El día que entró la primera otsein en casa, a mi hermana y a mí no nos dejaron estar en el lavadero, para que no estorbáramos. Mientras la instalaban, en el rincón donde Paca solía poner su silla baja de enea, nosotras permanecíamos arriba, mirando desde la ventana que daba al patio, aquella caja enorme de donde salió un aparato cúbico de color blanco sanitario.
El lavadero estaba en un patio de la casa. Allí había una pila de piedra con los caballones del restregador desgastados por el tiempo y el uso, un gran depósito de agua, cubos y barreños de zinc de diversos tamaños y un armario viejo donde se guardaban los avíos de la limpieza. Había una morera alta y gorda que sacaba su copa por encima de las tapias. Y había también un escabel de madera, donde nos upábamos mi hermana y yo para llegar al borde de la pila, cuando jugábamos a ayudar a Paca a lavar la ropa.
Sabíamos que Paca tenía un hijo y una casa, pero nunca la vimos en otro lugar que en nuestro lavadero. Como si viviera allí. La veíamos ya en el patio por la mañana temprano, antes de salir para el colegio, y a veces seguía allí por la tarde: de pie ante la pila, siempre en movimiento sus manos, jordanes perdonadores que daban la absolución a nuestra ropa sucia.
Nos gustaba estar con ella en su mundo de agua y jabón que era un mundo de magia, porque Paca nos contaba historias que iba inventando a partir de las cosas que encontrábamos en los bolsillos. Decía que antes de lavar había que registrar bien los bolsillos de la ropa, en busca de los cuentos que contenían. Limpiar los bolsillos era el cometido de mi hermana y mío en el ritual del patio: encontrábamos una moneda, una entrada vieja del teatro, un trozo de lápiz… cualquier cosa se convertía en elemento central de historias que Paca relataba sin dejar de restregar. Cuando aparecía un trozo de papel con algo escrito nos lo hacía leer y ella escuchaba, quieta por un instante, pensativa, a veces con la frente fruncida y a veces sonriente, disfrutando de nuestra expectación golosa de niñas mal nutridas, y enseguida retomaba el vaivén del jabón verde escurridizo mientras iniciaba el cuento que correspondía a aquel hallazgo.
Cuando oímos hablar de comprar una lavadora intuímos, por la similitud entre los nombres, que vendría a suplantar a la lavandera. Y pese a carecer de contenido concreto, la palabra lavadora pasó a formar parte de nuestro imaginario fantasmal infantil, camuflada entre las cosas inexplicables que nos causaban temores difusos y sueños agitados.
La mañana que aparecieron los dos muchachos con la caja, supimos que era la sustituta de nuestra Paca. Mirábamos por la ventana cuando la sacaron de los cartones y la montaron, entre los comentarios aprobatorios de nuestros padres, modernos empedernidos, y la distancia fría de Paca, que simuló ignorar todo el proceso de la instalación de cara a la pila, sin dejar de lavar.
Mirábamos aquello, y era tan triste... Entonces empezamos a llorar a gritos, como enloquecidas. Mis padres subieron, alarmados y enfadados, abandonando el patio y desviando su atención del trasunto mecánico al restablecimiento del orden.
Así, con un llanto chillón y lastimero, le evitamos a Paca tener que oír la alharaca de alabanzas y piropos que suscitaba aquel aparato.
Fue un pobre tributo el nuestro.
Fue una pérdida imborrable la de Paca. Siguió yendo un tiempo por casa, pero cada vez con menos frecuencia, hasta que dejamos de verla. La lavadora pasó a ser la reina indiscutible del patio, entronizada en el antiguo rincón de la sillita de enea.
El día que entró la primera otsein en casa, empezamos a olvidar que había que buscar cuentos en los bolsillos.
(Para mi hermana)