sábado, 12 de enero de 2013

Merzouga


Un día decidí irme al Sáhara.
Vivía en una situación de cotidianidad muy rara, entrando y saliendo de los laberintos del sistema sanitario, sintiendo que me había convertido en el centro excesivo -sobredimensionado- de mí misma... Entonces vi en la red un grupo que se iba a Merzouga con un proyecto de colaboración que me interesó. Me apunté. A la semana siguiente me fui a Algeciras a encontarme con la gente de la asociación y coger el barco a Ceuta. Desde allí, en autobús, cruzamos Marruecos hacia el sur en un viaje lento y accidentado. Nos retrasamos mucho por varias causas -la burocracia aduanera, la rotura de una pieza de algo, una distracción del chófer que nos desvió unos cuarenta kilómetros de la ruta- y antes de llegar al Atlas se echó encima la noche y tuvimos que parar en una aldea al pie de la cordillera para seguir por la mañana.
Un atracón de té verde me había hecho ir vomitando en el bus varias horas. Pasé la mitad de la noche sentada en el patio de la pensión donde nos alojamos con una anciana que amasaba tortas para el desayuno y que me hablaba con una música especial en palabras que yo no entendía; pero entendía perfectamente su tono de bondad. Hacía mucho frío y sacó mantas para las dos.
Cuando la mujer se fue a dormir, yo seguí en el patio viendo el cielo más grande que recordaba hasta ese momento. Al rato llegaron dos compañeros del viaje, se habían puesto de hachis hasta arriba y venían vestidos con chilabas y riendo. Se quedaron conmigo hasta que amaneció. Entonces nos dispusimos a ducharnos y a prepararnos para la etapa de ese día.
No sabíamos lo dura que sería.
Cruzar el Atlas en un autobús desvencijado era como estar dentro de unas maracas que sacudiera un loco. Por suerte, mi sobredosis de té con hierbabuena ya se había metabolizado y pude llegar a Merzougha medianamente hidratada. Falta me hacía.
Cuando el autobús paró en medio de la arena, en el campamento, la temperatura oscilaba entre 49 y 50ºC. Queriendo convertirnos en sombras, todos nos fuimos pegando a la mínima sombra de las jaimas, un palmo escaso de orla alrededor de las paredes de tela que daban al este; nos sentamos allí, exhaustos, pegados a las tiendas, sin hablar, sin casi respirar...
Un grupo de niños bereberes jugaba a perseguirse. La arena revoloteaba como un velo alrededor de sus piernas.
El peso del sol y de la luz dolía.
Ya estaba en el desierto.

7 comentarios:

  1. Nos dejaste con la miel en los labios. Te faltó el continuará...

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  2. No es extraño que con ese viaje y esa temperatura decidieras descansar un poco, (cerrar los ojos quizás), y en otro momento continuarás con este relato inacabado.
    Me gusta y me recuerda mi viaje un tanto peculiar a Villacisneros hace ya muchos años.
    Un abrazo en la noche.

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    1. Un abrazo, Rafael, y que tengas un feliz año. Villacisneros está en mi imaginario infantil: allí se fue una de mis amigas más queridas cuando trasladaron a su padre.

      Muchas gracias por tus comentarios, amigo.

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  3. No sé cómo puedes escribir tan bien. ¿Cómo me gustaría a mí!
    Estupendo relato desde el principio. Ese comienzo "Un día decidí irme al Sahara" me recordó el: "Yo tuve una granja en África, al pie de las colinas de Ngong", el comienzo de Memorias de África de Karen Blixen, o Isak Dinesen.
    Dos buenas prosas, la tuya y la de Karen.

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    1. Eres demasiado amable, con esas comparaciones :)
      Muchas gracias, 81.

      Yo también deseo que tengas un año feliz y te envío un fuerte abrazo en esta noche mágica de Reyes.

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  4. Solo me faltó desearte un feliz año, darte las gracias por tu relato y enviarte un gran abrazo.

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