viernes, 30 de noviembre de 2012

Una hora malísima.



Cuando la Muerte llegó a buscarla la encontró en la cocina, sentada ante la mesa, moldeando entre las manos una bolita de carne. La Muerte, sorprendida, dio con la guadaña en el dintel de la puerta al pasar; la mujer, en cambio, la miró entrar sin manifestar sorpresa, aunque sí se sintió bastante contrariada.

- ¿Pero qué haces? ¿Cómo que no estás preparada?

- Es que es una hora malísima para venir a por mí, ya ves, estoy enredada con la comida. He invitado a mi familia.

-¿Y por qué te has puesto a guisar? te dije anoche que hoy vendría a buscarte. 

- Es cierto, sí, pero como esta mañana me levanté menos fatigada, pensé que sólo había sido un sueño y...

- Pues no era un sueño. ¡Prepárate, nos vamos!

- ¿No podrías esperar un poco a que termine estas albóndigas? no me gustaría irme así, con la comida a medio hacer... Y mucho menos salir del mundo con esta facha, con las manos llenas de restos de carne picada y la ropa salpicada de harina. Tenemos tiempo ¿no?

- ¿Cuánto tardarás en terminarlas?

- Una hora... Hora y media como mucho, para dejarlas ya con la salsa y todo. Y unos minutos más para arreglarme un poco. 

- Espero, entonces, pero no te retrases.

La Muerte se fue a esperar al salón. Apoyó la guadaña en la pared y se dejó caer en el sofá que tenía la pinta de ser el más cómodo. Estaba cansada. Se durmió al momento.

Cuando despertó, en la mesa del comedor los hijos y nietos de la mujer comían animados, hablando, riéndo y elogiando las albóndigas de la madre. Ésta, arreglada como para ir de boda, jugueteaba con un tenedor sobre el plato casi vacío. Vió a la Muerte levantarse del sofá y asintió levemente con la cabeza; miró alrededor, a su gente, con una sonrisa agradecida en sus labios pálidos. La muerte dudó un instante. Luego pasó por su lado, le puso sobre el hombro sus dedos de huesos helados, hizo un breve gesto de despedida, cogió la guadaña y salió. "Total...tenemos mucho tiempo en la eternidad, ya vendré otro día" .

En la mesa, alguien dijo que había notado pasar una corriente de aire frío, que si habría algo abierto; los demás también habían sentido una racha fría de pronto. 

- ¿La has notado tú, mamá? 

- No, yo sólo he sentido pasar un soplo de vida... perdón, quiero decir de brisa. Venga, terminad pronto ese plato que voy a traer el postre; hoy hasta me dio tiempo de hacer las natillas con merengue que nos gustan tanto a todos.

martes, 27 de noviembre de 2012

Segundo izquierda


La mujer que está en la cocina terminando de recoger los estragos de la cena, sabe que está viva porque su cuerpo ha absorbido como una esponja otras veinticuatro horas de cansancio, dolor y tensiones, que pasan a engrosar el bagaje proporcionado por todas las hasta ahora acumuladas.

Su cuerpo cansado es un centro alrededor del cual orbitan otros diferentes, en un funcionamiento casi cósmico, como de cuerpos celestes. Pero también este día acaba, porque todos acaban, y los músculos de este cuerpo terrenal se adelantan al placer de haber llegado al final, una vez más, y suavizan la rigidez del gesto mientras las manos sueltan el lazo del delantal.

Cuando se levanta por la mañana nunca piensa en el día y en su desarrollo, solo comienza a usarlo siguiendo los rituales cotidianos, conocidos y conservados a través de los años.

Por la mañana la casa huele a lo que es, un piso con pocos metros habitables y mucha gente metida en ellos, de un barrio periférico. En su espacio se mezclan los olores de comidas nuevas y antiguas con los de las zapatillas de los hijos, en dosis variables según el momento; el olor persistente de las medicinas del marido con el que se desprende de la tierra de las macetas del balcón después de una noche de relente; las ropas de la cama de la madre, siempre mojadas y sucias por la mañana, toman algo del aroma del café de la vecina, que se cuela por el patio interior.

Pero esta mujer no es un perfumista, no le interesa el olor de su casa, huele a lo de siempre, a todos ellos, y para empezar el día va abriendo las ventanas de la sala y la cocina para que se ventilen. En los dormitorios no entra todavía, hasta que se levanten sus dormidos moradores.

Un café rápido y baja a comprar el pan para cuando los demás despierten.

Ayuda a levantarse al marido, que la llama impaciente desde el cuarto en cuanto oye la puerta de la calle; lo lleva al baño para un aseo más que liviano (lo lava en la bañera sólo cuando puede participar alguno de los hijos) y lo ayuda a vestirse y a sentarse en la sala; allí le pone el desayuno, que él dejará caer en parte sobre su camisa, mientras mira con atención el televisor encendido.

Provista de palangana, toallas, jabones y ropa limpia, va al cuarto que la madre comparte con una de las hijas menores, y abre un poco la persiana, con cuidado, no quiere hacer ruido, ni quiere más luz de la precisa para desenvolverse en ese ámbito que es el cuerpo abandonado por su madre aún viva. Su madre, su ausencia ya permanente en una existencia ficticia, su cuerpo desconectado de la esencia de la vida exigiendo seguir vivo y necesitando de la vida de la hija.

Con el desfile de hijos por la casa comienza un sainete que alterna todos los elementos de la dramaturgia, en pautas ya preestablecidas por los muchos años de ensayo de los protagonistas que lo interpretan. Una de las hijas sale a trabajar; el resto sale, cuando sale, a trapichear por el barrio. La casa se satura de relaciones inexistentes, que discurren en formas insólitas de risa, insultos, bromas, broncas y algún roce casual, instalados en la complicidad del desamparo, sin ser cómplices en nada. Todos giran en sus propias órbitas vitales, cada uno en la suya, cama, calle o televisor, a duras penas cuando transitan pueden evitar las colisiones.

La mujer termina en la cocina. Camino del cuarto de baño pasa por la sala, mirando sin prestar atención a los hijos que quedan allí, aburridos y adormilados frente a un programa de emisión local que lanza risas chillonas.

Entra en el cuarto de baño y cierra la puerta echando el cerrojo, se mira al espejo y, con mucho esfuerzo, medio compone una sonrisa. Se desnuda lenta mirando su reflejo y empieza a masturbarse.

martes, 20 de noviembre de 2012

La manía de tu nombre

Frente a mí, un día de consistencia lechosa.

El blanco húmedo de la niebla lastra las alas de las palomas.

En mi viejo transistor suena "La suite del mandarín maravilloso" y Béla Bartók pone algo de lirismo en esta plasta.

Dibujo tres letras con el dedo en el cristal empañado
y la paloma del alfeízar aletea asustada.


viernes, 16 de noviembre de 2012

El blues de las siete y veinte


Una anciana vestida de negro, con gorro de lana y guantes agujereados, mete una vara larga, con la punta en forma de gancho, entre los barrotes de una verja que cierra un patio lleno de matojos enredados y de gatos. Es un descampado en forma de cuadrilátero, formado por las paredes laterales de dos bloques de pisos baratos y ruinosos.

Ella se esfuerza en meter bien adentro el palo, alargando el brazo todo lo que puede: les deja comida a los gatos que se amontonan allí dentro pero que, pese al hambre, no se acercan a la reja.

Bajo las medias oscuras se dibujan unas varices gordas como gusanos de seda; los tobillos hinchados rebosan sobre el borde de las zapatillas de fieltro gastado.

La mujer, sus varices, el temblor de su mano, los gatos en su claustro voluntario, valen más que mi horario de oficina, mucho más que los índices bursátiles que en ese momento modelan el mundo.
Me congelo unos minutos en la escena.

Son las siete y veinte, es aún de noche y hace un frío que pela.
Sigo andando apresurada hacia mi trabajo.
Pico tres minutos tarde y mi jefe me asesina tres veces sin moverse de su mesa.

jueves, 15 de noviembre de 2012

China con rosas


Caminando por la orilla del río, una tarde, me encontré a una vendedora de rosas china.
No había casi nadie por allí, nos miramos con simpatía. Llevaba en su mano izquierda un ramo de capullos de rosa de plástico en colores inverosímiles: celestes, verdes, morados… y en la mano derecha una espada gris metalizada, también de plástico, que blandía alegremente al ritmo de sus pasos.

Yo andaba más rápida y la adelanté, luego di la vuelta en dirección al puente y al poco la encontré delante de mí: estaba parada en la orilla mirando al río, abrazada a su ramo de rosas y a su espada. Al llegar yo a su altura me cogió del brazo y empezó a hablarme sin parar con palabras para mí incomprensibles, sonriendo siempre con sonrisa ancha. Yo le hablaba con mis palabras (para ella igualmente incomprensibles) y miraba en la dirección que me señalaba. Al fin vi el objetivo: dos peces pegados en paralelo y, a mi entender, muertos flotantes; pero la mujer mantenía la amplia sonrisa que no pegaba con la muerte, ni siquiera de dos peces, y entonces éstos de golpe se movieron y dieron fuertes coletazos al agua, y ella hizo palmas riéndose.
Finalmente entendí que esos peces se habían estado apareando y la mujer oriental celebraba el acontecimiento. Me uní a su alegría.

Ambas conseguimos entendernos con la palabra “bonito”, acompañada de sonrisas e inclinaciones de cabeza, antes de separarnos.

lunes, 12 de noviembre de 2012

A cucharada limpia

(Cae la noche.
Imprimo el mail para releerlo mil veces más.)


Empiezo a comer con calma y a cucharadas pequeñas un bote grande de Nocilla, un bote de 500 gramos y dos colores. Al principio lleno las cucharaditas alternando el chocolate negro y el blanco: una negra, una blanca, negra, blanca, pero en cuanto me descuido sólo cojo del lado blanco, más graso y empalagoso. Sigo ahí, cucharada tras cucharada, excavando, con la eficacia metódica de un topo, una gran brecha que enseguida desequilibra la simetría inicial entre los colores. Cuado miro el bote, ya el lado blanco está llegando al fondo mientras que el negro sigue arriba, a un dedo escaso del borde. (Llegado a este punto, siempre me pregunto por qué no compro directamente la nocilla blanca, que es la que más me gusta.)
Termino la zona blanca y continúo escarbando en la negra.

Pero en pocas cucharadas más, ya, por fin, noto que el estómago está empastado, repleto, que rebosa esófago arriba en dirección a la faringe. Entonces paro y siento de verdad la pesadez de una piedra.
Me pongo a hacer recuento de calorías y concluyo que, caloría arriba caloría abajo, unos 300 gramos de ese producto me pueden haber proporcionado unas 1.500, es decir, casi la cantidad de energía total que necesito para pasar un día completo.
Ya puesta a arrepentirme a lo grande, me tumbo en el sofá a visualizar las grasas recorriendo mis arterias. Las imagino con pinta de un señor gordo y pletórico, sonriente, beatífico, con las manos sobre una inmensa barriga redonda. El señor se convierte en una multitud de señores todos iguales de gordos, de sonrojados, de sonrientes y de redondos. Caminan con dificultad entre las paredes arteriales y algunos empiezan a pararse, a adherirse. Los que vienen detrás tropiezan con los que ya se han parado y se van acumulando señores, sentados, recostados y tumbados, hasta que se acaba formando un autentico atasco en una o varias de las vías principales...
Una vez visualizada esta imagen de la hecatombe de mi sistema circulatorio, doy por finalizada la sesión de culpas, me hago una manzanilla que ayude a empujar el emplasto del estómago y me digo que debería ser algo más moderada.
En todo.

(Me doy perfecta cuenta de mis trucos.
Sin poesía y sin piedad construyo barricadas de endorfinas chocolateadas contra la angustia, un muro de grasas dulces anti ganas de llorar.
Intento tan hipercalórico como inútil: una gota cae lenta y estalla contra el cristal de la mesa. La siguiente acierta en el centro justo de la infusión, con un plick y varias ondas concéntricas.
Aparto la taza de la trayectoria de las lágrimas. Aliso el papel impreso. Me rindo).

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Siempre gana el séptimo de cabellería

Iba conduciendo a poca velocidad, por la niebla, la lluvia, la mala carretera...
Al girar en una curva me topé de frente con un indio a caballo; estaba parado en la orilla de la carretera, inmóvil como una estatua bajo una lluvia persistente y blanda, impropia de la zona desértica donde estábamos. Tras la figura del indio, como una sobreimpresión en negro que lo enmarcara, se intuía el perfil ruinoso del castillo de Tabernas, sobre la colina.

Paré el coche al otro lado de la carretera, en la puerta de un bar con las paredes pintadas de celeste. Sólo estaba el camarero, mirando sin interés la tele. Me senté ante la barra y pedí un café.
Pensaba en lo triste que es presentar como espectáculo a un falso representante de un pueblo vencido en todas las guerras, desposeído de sus tierras, de su cultura, de su lengua, de sus raíces y de su futuro, recluido en reservas y prácticamente extinguido... Muy triste. Quizá por eso en las películas del oeste nunca se ve sonreír a los indios.
Entonces, mientras el camarero me ponía el café delante, vi a través de la ventana que el indio estaba atando las riendas del caballo en un poste de la luz. Entró, se puso en la barra a mi lado y pidió café. Se quitó el penacho de plumas con cuidado y lo dejó en el respaldo de una silla, junto a mi bolso. Miró en el espejo de detrás de la barra sus pinturas de guerra, su gesto amargo...

- Era de mis antepasados, murmuró.

No dije nada. No hacía falta: comprendí bien a qué se refería.
Yo pensaba que era triste representar a un indio de decorado. Y lo es. Pero es mucho más triste ser un indio de verdad que se representa como un personaje de cartón piedra, ser parte del espectáculo que reproduce la destrucción de tu propia gente.
Sentados uno al lado del otro, tomamos nuestro café en silencio, mirando al frente, a nuestras imágenes  irreales en un saloon irreal. Se abrió la puerta y entró un sheriff con sombrero y dos pistolones, uno por cadera.

- Aligera, Nube Roja, que han llegado dos autobuses de turistas.

El indio se levantó despacio, se colocó el penacho de plumas de sus antepasados y me deseó buen viaje. Salió a la lluvia, se subió al caballo y desapareció.

- ¿Se llama Nube Roja? -pregunté al hombre del bar.

- No creo, le dicen eso porque es más de cine.

Como a medio kilómetro del bar, desde otra curva, vi la pequeña explanada entre montes donde se ubican los decorados del oeste: el poblado de casas, el poblado indio, el fuerte... Paré en el arcén y desde ese otro lado del barranco miré la escena: Nube Roja a caballo, inmóvil y altanero, mientras unas cuantas personas con paraguas y chubasqueros lo rodeaban y disparaban sus flashes hacia él. Unas hilachas de niebla pendían sobre ese fotograma. Luego la niebla se adensó y, como un telón compasivo, cayó sobre el escenario que yo miraba de lejos.
Me metí en el coche y en unos minutos me tragó la niebla. Desapareció de golpe el mundo. Me concentré, durante más de cien kilómetros, en mantener el coche entre las dos líneas blancas pintadas en el suelo de la autovía, lo único que podía ver dentro de la sopa densa en que nadaba. Me sentía un ingrediente insignificante en el potaje que se cuece en el mundo: como el indio, como el sheriff, como el camarero solitario en un bar celeste...

Ahora pienso si no habré tenido un sueño estrafalario para entretener mi travesía del desierto.

En la niebla todos parecemos fantasmas. O espejismos.

 "...Por lo tanto venid, suave lluvia y delicadas nubes, y calmad
    este amor radiante que tiene la fuerza del odio."
       ALMERÍA. (Aldous Huxley)

 

                                        

jueves, 1 de noviembre de 2012

Cuento para una noche de Noviembre


Recuerdo que una noche, siendo yo pequeño, mi abuelo me contó esta historia:

"Cuando yo tenía más o menos tu edad, hace muchos años, sucedió aquí una desgracia de las que entonces eran frecuentes: una muchacha de diecisiete años murió al dar a luz y con ella murió también su niño recién nacido. El marido tenía veintitrés años y sentía adoración por su esposa. Ante los cadáveres de la mujer y del hijo el pobre hombre escribió el epitafio para la tumba: unos versos algo ripiosos, pero muy sentidos, sobre el soplo vital que huía de su lado siendo tan joven, sobre el dolor que perduraría, sobre esa criatura efímera… Son los que están grabados en la tumba, siempre los leemos cuando vamos allí ¿te acuerdas?, su panteón es esa especie de templete de mármoles blancos y rosados que tiene en medio una urna enorme. Todos pasamos siempre a visitarlo, por deferencia y porque está en el centro de la avenida principal.

El marido entregó los versos al marmolista, hizo los ritos funerarios adecuados y enterró a la mujer y al hijo en esa urna. Fue un funeral muy largo y el duelo se despidió en la puerta del cementerio.

Al día siguiente supimos que el hombre se había matado, seguramente en cuanto llegó a su casa. Antes, escribió su propio epitafio, que completaba el que ya había dado para ser inscrito en la piedra.

Así que dos días después de enterrar a la mujer y al hijo enterramos al marido. Pero algo que él no previó, quizá porque el dolor lo tenía obnubilado, era el problema que suponía enterrar en sagrado a un suicida. Por más que la familia intentó todas las vías y suplicó que por pura pena, que por compasión… nada, fue imposible que lo metieran en la urna de mármol con su familia: lo enterraron en la parte destinada a los que morían en pecado o fuera de la Fe Católica. Esa zona que está en un apartado del cementerio, separada por una tapia del recinto sacro.

El marmolista empezó a tallar los versos en las paredes de la urna al poco tiempo. Un día dijo que no iba más a trabajar a esa tumba porque oía unos lamentos insoportables que salían de dentro de la urna y otros más fuertes que venían de fuera, desde la tapia de los proscritos. Otros obreros que trabajaban cerca dijeron lo mismo, y el propio enterrador afirmó rotundamente que eran las voces del matrimonio, que se llamaban.
Todo el pueblo comentaba aquello, de tal modo que las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto y, con los papeles en regla, un día abrieron la urna: ante ellos estaban la mujer-niña, su hijito y su marido, todos juntos, todos intactos pese al tiempo transcurrido, todos con aspecto apacible en su tumba. Cerraron aquello y decidieron no hacer ni decir nada más sobre el asunto. Pero todo el mundo se enteró y empezaron las visitas a la tumba como si fuera aquel lugar un centro de peregrinación. La gente decía que se oían salir de allí susurros, pequeños suspiros…

Siempre creí que los obreros decían la verdad en lo de oír lamentos, aunque fuera pura sugestión, y creo también que ellos mismos trasladaron al marido a su sitio en la urna, para evitarles a los enamorados esa separación eterna. Que luego dijera la gente que se seguían oyendo ruidos es más raro, pero ya sabes cómo somos en los pueblos, tan amantes siempre de misterios, sobre todo en estos pueblos donde nunca pasa nada y nos mantenemos siempre a la espera de algún prodigio…"

…..

La voz de mi abuelo suena cerca de mí:

- ¿Oyes?... Escucha, están hablando.

- Sí, abuelo, los oigo pero no sé lo que están diciendo…

Ahora sé que es verdad, que se oyen murmullos, algún suspiro, alguna palabra diferenciada incluso...
Pero ahora mi abuelo y yo, con otros muchos parientes, estamos en el panteón número tres de la misma avenida de cipreses en que está la gran urna de mármol, y no podemos salir de nuestros ataúdes para investigar esa rareza.