Estás aporreando la puerta. Tus golpes retumban en mi cabeza como toques
de tambor: rítmicos, duros, incansables, automáticos, enloquecedores...
No voy a abrir, ya sabes que no te abriré más esa puerta. Te veo por la mirilla,
la cabeza apoyada en la madera, los dos puños pegando contra ella
despacio y acompasados. Cada vez más despacio. Ya estás cansado, pero
sigues, y sigues, y seguirás así hasta caer al suelo.
La voz chillona de una vecina se dirige a mí sobre los tendederos del patio:
"abrele la puerta a tu hijo, por Dios, que nos va a volver locos", y luego a
ti: "cállate, hijoputa, y a ver si te mueres ya". Tú y yo seguimos a lo
nuestro, en nuestra resistencia callada y ajena a todo lo demás, pendientes
sólo de cumplir bien nuestra parte en el drama que llevamos años
desarrollando.
Apenas puedo recordar cómo se inició, sólo sé que de pronto un temporal
había arrasado mi casa y yo me encontré, rota y aturdida, en medio del
derrumbe. Nunca comprendí cómo pudo llegar hasta nosotros aquel mal
viento, sin ni siquiera haber notado antes un poco de movimiento en el aire
que nos envolvía. Pero hace ya mucho tiempo que dejé de querer entender: pido
al entendimiento que se aleje de mí; sospecho las peores intenciones en
cualquiera de mis pensamientos.
Te veo resbalar despacito pegado a la puerta, sin separar de ella la frente y
los puños. Caes al suelo y ahí te quedas aovillado, y sigues golpeando sin
fuerzas las losetas partidas. Me sigues golpeando a mí. Pararás un rato
cuando te quedes dormido en medio de tu estupor permanente, y entonces
yo me retiraré de la puerta y me sentaré delante de la ventana para verte
salir a la calle cuando despiertes.
De la casa de enfrente veo salir y entrar a mujeres con las bolsas de la
compra, siempre dan varios viajes, compran en distintos momentos cada
cosa: ahora el pan, luego la carne… es una forma de salir de la casa.
Conozco a algunas de ellas. Todas caminan mirando al suelo, a veces
saludan. Al lado del portal está el viejo de siempre, sentado en la banqueta
donde lo pone su hija un rato cada día a tomar el sol de la mañana, con su
sombrero puesto y una muleta cerca, apoyada en la pared. Un poco más
arriba, la frutería, con las cajas en la puerta ocupando la acera. Se ven pocos
niños por la calle, es hora de colegio; sólo están los muy pequeños o los ya
dejados por imposible.
Ahora sales tú, hijo, como una sombra balbuceante tirando de un cuerpo de
fantasma, con los faldones de la camisa colgando, el jersey roído, los
pantalones escurriéndose caderas abajo, andando sin norte entre el oleaje de
tu ropa. Te acercas a la frutería y Pura te da algo rápido para alejarte de allí
lo antes posible; al dártelo mira con disimulo a mi ventana. Sigues calle
arriba, te alejas, desapareces de mi vista. Durante un rato estarás fuera de la
órbita de mi ventana, pero sé que vas hacia las tapias del cementerio -qué
fina ironía- en busca de otra dosis que te proporcione la supervivencia de
hoy. ¿Qué harás por conseguirla? ¿Qué no harás?
¿Cuánto hace que no salgo a la calle? Atrapada entre el miedo de tu vuelta
y el miedo de que no vuelvas, espero aquí siempre. No sé ya vivir sin ese
ritual de golpeteo que cumplimos varias veces al día, ambos igualmente
cansados, igualmente inamovibles en nuestro lado de la puerta. Me
mantiene enganchada a la vida esa salmodia a ritmo de locura. Ya queda
poco.
Hoy empieza a hacer frío. Sacaré una manta a la puerta. Pronto volverás a
subir.