jueves, 11 de octubre de 2012

La extraña visita



Don Luis Aráez llegó puntualmente a las once de la mañana, como había anunciado por carta. Mi abuela, su anfitriona por unos días, salió a recibirlo en forma protocolaria y lo introdujo al salón para presentarlo a la familia: mis padres, yo y tres hermanos que me seguían en orden cronológico, allí reunidos expectantes.

Un mes antes, mi abuela nos había preguntado -retórica pura- si sería problema acoger por tres o cuatro días a un señor muy respetable y erudito, sobrino carnal de una queridísssima amiga suya de la época escolar, con quien compartió dormitorio y aula durante los años de su infancia, internas ambas en un colegio de monjas de Aranjuez. La tal amiga le solicitaba ese favor, recomendándole encarecidamente a Don Luis, su sobrino, que andaba en estudios a mitad de camino entre la Religión y la Antropología y necesitaba vivir en primera línea nuestra Semana Santa, sobre la que llevaba años investigando.

Naturalmente, los adultos consultados, o sea mi padre y mi madre, estuvieron no sólo de acuerdo con alojar a ese señor durante la Semana Santa, sino aparentemente encantados, sobre todo porque la casa era de la abuela. 

Mi padre tenía su bufete, despacho y biblioteca, herencia todo ello de su padre, en unas habitaciones de la planta baja, y el resto de la vivienda era el domicilio familiar, ocupado por la abuela, mis padres, mis hermanos y yo, además de las dos chicas de servicio, que tenían su habitación también en la planta baja.

Llegó el día señalado y, como queda dicho, apareció puntual Don Luis en nuestra puerta. Se acomodó en la habitación que le fue destinada para su corta estancia entre nosotros, y allí sigue todavía, cuarenta y tres años después.

Los primeros veinte años yo mantuve la esperanza, que tenía más de juego que de otra cosa, de que un día Don Luis por fin echaría en falta a sus familiares y volvería con ellos, o que en una de sus visitas a amigos de otra ciudad se quedaría "pillado" con algunas costumbres de la zona y preferiría quedarse a vivir allí una temporada, para investigarlas. Pensaba mucho, conforme empecé a hacerme mayor, en la posibilidad de que se echara novia con casa propia y se casara y siguiera sus estudios eruditos desde su nueva dirección. Ya digo, era una esperanza desvaída y sin fuerza, un entretenimiento para perder el tiempo mientras la vida seguía su ritmo dentro y fuera de mi casa.

La verdad es que Don Luis se incorporó con una agilidad pasmosa a las rutinas familiares. No se le pasaba por alto una celebración, del tipo que fuera, y se ofrecía el primero para acompañar a mi abuela a sus misas y novenas, a funerales y a visitar a amigos y parientes de aspecto más bien siniestro. Mi madre y yo, primeras beneficiarias de esta cualidad de Don Luis, le quedamos por siempre agradecidas, y aprovechábamos ese tiempo regalado para otras cosas: mi madre retomó lo que pudo de su vida social entre parto y parto y yo tuve un tiempo extra para mis amigos.

Don Luis siguió con sus investigaciones y publicó varios libros, a cuya presentación acudimos todos los miembros de la familia que no pudimos ofrecer una excusa válida; se hizo un hueco en varios círculos de estudiosos relacionados con la Universidad y con otras Instituciones; escribía asiduamente en periódicos locales y en algunas revistas. Parecía muy feliz.

Entretanto, nacieron mis otros cinco hermanos, a tres de los cuales apadrinó Don Luis. Murió su tía, él fue al funeral y regresó a los dos días con una franja negra en la chaqueta y varias misas que encomendar por el descanso eterno de su alma. Murió al poco mi abuela y Don Luis renovó con bríos su luto y sus rezos. Mi madre adoptó el lugar de la abuela en la mesa y dio en celebrar todas las efemérides, buenas y malas, pasando Don Luis a ser su acompañante habitual. Mis hermanos se empezaron a ir de casa, algunos casados, otros con trabajo fuera de la ciudad. Mis padres murieron el año pasado, con pocos meses de diferencia y el último de mis hermanos salió de la casa hace un mes. 

Don Luis y yo aún estamos haciendo el proceso de tanta pérdida y tanto silencio.
Él sigue con sus Estudios, así de mayúsculos en su fuero interno. Yo trabajo en la casa porque, siguiendo la tradición familiar, heredé de mi padre, como él del suyo, bufete, prestigio y clientela. 

En cuanto cierre el despacho subiré a preguntarle si le apetece una tortilla francesa para cenar.

4 comentarios:

  1. Una vez más consigues, con tu ironía, sacarme la sonrisa en la noche.
    Excelente trabajo María, muy bien desarrollado y con un final a punto, para "cenar la tortilla francesa".
    Un abrazo y que tengas un lindo jueves.

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    1. Me encanta que sonrías en la noche por alguno de mis textos, Rafael. Me siento halagada y te lo agradezco mucho.
      Un abrazo para ti.

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  2. Una preciosidad de relato. Una historia muy dickensiana, muy del Club Pickwick. Qué personaje tan entrañable dentro de su caradura. No sé como quitar esta sonrisa de mi cara.

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    1. José Mª, no te lo vas a creer (o sí) pero busqué precisamente ilustraciones del Club Pickwick para este texto, porque recordaba con verdadero placer las de mi libro, el que lei hace muuuchos años. Al final no las puse.
      Me alegra esa sonrisa de tu cara y te doy las gracias por ser tan amable.

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