lunes, 16 de julio de 2012

La caja de chocolatinas


Después de un viaje de nueve horas por carreteras de baches interminables y con el perro cada vez más nervioso, José Guevara llegó por fin a su destino: la casa heredada de su abuela paterna, muerta hacía dos meses escasos. Nunca pensó que fuera a acordarse de él la buena señora, dado que nunca lo hizo en vida, ni para bueno ni para malo. Cuando lo llamaron para la lectura del testamento se enteró al mismo tiempo de que su abuela había muerto y de que le legaba a él su casa, según le notificó el notario. 
Recordó entonces la única vez que estuvo allí con sus padres, siendo pequeño, y lo tenebroso que le pareció todo aquello, desde la penumbra permanente de la casa hasta el carácter amargo de la abuela, una mujer áspera y esquiva que olía a alcanfor, como sus armarios. Aquella visita adquirió en sus sueños categoría de pesadilla por un tiempo. Nunca volvieron allí ni él ni sus padres.

Ahora aprovechaba unos días de las vacaciones de invierno para ir a ver la casa, y para ponerla a la venta a través de una agencia inmobiliaria. Cuando la tuvo a la vista desde la carretera, pensó seriamente en darse la vuelta y quedarse en el pueblo más cercano, pero el cansancio propio y los ladridos lastimeros de Riuk lo decidieron a entrar en la finca.
Por fortuna las llaves abrían bien las puertas correspondientes y la casa estaba limpia y ordenada; tenía leña en la chimenea y algo de comida en la cocina. Lo consideró una bienvenida desde ultratumba de parte de su abuela, a través de los servicios de la asistenta. Decidió entonces quedarse esos días allí, conocer la zona y descansar un poco.

Durmió como un lirón toda la noche y se levantó sólo porque Riuk necesitaba salir. Bajó a abrirle la puerta, luego se puso a descorrer cortinas y abrir postigos y se dio cuenta de que, con luz, la casa parecía bastante habitable y acogedora. Fue a la cocina a poner café y sacar galletas de una caja que encontró en la alacena. De pronto pensó que era extraño que Riuk no estuviera allí merodeando alrededor de las galletas y salió al jardín. El perro arañaba afanoso la tierra de debajo de un sauce medio seco y estaba tan excitado que no respondía ni a sus llamadas ni al trozo de galleta que le lanzó. Fue a ver. El animal había dado con algo duro y seguía empeñado en sacarlo, así que José apartó la tierra y dejó a la vista la tapadera de una caja. La cogió y entró en la casa seguido de Riuk. En la mesa de la cocina limpió la tierra: era una caja rectangular de hojalata, decorada con dibujos de niños antiguos, gordos y risueños comiendo chocolate.
Dentro había papeles, fotos, postales, un chupete con la arandela azul...

Conforme leía, se iba adentrando en el oscuro mundo de la abuela y de gente desconocida relacionada con ella, en un laberinto de infortunios, en un nudo trágico de historias entrecruzadas.
Entre las fotos destacaba una de un chico con uniforme militar, muy serio, dedicada "Con amor, a mi adorada Eloísa" en una esquina, y por detrás le pedía que lo esperara. Había varias cartas de ese mismo muchacho que explicaban su situación en "...esta guerra ajena, en este país lejano y helado...", cartas que, según pasaban las fechas de encabezamiento, se volvían más y más desoladoras; unas postales de Leningrado bajo la nieve, con los reversos hundidos por el peso de palabras desesperanzadoras; una nota oficial en la que se comunicaba la muerte en combate del soldado A. G. P.
Y ese chupete azul, ese chupete...

Uno a uno, José fue echando a la chimenea todos esos testimonios de una desgracia antigua ya para él sin interés alguno. Pensaba en lo casual que es todo: que decidiera quedarse allí en el último momento en vez de irse al hotel, que Riuk encontrara un olor atractivo que le hiciera escarbar en esa zona del jardín y no en otra, que a lo mejor era verdad que la casualidad es una especie de cicatriz del destino, como leyó una vez en algún sitio, aunque a él eso le daba igual, el conocimiento de ese destino le llegaba tarde. Lo último que echó a la lumbre fue el chupete azul, que se retorció un rato hasta quedar como un pequeño muñón negro sobre las brasas.
Luego apagó el fuego, dejó la lata de chocolatinas vacía en la cocina, cogió su maleta y salió con Riuk a buscar un agente inmobiliario a quien dejar las llaves y el encargo de vender la casa.

3 comentarios:

  1. Bonita historia, aunque con ese final triste y un tanto nostálgico. Tienes gran facilidad narrativa y lo haces muy bien. Te felicito.
    Un abrazo en la noche María.

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  2. Gracias, Rafael. Esto de inventar "cuentos" es una manera de amplíar territorios del alma (o campos de batalla :)
    ¡Menudos noctámbulos estamos hechos!
    Otro abrazo para ti.

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  3. Inventar cuentos y escribir poemas... Coincido en que es ampliar territorios del alma, (no me gusta lo de campos de batalla, aunque suelen aparecer también), y sí, estamos hechos un par de noctámbulos.
    Un abrazo.

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