domingo, 1 de julio de 2012

Viaje a las estaciones


Tratando de poner orden en mi escritorio (un imposible más en mi vida) encuentro algunas fotos del año pasado, fotos que no recordaba de un viaje que olvidé, quizá por inquietante. 
La inquietud procede, en gran medida, de mi propia disparatada decisión de hacerlo con un casi desconocido que hablaba mi lenguaje favorito, que manejaba coordenadas inexistentes, que gustaba de viajes improvisados y que, además de todo eso, sabía cantar estrofas de algunos palos del flamenco con bastante gracia (lo cierto es que estaba tocado por el ángel).

La segunda vez que hablamos me propuso irme con él a un viaje cercano, y acepté. Como en la canción de Sabina, "la cuarta se vino a dormir" y al día siguiente por la mañana salimos hacia el Algarve.
La idea era seguir la ruta del ferrocarril de la Ría de Tavira, parar en las viejas estaciones, dormir donde nos pillara el sueño (aunque el Sueño nos acompañó todo el viaje)... 

Era un deseo fugaz de nomadismo hedonista en tres días.
Quien conozca el Algarve sabe de sus costas cambiantes y de su luz, de las aguas remansadas en la ría que de pronto, un tramo más allá, golpean con pasión atlántica los acantilados.
Subimos a un tren decadente que iba costeando muy despacio desde Vilareal a Faro, un tren sucio por fuera pero que te acoge en su interior con elegancia antigua. Observar a paso de tren cansado todo lo que se pueda, todo lo que se alcance, del parque natural de la Ría Formosa, es algo que recomiendo sin "pero" alguno.
Luego hicimos el mismo trayecto en coche, para poder parar en las estaciones abandonadas por donde el tren pasa de largo, aunque a paso de persona. Yo hasta creo que pasaba con tanto cuidado para no lastimar las enredaderas que se apretujaban a los lados de la vía.
Hay que ver estas estaciones antes de que el salitre, la desidia y la vegetación que crece sin control las devoren del todo. Son casas blancas con adornos de azulejos; en algunos casos con detalles modernistas, con jardines de palmeras y cipreses, con verjas de hierro forjado, con chimeneas de ladrillo de esas tan bonitas que abundan en la región, con puertas y ventanas en colores azules, verdes, amarillos... 


Con todo eso y en tan poco tiempo, me queda ahora, al ver las fotos (tan malas, hechas con el teléfono) una sensación irreal, como de algo que me hayan contado. La irrealidad toma fuerza, sobre todo, recordando Cacela Velha. Es un pueblo de postal en blanco rabioso y colores vivos, con calles empedradas, con una fortaleza desde la que se ve toda la ría y sus islas alargadas, y con un cementerio muy curioso situado en lo alto de una calle y con la verja de entrada siempre abierta. En Cacela Velha, sus cuatro o cinco calles están dedicadas a los poetas portugueses: se llaman Sophia de Mello Breyner Andresen, Eugenio de Andrade, etc..., muchas de sus casas tienen versos escritos entre los colores de sus cenefas, las estrellas de navidad que colgaban en la plaza -olvidadas o anticipadas- tenían en medio un barquito dibujado, un barco como los que se usan allí para pescar en aguas bajas...
En un azulejo en la pared lateral de una casa estaban estos versos de Sophía de Mello:


"As praças fortes foram conquistadas
Por seu poder e foram sitiadas
As cidades do mar pela riqueza
Porém Cacela
Foi desejada só pela beleza"

Es un lugar para ir a conocerlo y para volver de vez en cuando.
Como las estaciones medio olvidadas, que olían a heliotropo.




 


2 comentarios:

  1. Bonito relato María que vas desgranando letra a letra y nos haces querer visitar esos lugares tan encantadores.
    Un abrazo en la tarde.

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  2. Es cierto que vale la pena visitarlos...como tantos otros, sin duda.
    Un abrazo, Rafael.

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