jueves, 2 de agosto de 2012

Miguel


El ciego del pueblo se llamaba Miguel. Decían que nació ciego por culpa del sobresalto que se llevó su madre estando embarazada, cuando se hundió la mina en la que trabajaba su marido, con un ruido que fue rodando por los cabezos sin saber dónde detenerse. Fue para ella un sobresalto, y fue saber que la vida se le tronchaba de repente. 

De pronto la muerte, el entierro oscuro y embarrado y la vuelta a su casa con el dolor y la soledad ya instalados allí, compañeros atentos. Y en los días siguientes fue ver el aumento de grado, que pareciera imposible, en su pobreza de siempre. 

La mujer empezó a lavar ropa por las casas; como no todas contaban con la comodidad de un patio con pila, la mayor parte de las veces cogía toda la ropa sucia en un barreño, se lo ponía sobre la cabeza y se iba al río. La gente la veía pasar con aquella cara de drama, negra y derecha, la barriga como mascarón de proa señalando un norte que tirara de ella, una mano sujetando el barreño y la otra con el cestillo del jabón y el añil para la ropa blanca. A finales de septiembre se dejó de ver durante unos días, mientras paría y se reponía de aquello lo suficiente. Luego volvió a aparecer, con la ropa ajena encima de la cabeza y con el bulto de la barriga ahora situado a la altura del pecho, donde lo sujetaba con un pañolón y la mano del cestillo; la otra mano en su sitio, sujetando el barreño sobre la cabeza.

Supo pronto que su niño estaba ciego. Cuando mamaba apretaba los ojitos legañosos y ella se los acariciaba con un dedo áspero, y se los humedecía con sus lágrimas. La gente supo de la ceguera cuando pasó un tiempo y se empezó a ver al niño andando, torpe y asustado, siempre cogido a las faldas negras de su madre. Por las noches, Miguel aprendía de ella cómo era el mundo que tenían a mano: conoció la forma de los montes dejando conducir su mano por rebordes de piedras, vio con los dedos las estrellas recortadas en cartón y supo lo lejos que estaban las de verdad, aprendió los colores tocando el ocre del barro, el verde de la albahaca, el rojo del geranio, el negro de sus ropas de luto...

En cuando pudo, Miguel empezó a ayudar transportando cántaros de agua de la fuente a las casas. Pasaba por las calles siempre junto a la madre, la mano en su hombro, ambos con andar cansino y la cabeza agachada bajo el peso de sus cargas respectivas, con los pies pegados a los adoquines como si estuvieran cosidos con hilos de lástima. 

Aprendió a tocar la guitarra porque le dieron una, y a ella se aferró para siempre. Con la música, sintió Miguel que al fin la vida le alcanzaba. Cuando soltaba el cántaro y la cogía, su alma empezaba a amanecer. Por las noches la tocaba fundiendo sus manos, como si fueran de cera, con las cuerdas tensas, mientras su madre enhebraba para él paisajes cercanos con palabras visibles. Con el tiempo, lo llamaron muchas veces para tocar en reuniones y fiestas familiares. En esas ocasiones se le veía pasar de otra manera, el cuerpo erguido con la guitarra cruzada a la espalda, la cabeza alta y una mano sobre el hombro de su madre, ella también muy derecha sin barreño ni cestillo.

Algunas vidas parecen carecer de la sustancia del recuerdo, como si en vez de estar entretejidas en la trama recordable del existir, constituyeran a duras penas las hilachas de sus bordes desflecados. Así, Miguel anduvo por la vida con pasos tan blandos y tan sin hacer ruido, que pocas personas notaron su ausencia cuando murió, ni siquiera en la cara o en el porte de la madre, que siguió lavando ropa, enlutada, como siempre. 



A Paca,
cuya dignidad fue siempre igual o mayor que su dolor.
In memoriam.

4 comentarios:

  1. Hermoso relato que es posible responda a una realidad vivida, escuchada, oída, porque ¿quién de nosotros no ha visto cerca algo parecido, con toda la tragedia y a la vez con toda la humanidad que situaciones así requieren?
    Precioso "In memoriam" María, seguro que a Paca, desde esa "nube de cristal" de la inmortalidad, le llegará y le sacará una sonrisa.
    Un abrazo en la noche.

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  2. Ojalá fuera así, Rafael, ojalá Paca tuviera siempre una gran sonrisa que iluminara las nubes de cristal...
    Era tan generosa que me enseñó a buscar cuentos en los bolsillos de las ropas que lavaba.
    (era tan pobre que no podía ser tacaña)
    Seguramente todos conocemos a alguna Paca.
    Un abrazo, compañero noctámbulo.

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  3. Querida amiga:
    Leyendo tu relato parecía que hablabas de mi abuela Virtudes, que lavaba las sábanas del desaparecido Cuartel de Caballería de Murcia, en los terrenos que ahora ocupa el Hospital Reina Sofía. Para hacerlo recibía una asignación de jabón. En una ocasión un señor bien trajeado pasó por su casa, en la que ella, en la puerta, tendía decenas de sábanas. El buen señor dijo ser un médico recién llegado de Madrid y que andaba buscando donde poder comprar unas pastillas de jabón para que su esposa lavará la ropa de su hijo recién nacido.
    Ella le respondió: Señor, el jabón que yo uso no es mío, es del ejército, así que no puedo vendérselo, pero si su señora tiene que lavar la ropa de su hijo tome usted este trozo de jabón y yo me apañaré con el resto hasta que me vuelvan a dar.
    El señor resulto ser un militar que vino a ver si mi abuela trapicheaba con el jabón y lo que se llevó fue toda un lección de dignidad. Ojalá nos quedará gente como la de aquella época. Qué falta tenemos de buena gente.
    Un abrazo fuerte
    José Fernández

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  4. Me ha emocionado leer esa historia de tu abuela Virtudes, José: una mujer digna, sensata y generosa. Como "mi" Paca y tantas otras personas que hacen que el mundo sea un poco mejor, más amable, más creible. Buena gente, sí.
    Muchas gracias por contarla, me ha encantado conocer la anécdota y conocer a tu abuela.
    Un fuerte abrazo.

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