domingo, 18 de septiembre de 2011

Escaqueos


Trato de jugar una partida de ajedrez con un niño de cuatro años. 
Ya conoce las posiciones de las piezas en el tablero y las sitúa de manera impecable, incluso dejando la casilla blanca a su derecha. Le he enseñado los movimientos de algunas: los peones y los alfiles van bien, las torres aún no consigue sacarlas de su esquina y, de momento, nos hemos atascado con el caballo, su figura favorita.
El caballo anda "a medias derecho y a medias torcido", dice, y el niño cambia a su antojo la forma en que avanza esa pieza por el tablero. Yo corrijo la marcha de su caballo cuando lo lanza sin medir sus pasos contra cualquiera de mis piezas, y él me mira sin entender que no pueda manejarlo a su criterio, puesto que es suyo.
No tiene edad para aprender esas reglas, lo sé, aún no puede entender juegos con normas tan complicadas, pero me gusta ver sus esfuerzos por entender esa guerra de figuras que andan entre escaques. Él quiere ganar, claro, y cada vez que mueve una de sus piezas retira una de las mías, pueda o no; cuando yo le como una suya se enfada, la coge y la guarda diciendo que esa no estaba en la lucha.
Me recuerda las actitudes que adoptamos de vez en cuando algunos adultos ante las adversidades. Nos negamos a admitir que determinadas cosas que habíamos puesto en juego, lo estaban en realidad. Queremos, a toro pasado, retirarlas de la liza por el sistema de mentirnos diciéndonos que no jugaban en esa partida, que no estaban en esa lucha...
Los niños son una fuente inagotable de aprendizaje. Y de agotamiento.

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