fechas. Me entusiasmó la idea. Pedí dos semanas de vacaciones en el trabajo y me fui a encontrarme con él.

Llegué a Marrakech por la mañana, busqué alojamiento para esa noche y un coche que me llevara a la aldea al día siguiente temprano, calculando que Jaime bajaría allí a última hora de la tarde, según sus cálculos.
El viaje de Marrakech a Imlil fue -digámoslo suavemente- inquietante: una carretera llena de curvas al borde de precipicios, con tramos que discurren por una pista sin asfaltar llena de socabones y con un conductor que, más que conducir, bailaba en su asiento al ritmo de Santana, mientras me hablaba a gritos, con la música a todo volumen, de su pasión por el Barça -cosa innecesaria, porque llevaba varios cientos de escudos del club por toda la furgoneta- El viaje fue demoledor, sí, pero el paisaje maravilloso compensaba -a veces- los volantazos locos de Igunigan. Al llegar, comimos juntos en el local de unos parientes suyos y después de varios tés se volvió a Marrakech. Me dejó antes en una pensión que, casualmente, era de otros parientes.

Al día siguiente busqué un guía que me llevara al refugio; entre varias docenas de hombres sentados en la plaza, ganó la liza Ibrahim, que resultó más convincente. Salimos enseguida montaña arriba, yo con una pequeña mochila por si tenía que esperar a Jaime uno o dos días; Ibrahim sin nada, porque pensaba dejarme en el refugio y regresar. Subimos por un camino que era difícil hasta para las cabras. De vez en cuando pasábamos por alguna casa aislada, con algarabía de niños jugando en la puerta, y nos deteníamos un rato a tomar té con la familia -parientes, siempre, de Ibrahim- lo que nos permitía continuar luego más descansados. Llegamos al refugio por la tarde, pero no estaba Jaime. Encontré un apunte suyo en el libro de registros, pero fechado cinco meses antes. Nadie sabía de un escalador español que hubiera llegado hacía unos días, pero decidí quedarme a esperar. Tres días después, nada. No podía seguir allí. Un montañero de la zona se ofreció a acompañarme a la aldea.

Imlil es un sitio apacible; el pueblo es del color de los montes en que se asienta, las casas son de adobe, muy pequeñas y con azoteas. Ya llevo aquí siete meses largos, sin noticias de Jaime. Nunca tengo cobertura en el móvil y, la verdad, hace meses que me olvidé de usarlo. Vivo en una casita de dos habitaciones muy pequeñas donde están la cocina y el dormitorio; también tengo un patio minúsculo con un almendro y una letrina. Desde la azotea, en las tardes largas, veo el crepúsculo avanzar por los valles, siempre con colores cambiantes dependiendo de las luces y las brumas; también subo por ver desde allí el tramo de carretera que llega al pueblo y los pocos coches que entran en él. Como ya conozco todos los de allí, pocas veces me sorprende un vehículo nuevo, y siempre suele ser la visita de unos turistas que llegan y se marchan.

Jaime no viene. Algunos días me levanto temprano y subo al refugio, sola, porque ya conozco el camino, las casas diseminadas en los riscos y las familias que las habitan, que me admiten como una vecina algo extraña pero bienvenida; me invitan a té, les llevo alguna chuchería a los niños y juego un rato con ellos antes de seguir ascendiendo. Nunca hay noticias de Jaime en el refugio. Tengo cada vez menos esperanzas de encontrar a Jaime o una nota suya reciente en el libro de visitantes, pero cada vez me siento menos decepcionada. A veces hasta me sorprendo bajando con cierto sentimiento de felicidad difusa.

Vivo tranquila. Trabajo haciendo joyas en compañía de otras mujeres, mis amigas, con las que hablo y me río mientras ensartamos cuentas negras y de colores en collares y pulseras de diseños tradicionales, que luego venden los comerciantes del pueblo. Paso las tardes sentada con mis vecinos en las puertas de nuestras casas, tomando té y dátiles. Hablo un bereber torpe pero entendible, y mis amigas se ríen mucho cuando les cuento cosas de mi vida en España, de mi trabajo de horarios rígidos, en lugares cerrados y con luz artificial, del ritmo frenético de mis quehaceres, de mi vida social a toque de pito, de mis relaciones con mis amigos y familiares, de mi hipoteca y mis necesidades... Se ríen, casi desconfiando de la veracidad de mis relatos. También se admiran de mi decisión de irme a su pueblo por una cita tan extraña, y de que siga allí, esperando.

Pero es que yo ya no espero, o quizá sí, pero no tengo prisa. Preparo el té con maestría, tengo un arriate de yerbabuena en el patio y un gato blanco que acude por las noches a comer, se queda a dormir en los pies de mi cama y desaparece por la mañana, hasta que oscurece y vuelve. Mis amigas quieren enseñarme ahora a hacer jabones y cremas con el aceite de argán y estoy muy contenta; mientras hacemos adornos de piedras y plata, hablamos de montar una cooperativa de nuestros productos, aunque tendrán que contar con el consentimiento de sus maridos.

Ibrahim me ha pedido formalmente que me case con él y yo le he dicho, también formalmente, que espero al amor de mi vida. Él me ha mirado decepcionado, burlón e incrédulo; yo también me di cuenta de que sonaba a fantasía de príncipe azul lo que dije, pero estoy bien así, esperando con la tranquilidad de que ya pasó el tiempo de las esperas. Imlil es una aldea muy pequeña, pero es un enclave importante al pie del Atlas para los montañeros. Quizá venga alguna vez, quizá no.

Yo me iré algún día, pero por ahora este es mi sitio: me gusta hacer collares y pulseras. Quizá pronto deje de mirar los coches que suben el tramo final de la carretera, deje de subir al refugio y deje en la caja de madera las piedras -¡tan bonitas!- y le pida a un amigo que me lleve de vuelta a Marrakech. Y luego a casa.



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