miércoles, 18 de enero de 2012

Lectura infantil


Tiene cinco años y está empezando a leer. Le maravilla descifrar los códigos que aparecen ante él impresos en caracteres grandes y que hace nada eran misterios insondables. Coge el libro de los dinosaurios y selecciona con un índice pequeño y seguro la palabra o la frase que quiere leer, la sigue un momento con el dedo y con la mirada, empieza a unir las letras de dos en dos, haciendo a veces una sílaba coherente y otras un sonido algo extraño; si se da cuenta de que eso no le dice nada, vuelve a empezar la lectura.

Es todo concentración y empeño, lee en voz alta y si tiene alguna dificultad alza más la voz, como si eso le ayudara a entender el mensaje cifrado. A veces se entristece ante alguna palabra a la que no consigue llegar, a veces se enfada con las letras, o consigo mismo... Pero cuando lee algo bien, me mira con ojos como platos que desbordan alegría y placer. Se mueve por los renglones entre el asombro y la felicidad absoluta: es difícil ver una expresión tan auténtica de felicidad, una mirada tan brillante ante los logros y al mismo tiempo tan asombrada por la maravilla de comunicarse con el libro.

Ayer, una persona que llegó a casa le preguntó: "¿qué haces?" y él contestó, serio y sin levantar la mirada de su lectura: "estoy hablando con el libro". Me pareció una frase rotunda para definir su relación con la lectura, pero también para definir la que establezco yo... 
Seguramente él hablaba de otra cosa, pero me la quedo -su respuesta- para saber qué es lo que hago cuando leo: hablo con el libro.

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