martes, 27 de noviembre de 2012

Segundo izquierda


La mujer que está en la cocina terminando de recoger los estragos de la cena, sabe que está viva porque su cuerpo ha absorbido como una esponja otras veinticuatro horas de cansancio, dolor y tensiones, que pasan a engrosar el bagaje proporcionado por todas las hasta ahora acumuladas.

Su cuerpo cansado es un centro alrededor del cual orbitan otros diferentes, en un funcionamiento casi cósmico, como de cuerpos celestes. Pero también este día acaba, porque todos acaban, y los músculos de este cuerpo terrenal se adelantan al placer de haber llegado al final, una vez más, y suavizan la rigidez del gesto mientras las manos sueltan el lazo del delantal.

Cuando se levanta por la mañana nunca piensa en el día y en su desarrollo, solo comienza a usarlo siguiendo los rituales cotidianos, conocidos y conservados a través de los años.

Por la mañana la casa huele a lo que es, un piso con pocos metros habitables y mucha gente metida en ellos, de un barrio periférico. En su espacio se mezclan los olores de comidas nuevas y antiguas con los de las zapatillas de los hijos, en dosis variables según el momento; el olor persistente de las medicinas del marido con el que se desprende de la tierra de las macetas del balcón después de una noche de relente; las ropas de la cama de la madre, siempre mojadas y sucias por la mañana, toman algo del aroma del café de la vecina, que se cuela por el patio interior.

Pero esta mujer no es un perfumista, no le interesa el olor de su casa, huele a lo de siempre, a todos ellos, y para empezar el día va abriendo las ventanas de la sala y la cocina para que se ventilen. En los dormitorios no entra todavía, hasta que se levanten sus dormidos moradores.

Un café rápido y baja a comprar el pan para cuando los demás despierten.

Ayuda a levantarse al marido, que la llama impaciente desde el cuarto en cuanto oye la puerta de la calle; lo lleva al baño para un aseo más que liviano (lo lava en la bañera sólo cuando puede participar alguno de los hijos) y lo ayuda a vestirse y a sentarse en la sala; allí le pone el desayuno, que él dejará caer en parte sobre su camisa, mientras mira con atención el televisor encendido.

Provista de palangana, toallas, jabones y ropa limpia, va al cuarto que la madre comparte con una de las hijas menores, y abre un poco la persiana, con cuidado, no quiere hacer ruido, ni quiere más luz de la precisa para desenvolverse en ese ámbito que es el cuerpo abandonado por su madre aún viva. Su madre, su ausencia ya permanente en una existencia ficticia, su cuerpo desconectado de la esencia de la vida exigiendo seguir vivo y necesitando de la vida de la hija.

Con el desfile de hijos por la casa comienza un sainete que alterna todos los elementos de la dramaturgia, en pautas ya preestablecidas por los muchos años de ensayo de los protagonistas que lo interpretan. Una de las hijas sale a trabajar; el resto sale, cuando sale, a trapichear por el barrio. La casa se satura de relaciones inexistentes, que discurren en formas insólitas de risa, insultos, bromas, broncas y algún roce casual, instalados en la complicidad del desamparo, sin ser cómplices en nada. Todos giran en sus propias órbitas vitales, cada uno en la suya, cama, calle o televisor, a duras penas cuando transitan pueden evitar las colisiones.

La mujer termina en la cocina. Camino del cuarto de baño pasa por la sala, mirando sin prestar atención a los hijos que quedan allí, aburridos y adormilados frente a un programa de emisión local que lanza risas chillonas.

Entra en el cuarto de baño y cierra la puerta echando el cerrojo, se mira al espejo y, con mucho esfuerzo, medio compone una sonrisa. Se desnuda lenta mirando su reflejo y empieza a masturbarse.

8 comentarios:

  1. Realidad de una vida, una familia, de un día cualquiera en una casa cualquiera, y al final, el placer de poder entregarse a satisfacer un deseo, una pasión, en un acto que quizás ansía y le falta.
    Precioso relato a pesar de su crudeza María, te felicito.
    Un abrazo en la noche.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pensaba en una especie de éxodo a través de horas desérticas, hasta poder llegar a la dudosa tierra prometida de unos minutos para sí misma, su soledad y, de ser posible, su placer.
      Es algo crudo, sí.
      Muchas gracias, Rafael.
      Un abrazo.

      Eliminar
  2. Es día normal de una mujer, que suponemos que los tuvo mejores, pero éste quizá sea de los mejores que le quedan por vivir. No se le adivinan buenos tiempos, pero la vida es así. Amarga, con algún relámpago de dulzura suelto, pero éstos, más bien escasos.
    Como siempre, grande María.

    ResponderEliminar
  3. No parecen buenos tiempos para esa mujer. Ya es un acto compasivo -en tu comentario- pensar que los tuvo mejores, aunque lo que sigue anule el impulso a la esperanza: lo cierto es que no hay esperanza cercana en esas travesías por un desierto de horas difíciles...

    Muchas gracias, 81.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Y no sé cómo, pero aún le quedan ganas... Y esto no es un cuento, es lo que está pasando y pasará cada vez más. Muy bien relatado, María, sin eufemismos, tal cual.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. Buieno, yo diría que por fortuna le quedan ganas para dedicarse un rato a sí misma :)

    Muchas gracias, Mafalda.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar

Gracias por dejar tu comentario.