miércoles, 22 de febrero de 2012

Estatua en la escalera


Mi inmovilidad de estatua no me permite hacer más que lo que hago: mirar la casa y la gente que vive en ella desde mi puesto en el descansillo de la escalera.

Ya sé que otras de mi estilo están mucho mejor situadas; que algunas han ido a parar a palacetes de ciudades importantes, a salones de casinos y balnearios, a presidir escalinatas de ayuntamientos e incluso al pasillo de algún museo: estas sí que están entretenidas, con el ir y venir de gente diferente cada día. Siempre he envidiado con todas las fuerzas de mi ser de piedra a la Victoria de Samotracia, encumbrada en la escalera central del Louvre, airosa en su postura alada, con los pliegues de su túnica al viento, con ese permanente movimiento quieto... Y siempre rodeada de personas interesadas en su talla y admiradas ante su hermosura de siglos; personas que, además, son interesantes de observar a su vez: diversas procedencias, lenguas extrañas, ropajes que cambian constantemente según las modas, conversaciones, risas, emociones...¡ Ay! Ojalá estuviera yo allí, aunque, como a ella, me faltaran la cabeza y los brazos. Total, para lo que me sirven...

Sin embargo, me tengo que conformar -no tengo más remedio- con mirar lo que pasa por esta discreta escalera de casa de familia de medio pelo, en una ciudad ahora decadente donde las haya. Cuando me trajeron, tanto la familia como la ciudad eran otra cosa, eso se veía a las claras. Había movimiento en la casa y yo me divertía mirando el continuo subir y bajar de gente que pasaba rozándome, en un ir arriba y abajo todo el día: ahora sale un hijo, ahora entra otro, ahora se muere aquel señor, después nace un niño; lo mismo llegaba una criada a limpiarme que la señora pasaba por mi lado y me tocaba la cara, o el abuelo al pasar me daba en el culo con el sombrero… lo normal, vaya.

Además, aparte de los miembros de la familia, había personas siempre renovándose: visitantes más o menos formales, amigos ruidosos de los niños que me pringaban el cuerpo con restos de miel de la merienda, reuniones, fiestas... ¡Ah, las fiestas! Cómo echo de menos aquellas fiestas en el salón de arriba, cuando mi escalera era un no parar de gente pasándome por delante desde bien temprano, con los preparativos, hasta que se terminaba la música a altas horas de la noche y empezaban a apagarse en toda la casa, poco a poco, las luces y los sonidos, y nos embargaba entonces una paz cansada y dichosa.

Ya digo, en estos años las cosas han cambiado mucho.

Me sentó fatal cuando me sustituyeron la antorcha que portaba en mi mano izquierda -y que encendían en las ocasiones de gran solemnidad- por una vulgar imitación, con bombilla en donde debería ir el fuego y con un cable que pasaba disimulado por detrás de mi cuerpo y se conectaba a un enchufe en la pared, a la altura de mis tobillos. Luego, por una mala idea de la señora del momento, que lo vio en una revista, me colocaron en la otra mano una bandejita horrible donde se podían depositar las tarjetas de los visitantes -un gusto espantoso el de aquella mujer, que nadie, ni entonces ni luego, remedió-

En tantos años que llevo aquí han cambiado muchas cosas, desde luego, y aunque yo sólo veo lo que me pasa por delante, me doy cuenta de todo porque todo se habla por las escaleras y yo, para eso, ocupo un sitio estupendo. Todo lo miro con el desapasionamiento y la paciencia de las piedras. Pero hay cosas que claman al cielo, como esto de ahora, lo peor que me podía pasar: creo que me han vendido, o regalado, o casi me van a tirar, en definitiva, porque no les gusto a los dueños de ahora, que me ven fea e inútil. Dijeron que era vulgar. Si pudiera hablar les diría que me quitaran de encima esta antorcha eléctrica y la bandeja, que me dan un aire de lo más mediocre, entre lo funcional y lo meramente feo sin paliativos, y que me devolvieran mi cometido original: decorar la escalera, sin pretensiones pero con dignidad.

Pero ni puedo expresarme ni esta gente querrá oír mis razones. Mañana viene un camión de mudanzas a recoger los “trastos”; eso le he oído decir a un muchacho que, al pasar, me dió un puntapié en la rodilla por puro gusto, sin tener en cuenta que mi mármol es de la mejor cantera de Macael.

Los que me compraron para adornar el rellano nunca pensarían en mi cruel destino de trasto enviado a no se sabe dónde. Pero bueno, a mí tampoco me gusta ya esta casa, lo mismo me llevan a algún museo comarcal, o me ponen en un jardín con una fuente cerca...




Mañana, mañana lo sabré.

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