Nos cruzamos por la acera.
Me miró con esa mirada que te deja temblando de arriba abajo, esa que dicen que desnuda.
Sí, ya sé que es un topicazo lo de la mirada que desnuda, pero es que hay algunas así y ésta lo era.
Yo, tópico o no, sentí que él me veía por debajo de la falda y de las bragas, por debajo de la camiseta y hasta por dentro de los zapatos. Seguí andando, lenta y alelada, cuando noté que se acercaba. Me tocó el brazo, me paré, nos miramos. No tenía más de 25 años: delgado, moreno, con una expresión risueña entre tímida y canalla, muy desarmante. Con la desfachatez entusiasta de un niño caprichoso dijo: "me gustas, señora".
Yo estaba muda.
Muda y encantada. Me ilusioné y empecé a fantasear.
Ese muchacho no veía en mí a una madre atareada que iba ligera a comprar libros, y luego a la frutería, y luego más de lo mismo... Estaba viendo en mí ¡¡en mí!! a una gheisa que reina sobre la ceremonia del té, a una cortesana dieciochesca llena de tirabuzones, a una concubina china de piel de porcelana... Mientras él me seguía mirando descarado, mi autoestima se inflaba como un pavo y hasta solté el carrito de la compra para comprobar que el pasador del pelo iba bien puesto... Oí de nuevo su voz que decía algo sobre acompañarlo a su casa, que estaba cerca, que la compartía con dos compañeros pero que en ese momento estaba solo, etc. Yo empecé a elaborar mentalmente un discurso elegante, pero contundente, para apuntalar una negativa rotunda que se negaba a materializarse en palabras.
Seguí muda e inmóvil.
Él apuntó algo en un papel y me lo puso en la mano, me dejó un beso rápido en los labios y se fue.
Tenía su nombre, dirección, teléfono y correo electrónico en mi puño cerrado. Eché a andar de nuevo -más lenta, más aleleda- en dirección a la librería, con el papel en la mano para tirarlo a la primera papelera que encontrara.
Bueno, a esa no, que está ahí al lado.
En la próxima papelera ya lo tiro.
En la siguiente, mejor.
Bueno, en la siguiente.
En la siguiente...
...