domingo, 1 de enero de 2012

Bienvenido, año.



Empieza un año, de nuevo.

En la parada del autobús todos tenemos frío; saltamos de manera alternativa e imperceptible sobre un pie y sobre el otro, nos soplamos las manos enguantadas, las metemos en los bolsillos, observamos las columnas de vapor fino que expelen nuestras bocas, miramos hacia el fondo de la calle esperando que aparezca el coche de línea, comentamos lo mucho que tarda siempre que se necesita...
Un gato pasa descuidado ante nosotros. Un hombre que huele a naranjas pasea un perro y saluda con un gesto de la mano. El olor de las naranjas me lleva a una acequia en medio de un huerto caluroso e incendiado de luz blanca, a unos niños (mis primos, mis hermanos) sentados al filo del agua, con los pies en remojo y la risa fácil, tirando cáscaras a la corriente a ver quién envía el mejor barco hasta el azud vecino; nos chorrea el zumo por caras y manos y antes de regresar a la casa nos metemos en un hoyo del cauce a bañarnos, y de paso enderezamos el rumbo de nuestras naves varadas en las orillas embarradas, para que sigan su viaje acequia abajo, hasta huertos desconocidos...
Llega el autobús cuando nos secamos al sol bajo el sauce del camino, y paso la tarjeta del bonobús sonriendo y llorando: sólo es una lágrima despistada que ni noté, pero el conductor me dice con ojos bondadosos: "Tenga un buen año, señora" y nos damos la mano en un apretón sincero.

De nuevo, empieza un año más.
Le doy la bienvenida.

(Escucho en la radio el sempiterno concierto de Viena)

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