"Qué vicio más feo tiene este gato, joder, cualquier día lo tiro por la ventana, que lo sepas, Mari Carmen"- es lo primero que dice al entrar, y cierra de golpe la puerta del piso.
Kitín lo mira con indifirencia, luego salta de la encimera de la cocina y se esconde bajo la mesa camilla.
Manolo llega sudoroso. La camisa medio desabrochada deja asomar el cordón de oro y un mechón ensortijado de vello negro; apaga el cigarrillo en el fregadero y lo tira a la basura -"Mari, ¿dónde andas?, trae una cerveza"- se afloja la correa del pantalón, siempre un palmo por debajo de la cintura, y vuelve a llamar a la mujer, esta vez con poca paciencia.
Desde que la vio por vez primera, le gustó Mari Carmen: rellenita, risueña, con mejillas sonrosadas y carácter dulce. Luego se fue poniendo impertinente, cuando empezó erre que erre con que él bebía demasiado, que ella así no podía vivir, siempre sin un duro y sin saber si él vendría por la noche de buena o de mala manera. Y Manolo, por no oírla y por tener la fiesta en paz, hasta intentó quitarse de la bebida. Fue al sitio que le indicaron, pero el primer día de reunión se levantó un tipo y dijo: "me llamo Iván, y soy alcohólico", y a Manolo se le cayó el alma a los pies y salió huyendo. Prefiere aguantar las malas caras de Mari y sus reproches.
Kitín, desde su silla y su distancia de esfinge, mira a Manolo repanchingado con la cerveza en la mano, y a Mari Carmen que hace como que se atarea a su alrededor.
El gato, es verdad, desde que hicieron la reforma en la cocina ha cogido la manía de mearse en la encimera, al lado del fregadero. Mari Carmen, al principio, no se explicaba los charquitos en esa reluciente piedra de granito rosa recién estrenada. Hasta que supo lo que era. Por Internet se enteró de que, con los cambios, a veces los gatos no reconocen su olor en la casa, se estresan y necesitan marcar nuevamente su espacio. Mari Carmen piensa que, siendo un problema de territorialidad, será pasajero, y suspira resignada. Pero pasan los meses y Kitín sigue meándose en la encimera, ya menos reluciente, y Mari Carmen se desespera, muerta de asco, cada vez que ve en la encimera el charquito del gato.
Trata de quitarle la costumbre echando sobre la zona pimienta, insecticida, detergente de los platos... cualquier cosa que ella cree disuasoria, pero no consigue nada. Mira al gato con pena y con odio y fantasea con que se tira él solo por el balcón.
En cuanto Manolo sale por la puerta, ella se va corriendo al ordenador. Tiene que ver si Hipocondría ha contestado a la cuestión que se suscitó ayer en Actualidad Nacional, y si nube_roja le dice algo -si es que ha entendido que el poema que colgó en Religiones era expresamente para él-. También quiere escribir un relato. Si esta tarde Manolo se va a la peña y se queda mucho rato quizá podría, ya tiene una idea para el tema propuesto esta semana. Manolo le reprochó mil veces su enganche con internet: que se le iban las horas muertas en esa pantalla, le decía. Así que ella simula que ya no le interesa tanto, por no disgustarlo.
Por eso prefiere que no la vea. Teclea con prisa su relato, a ver si le da tiempo a terminarlo antes de la hora de la cena y si Manolo se acostara pronto, podría colgarlo antes de las doce en El Tintero.
A las nueve está muy nerviosa y teclea con prisa, temiendo que llegue ya el marido, pero sigue escribiendo; luego sacará las croquetas del congelador y en un santiamén preparará la cena.
Cuando oye la llave en la cerradura le da a "guardar", al cerrarse de golpe la puerta cierra el documento y cuando oye a Manolo gritar: "Mari, este gato, qué vicio más feo tiene, joder, otra vez se ha meao", ya Mari Carmen ha salido de la página de Terra y está en la cocina abriendo el congelador por la sección emergencias.
Kitín se tumba en el suelo junto a su plato, esperando.