viernes, 19 de abril de 2013

Paso a paso


Sobre la cama, la mochila abierta. Nunca estoy segura de haber metido todo lo que necesito, que es muy, muy poco. Este año he aumentado el bagaje añadiendo una linterna y una navajita, ambos objetos pequeñísimos, como de juguete. También he añadido un cortavientos nuevo para afrontar la primavera inestable.

¿Qué lleva a tanta gente a ese viaje?
¿Qué me lleva a mí?...

...Andar sin máscara, prescindir del rol social, olvidar la procedencia, dejar al destino esperando en mi casa hasta que regrese.
No tener más certeza que mis piernas, la ruta de cada día, una meta cercana.
Seguir unas flechas que cruzan páramos, montes, pueblos, bosques, ríos.
Diluírme en los días, confundirme en el mirlo, el roble, el desconocido de sonrisa inmediata...

Es un camino lleno de vida; quizá siguen en él todos cuantos pasaron antes de ahora y el preludio de quienes pasarán después.
No termina en Santiago, ni en Fisterra o Muxia... No termina, siempre está empezando.

Salgo esta noche en autobús, llego por la mañana a Ponferrada y retomo mi camino, siguiendo el que hace el sol cada día...

¿Hasta cuándo, hasta dónde...? Eso no importa.

Poco a poco, paso a paso...

domingo, 14 de abril de 2013

Como restos de un naufragio


Estás aporreando la puerta. Tus golpes retumban en mi cabeza como toques
de tambor: rítmicos, duros, incansables, automáticos, enloquecedores...
No voy a abrir, ya sabes que no te abriré más esa puerta. Te veo por la mirilla,
la cabeza apoyada en la madera, los dos puños pegando contra ella
despacio y acompasados. Cada vez más despacio. Ya estás cansado, pero
sigues, y sigues, y seguirás así hasta caer al suelo.
La voz chillona de una vecina se dirige a mí sobre los tendederos del patio:
"abrele la puerta a tu hijo, por Dios, que nos va a volver locos", y luego a
ti: "cállate, hijoputa, y a ver si te mueres ya". Tú y yo seguimos a lo
nuestro, en nuestra resistencia callada y ajena a todo lo demás, pendientes
sólo de cumplir bien nuestra parte en el drama que llevamos años
desarrollando.
Apenas puedo recordar cómo se inició, sólo sé que de pronto un temporal
había arrasado mi casa y yo me encontré, rota y aturdida, en medio del
derrumbe. Nunca comprendí cómo pudo llegar hasta nosotros aquel mal
viento, sin ni siquiera haber notado antes un poco de movimiento en el aire
que nos envolvía. Pero hace ya mucho tiempo que dejé de querer entender: pido
al entendimiento que se aleje de mí; sospecho las peores intenciones en
cualquiera de mis pensamientos.
Te veo resbalar despacito pegado a la puerta, sin separar de ella la frente y
los puños. Caes al suelo y ahí te quedas aovillado, y sigues golpeando sin
fuerzas las losetas partidas. Me sigues golpeando a mí. Pararás un rato
cuando te quedes dormido en medio de tu estupor permanente, y entonces
yo me retiraré de la puerta y me sentaré delante de la ventana para verte
salir a la calle cuando despiertes.
De la casa de enfrente veo salir y entrar a mujeres con las bolsas de la
compra, siempre dan varios viajes, compran en distintos momentos cada
cosa: ahora el pan, luego la carne… es una forma de salir de la casa.
Conozco a algunas de ellas. Todas caminan mirando al suelo, a veces
saludan. Al lado del portal está el viejo de siempre, sentado en la banqueta
donde lo pone su hija un rato cada día a tomar el sol de la mañana, con su
sombrero puesto y una muleta cerca, apoyada en la pared. Un poco más
arriba, la frutería, con las cajas en la puerta ocupando la acera. Se ven pocos
niños por la calle, es hora de colegio; sólo están los muy pequeños o los ya
dejados por imposible.
Ahora sales tú, hijo, como una sombra balbuceante tirando de un cuerpo de
fantasma, con los faldones de la camisa colgando, el jersey roído, los
pantalones escurriéndose caderas abajo, andando sin norte entre el oleaje de
tu ropa. Te acercas a la frutería y Pura te da algo rápido para alejarte de allí
lo antes posible; al dártelo mira con disimulo a mi ventana. Sigues calle
arriba, te alejas, desapareces de mi vista. Durante un rato estarás fuera de la
órbita de mi ventana, pero sé que vas hacia las tapias del cementerio -qué
fina ironía- en busca de otra dosis que te proporcione la supervivencia de
hoy. ¿Qué harás por conseguirla? ¿Qué no harás?
¿Cuánto hace que no salgo a la calle? Atrapada entre el miedo de tu vuelta
y el miedo de que no vuelvas, espero aquí siempre. No sé ya vivir sin ese
ritual de golpeteo que cumplimos varias veces al día, ambos igualmente
cansados, igualmente inamovibles en nuestro lado de la puerta. Me
mantiene enganchada a la vida esa salmodia a ritmo de locura. Ya queda
poco.
Hoy empieza a hacer frío. Sacaré una manta a la puerta. Pronto volverás a
subir.

martes, 9 de abril de 2013

La mecedora


¿Qué tiene de mágico encontrar a dios por las tardes bajo la acacia grande del jardín? Seguramente nada, porque yo lo encontraba a diario, y dios era una mujer vieja vestida de luto riguroso que se mecía en su butaca. Todas las noches de aquellos larguísimos veranos infantiles, cuando la única distracción era sentarse en el porche a ver ascender la luna desde la línea del horizonte hasta que se hacía inmensa frente a nuestra puerta, esa mujer nos contaba, desde su mecedora, las verdades y los secretos del orden del mundo.
De toda esa visión cosmológica básica e imprescindible aprendí unas cuantas cosas:

Que la mar tenía un pacto con Dios, según el cual ella no se saldría del lugar que le había sido asignado en la creación -cosa que procuraba insistente y machaconamente- si le era suministrado un hombre a diario con el que paliar su insaciable necesidad de seres humanos. Ésta era una situación inapelable y a nosotros sólo nos cabía esperar no ser la pieza elegida.

Que la luna, con sus ciclos, ponía orden en determinados aspectos de la vida y alumbraba la tierra cuando le tocaba. Y que era el lugar de castigo de un leñador que se atrevió a mirarla de manera obstinada e insolente una noche que andaba por el bosque en sus faenas. Parece que, ofendida por la insistencia de esa mirada, decidió castigarlo con una hartura contemplativa: lo transportó hasta ella y allí seguía, dando vueltas y vueltas sin parar con su haz de leña al hombro.

Que las estrellas contaban con una gran complejidad en sus funciones, y eran tantas que el orden clasificatorio resultaba en extremo difícil, pero que, en definitiva, todas tenían en común ser el principal adorno celestial. Las imaginábamos como pasadores luminosos de una larga cabellera negroazulada. De ellas debíamos aprender lo esencial: que cuando las viéramos caer teníamos que formular inmediatamente un deseo, que nos sería concedido.

Todo eso nos contaba la mujer de luto.

Sabiendo estas cosas, me sentía poseedora de un interesante bagaje con el que moverme por el mundo. También sentía la responsabilidad que añade el conocimiento. Cuando, en los días de luna llena, veía al leñador que daba vueltas sin parar dentro de aquella moneda de cara sonriente, yo sabía que tenía la clave para liberarlo de su condena, pero siempre que veía caer una estrella, me salía instintivamente la misma súplica egoísta: que no sea yo la persona elegida mañana por el mar.

Un año, a punto ya de acabar las vacaciones, movida por la urgencia del poco tiempo e investida, creía, de un enorme poder, decidí salvar al leñador de su destierro. Me levanté de noche cuando todos dormían y salí a la puerta. Hasta los escalones llegaba un camino de luz blanca que conducía, derecho sobre el mar, hasta la cara iluminada de la luna. Eché a andar por él.
Me contaron que pasé varios días enferma, enfebrecida y delirante, hablando del pasadizo que conducía al lado oscuro, de leña esparcida por las estrellas y de un anciano que corría sobre las olas buscando un bosque.

Otra noche, muchos años después, quise volver a antiguas sensaciones mágicas y me adentré de nuevo por el camino de la luna. Todavía no me ha perdonado mi madre que al día siguiente me presentara a mi propia boda con ojeras, el pelo chorreando, olor a salitre y la sonrisa idiota.

(Para mi abuela, cuya acacia favorita murió con el último vendaval)