sábado, 23 de junio de 2012

Aves de paso


Yo era una mujer feliz. O quizá no... Pero como no lo pensaba, eso no tenía importancia. No pensaba la vida en términos de felicidad, la verdad. De hecho, no la pensaba en absoluto. Sólo la vivía como podía, andaba por los días tal y como iban viniendo: a trompicones, salvando baches, escaqueando trampas, disfrutando las calmas, aguantando los vendavales... Como cualquiera.

Mi vida era corriente, yo era corriente y eran muy corrientes mi marido, mis hijos, mi piso, mi barrio, mi trabajo.

Tengo 39 años y trabajo de limpiadora en un hospital grande, como personal fijo de una subcontrata de mantenimiento. Mi marido, Ramón, es fontanero y trabaja cuando lo llaman; es una buena persona, nos conocemos desde siempre, nunca me ha sorprendido ni me ha dado grandes quebrantos. Mis hijos están estudiando, si es estudiar lo que hacen, y esos sí que dan problemas de todo tipo. La hipoteca del piso la terminaremos de pagar en unos pocos años más.

Así era mi vida, una llanura aburrida con algunos obstáculos corrientes por donde llegar a no sabía dónde, ni me importaba. Con llegar a fin de mes, no pelear con mi gente a navajazos y descansar lo mínimo necesario para estar con mediana decencia en el trabajo ya tenía bastante.

Entonces llegó a mi servicio el argentino. Un médico argentino que venía para unos meses, como parte de su formación, como pasaban tantos por allí al cabo del tiempo. Pero éste me miró y encontró a una mujer bonita debajo de mi feísimo uniforme, consistente en una bata gris informe con un anagrama de la empresa sobre el bolsillo del pecho izquierdo. Nos cruzamos varias veces, yo colgada literalmente de mi escoba -que las piernas no me sostenían ante el empuje de su mirada- y él con el fonendo basculando alrededor del cuello, antes de que me hablara, a mí, directamente a mí:
- Sos preciosa, señora, lo sabés ¿verdad?
- ¿Yo...? Pues... Gracias...
Y seguí limpiando el pasillo, que se me hizo corto, corto; y veía en cada losa la mirada que supo traspasar mi bata desabrida, y escuchaba la voz argentina sobre los ruidos de la planta, diciendo esa tontería que me hacía tan feliz...

Cada día se me acercaba un poco más, me decía algo más; yo empecé a perder tartamudez y a ganar amplitud de sonrisa. Me compré un broche de esmaltes de colores para colocarlo encima del anagrama del pecho, algunos días cogía una flor de camino al trabajo y me la prendía en el pelo. La gente de la planta me decía que estaba guapa, por primera vez en mi vida. Cuando el argentino se dirigía a mí yo me dejaba caer en la mopa y hablábamos sin parar de sonreírnos, de qué temas no lo recuerdo, pero esas miradas, esas sonrisas, esos pulsos desatados...

Un día me dijo si quería ir a comer a su casa y dije que sí.

Jamás hasta ese día supe cómo era el amor locura, el amor, en definitiva. Se me olvidaron mi casa, la hipoteca, comer y dormir, Ramón y mis hijos. Yo sólo pensaba qué ponerme debajo de la bata y en el pelo, qué decir en casa si me preguntaban algo. La verdad es que Ramón, como estaba la Champions, nunca me echaba en falta en el sofá, y yo dejaba siempre comida preparada para todos, eso sí. Cuando uno de mis hijos hizo notar que me veían poco, les dije que estaba haciendo un curso de flecos para mantones que me interesaba una barbaridad, allí cerca, en el Centro Cívico.

Todos los días quedábamos el argentino y yo, a cualquier hora, dependiendo de los turnos, y era como si al fin entendiera yo lo que era vivir. Él me decía que nunca se quedaba en los sitios, que siempre estaba de paso, que le gustaba viajar: estudios, congresos, placeres... Un culo inquieto era, me decía.

El día que se fue lo acompañé al aeropuerto para verlo elevarse y desaparecer volando en el cielo. Yo sabía que me moriría de pena durante un tiempo, pero me gustaba más eso que morirme de aburrimiento; sabía que si me mordía el corazón la nostalgia, era más bonito ese dolor que dejar que me comieran las moscas en el sofá triste frente al televisor.

Volví a la fosilización de mi rutina, pero yo ya no era un fósil: seguiría poniéndome el broche de colores sobre la bata, diademas bonitas en el pelo, alguna flor...
Me habían crecido alas y había aprendido a volar un poco.




4 comentarios:

  1. Bonito relato, que unido a los anteriores leídos, me hace ser un asiduo de lo que vas publicando. Gracias y felicidades por ellos y este en especial por tener esa "pizca de chispa" para ver y sentir que la vida existe más allá de la rutina diaria.
    Un abrazo en la tarde.

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  2. Muchas gracias, Rafael...Como ves, mi "línea editorial" es bastante dispersa :)
    La vida es siempre mucho más que la rutina que atrapa, y por fortuna tenemos la imaginación para volar.
    Un abrazo.

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  3. Lo espontáneo, lo inhabitual, lo que no esperamos, la sorpresa, es la sal de la vida, es lo que nos hace gigantes en un mundo de enanos, pero luego llega la costumbre.¡Ah la costumbre! y nos doma, nos amolda, y nos hace enanos en un mundo de enanos. Feliz el que en su vida tropieza con un "médico argentino". Su recuerdo puede salvar una vida del tedio.

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  4. Feliz quien tropieza con algo así, con algo capaz de alterar la deriva "esperable" de la travesía... Y si no, habrá que inventarlo :)
    Haces una reflexión muy completa con la que estoy absolutamente de acuerdo, 81. Gracias por dejarla.
    Feliz día.
    María (incapaz de acceder a mi propio perfil para contestar, ya ves...)

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