jueves, 19 de abril de 2012

Dolor de cabeza



Catalina aparece en mi casa a primera hora. Me pilla en pijama y con cara de mala noche, se sienta y me dice que el viento la va a volver loca, que si tengo algo para la cabeza. Le alargo un sombrero de paja que está en la percha de detrás de la puerta, pero no le hace gracia la broma y me mira con reproche por mi incomprensión. Me disculpo avergonzada y voy al dormitorio a buscar algún analgésico. Paso por la cocina a apagar la vitro. 

Salgo con la caja de pastillas en una mano y la cafetera ardiendo en la otra. El olor del café me alivia y espero que a ella también. Saco tazas, leche y azúcar -el azucarero lleno; a Catalina le gusta todo muy dulce, se pone azúcar en el café hasta alcanzar el punto de repugnancia- 
Mientras le va echando cucharadas y removiendo me lo cuenta de nuevo. Dice que si le gusta tan dulce es por no haber tenido azúcar durante los años de postguerra, que se endulzaban el café -cuando tenían suerte- con unos caramelos de menta llamados pistolines. Claro que el café era también un sucedáneo: achicoria, o malta, o zurrapas de otros cafés... Siempre que viene a tomar café o manzanilla me cuenta la misma historia de esa antigua carencia como si fuera nueva, yo la escucho con casi la misma atención siempre. Me enternece su glotonería atrasada. 
Luego me cuenta algo sobre una contrariedad doméstica de su hermana (¿o era de su hija?); opina que debería blanquear mi fachada antes de que se nos meta de lleno el verano; se queja de lo tarde que le han dado la cita para el especialista de la rodilla; me explica lo que piensa hacer de comer hoy, con todo detalle...

Y en eso suena el bocinazo de la furgoneta del pan y sale corriendo a coger su barra, diciendo al levantarse que hay que ver lo tarde que se le ha hecho por mi culpa. 

Veo que los analgésicos están en el mismo sitio, intactos en sus cubiertas de papel metalizado. Salgo con el blíster en la mano para dárselo: Catalina se ríe a carcajadas con alguna broma del panadero y sé que ya no le duele nada. Entro, me sirvo otro café, amargo y casi frío, y me tomo dos de esos comprimidos que mi vecina ya no necesita. 

Es verdad que el Poniente en esta tierra nos trastorna mucho las cabezas.

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