miércoles, 6 de febrero de 2013

Clase de costura

Paquita Collado se cosía la palma de la mano por las tardes, durante la clase de costura.
La técnica consistía en pasar la aguja enhebrada exactamente bajo la epidermis, sin profundizar. Poco a poco Paquita se daba puntadas por toda la palma izquierda, con tanta destreza, que pronto supo reproducir en su mano los puntos de bordado que aprendíamos en aquella clase. Cuando se le terminaba la hebra de hilo, Paquita se descosía igual que se había cosido, con primor y cuidado, puntada a puntada, rompiendo muchas veces algún tramo de la piel, que se levantaba en una cresta minúscula, blanca y casi transparente, y ella la acariciaba con saliva un momento, antes de seguir su descosido.
En la palma de la mano izquierda de Paquita vi punto de cruz, petit point, imitaciones de vainica y hasta bodoques, en los estratos más superficiales de una piel cada día más lacerada. Era espantosamente atractivo verla coserse: los labios apretados, la mirada obsesiva calibrando la próxima entrada de la aguja, la cara entera concentrada en su labor y su mano derecha firme y dispuesta. La aguja pasaba bajo la piel como un gusano buscando la salida, se la veía emerger arrastrando su hilo para, enseguida, punzar y meterse de nuevo, construyendo en la mano izquierda una red de túneles en miniatura en trayectos paralelos y cruzados.
Al principio sólo las niñas de los pupitres vecinos la podíamos seguir en sus avances de costura en vivo; luego el prodigio ganó público y, con cautela, otras alumnas cambiaban de asiento algunas tardes para convertirse en espectadoras boquiabiertas de primera fila. La actividad de Paquita nos mantenía en un estado de atención que rayaba la hipnosis.
Las compañeras más atrevidas y, como ella misma, de manos hacendosas y seguras, se pusieron a la tarea de aprendizaje y, en unos cuantos días, la media clase de carácter arrojado se dedicó a darse puntadas en las manos con hilos de colores y enorme afición. La otra media clase quedamos ya para siempre como un hatajo de criaturas torpes y pusilánimes, indignas incluso de formar parte de los equipos de juegos del recreo. Yo preferí el aislamiento del patio después de intentar dos veces coserme la mano, resultando de ello sendos pinchazos muy dolorosos.
La señorita Julia, entretanto, se hacía las cutículas. Eso fue lo que nos dijo, "me hago las cutículas", la primera vez que la vimos sacar una herramienta pequeñísima y brillante de una cartera roja igualmente muy pequeña y, con ardor, empeño y paciencia, se puso a empujar los pellejos de las uñas hacía dentro. Por eso, porque ella tenía sus propios quehaceres, la señorita Julia no se dio cuenta en mucho tiempo de que la clase de costura había empezado a descomponerse en cuanto al orden alfabético por el que se regía nuestra disposición en los pupitres.
Un día, quizá ya a falta de cutículas que someter, se levantó a darse una vuelta por el aula y se encontró con un montón de manos izquierdas -entonces no podía haber niños zurdos- cosidas con diversas modalidades de técnicas de bordado. No lo pensó. Empezó a tirar de hilos con la mayor compostura: "tu mano, zas, la tuya, zas…", hasta dejar unas catorce manos finamente desolladas.
                                                      
                                                         
(Ayer me crucé con la vieja señorita. Me reconoció al instante y al instante siguiente me recordó, con su aplomo malhumorado, lo torpe que siempre fui yo con las labores de aguja. Y todo ello lo hizo luciendo ante mí sus manos perfectas libres de cutículas.
Para ella este recuerdo.

Para espantar mis propios fantasmas, también.)

2 comentarios:

  1. "...finamente desolladas"...
    Es que lo tuyo es talento, criatura, y lo demás son tonterías.
    Tal vez no seas hábil con las labores de aguja pero maldita la falta que te hace.
    Besos, muchos.

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  2. :) Pero de haber sido hacendosa me hubiera cortejado el "Virtuoso", chico llamado así por una de mis tías bisabuelas y cuyo apodo requiere poca explicación.
    No pudo ser: él prefería una muchacha que cosiera más y leyera menos, o mejor nada -qué risa cuando me acuerdo de la vieja historia-
    Un montón de besos, Vichoff.

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