martes, 31 de julio de 2012

Como deslavazado


Una llamada de mi amigo Juanjo mientras desayunaba me ha fastidiado el despertar, además del café con leche y la tostada, que acabaron fríos. Después de preguntarme cómo estoy y todo eso, ha empezado a criticar, de sopetón, mi aislamiento, mi desapego, mi mutismo y mi conducta francamente asocial en general... Todo ello dicho en tono amorosamente reprobatorio, como haciéndome responsable, por mi alejamiento del mundo (frase también de su cosecha) de cuantos males acechan a este nuestro planeta. 
Yo, que empecé la conversación feliz, me encontré de pronto elaborando excusas y sintiéndome malísima. Juanjo me dió el tiro de gracia al despedirse, diciéndome que me estoy convirtiendo en una "psicopataza". Me quedé pasmada y me fui al Diccionario de la RAE a ver exactamente en qué me estoy convierto en opinión de mi amigo.


El día, recibido en estos términos, ya siguió así todo el tiempo, como roto, como deslavazado...

Mis hijos me dejaron plantada con la palabra en la boca cuando yo trataba de iniciar una somera campaña pro-reparto más equilibrado de las tareas domésticas.
Me puse a preparar la reunión de esa tarde y, ni encontraba los documentos -que, estaba segura, había llevado a casa- ni encontraba argumentos en favor de mis posiciones.
Preparé una comida buenísima que mi hijo pequeño se zampó sin decir ni mu, para retirarse de inmediato a su autismo particular en su cuarto. Los otros dos no vinieron a comer.
Se me rompió el coche. El autobús iba repleto de gente grande y colorada: un partido de fútbol, me dijeron; casi me ahogo entre la multitud con bufandas verdes y la lujuria vegetal de las jacarandas de la avenida, con su lluvia morada.
Llegué tarde a la Facultad, la reunión fue dura, durísima, y me dejó un poso de abatimiento y mucho cabreo.
Al salir vi varias llamadas perdidas de mi ex, que a veces me invade discretamente, por aquello de que sin ti no puedo vivir pero contigo me muero.

En fin, un día de esos que te envuelven y te oprimen como si fueran una boa constrictor.

Al volver a casa, mis hijos no están y ninguno ha tenido la deferencia de dejar una nota. No sé si quiero llorar, comer o fumarme un canuto. Tengo suerte: en el dormitorio del chico, en su escondite habitual, encuentro la bolsita de marihuana y un librillo de papel Smoking. Me llevo todo al balcón y me lío un cigarrillo fino, como a mí me gustan. El humo azulado sube lento hacia la cúpula contaminada de la ciudad; lentas y silenciosas me caen unas lágrimas despistadas cara abajo.
"¿Hay vida después de los hijos?", clamo. Al parecer, he clamado en voz alta, porque de inmediato me responde una voz desde arriba: "hay, Carmen, pero es bastante chunga..." 
No, no es Dios, sino Carlos, mi vecino de arriba, que estaba también fumando en el balcón.

El día, finalmente, se va disolviendo en somnolencia.
Cuando mis pensamientos se hacen menos pesados que el humo me voy a la cama.
Quizá tenga razón Juanjo, después de todo.

domingo, 29 de julio de 2012

Tempus fugit


Hace poco tiempo que desperté en un domingo soleado: suelen ser así, luminosos pero domingos, antesalas antipáticas del día siguiente.
El lunes se dejó llevar por momentos; el mejor, concretamente, cuando por fin preparó la lanzadera para el despegue del
martes, que dejó constancia sobrada de su patosidad como día de mala fama.
El miércoles fue milagrosamente salvado, in extremis, por un concierto de guitarra que no estuvo mal, aunque el repertorio me pareció muy manido. Con las últimas notas sobrevolando a mi alrededor, entró un
jueves sin pretensiones, un jueves mediocre y cómodo en su ubicación medianera.
El viernes se lució durando eternamente por culpa de una reunión de última hora.
El sábado abrió las puertas de la salida de la semana a través de rituales que me incomodan: la movida, la marcha, lo que sea que la gente solemos hacer, me da un montón de ganas de tumbarme en la cama y cerrar los ojos.

Y así, por los intersticios de la semana, aparecí en este otro domingo, luminoso, pero domingo.

Error 503



Los amigos
la risa
viajar con mochila
reparar mis alas rotas
el mar
los libros que amo
el jazminero del patio
el pan de centeno

algunas cosas que me salieron bien (¡ups!)

apagar un rato la memoria
encender la esperanza
el amor
otra vez el mar (y el amor)
un rayo verde
la siesta con concierto de chicharras
muchos niños riendo
el tazón de café por la mañana...

(Cosas que quiero encontrar mañana. 
Como si fuera la lista de la compra, voy a ponerla a la mano.
Cuando voy a colgarla, el error 503 se interpone y me deja ante el parpadeo brillante de una página en blanco 
¿qué es el error 503?)

jueves, 26 de julio de 2012

El sueño del caballero


El caballero soñó que se ponía de parto en mitad de la noche. Los primeros dolores se presentaron, potentes y sorpresivos, ante el estupor del sufriente, que no salía de cuentas hasta dentro de un mes.
Tiró del cordón negro y oro que pendía junto a su cama, pero no acudía nadie. En medio de una contracción asesina gritó llamando a Dios y a su criado, por ver cuál de los dos quedaba más a mano y acudía antes y con mejores recursos. Llegó el criado, medio dormido, pero atinó a cambiar a su señor de habitación para el acontecimiento.

El nuevo sitio no era un lugar corriente, jamás el caballero viera algo así: superficies brillantes, lámparas como calderos que parecían llevar dentro millones de bujías encendidas, carros metálicos con bandejas e instrumentos extraños que daban mucho miedo y que le recordaron, en medio de su dolor, los aparatos que aún quedaban en las mazmorras de su castillo y que no se usaban desde los tiempos de su abuelo, que descansaría en paz si no le tuvieron en cuenta tales usos al llegar el hombre al otro mundo.

El caballero miraba todo esto estupefacto, desde un sillón incomodísimo en el que estaba atado y en postura por demás indigna. Iniciado el trabajo de parto, el caballero sufría tanto por los dolores como por su extrañeza y su indefensión. El criado no estaba allí; en cambio, había a su alrededor personas vestidas de blanco y verde que, silenciosas y lentas, se movían envueltas en aquella luz cruda en que parecía arder toda la habitación. Debió producirse el alumbramiento mientras el caballero estaba distraído en estas observaciones, porque una de las figuras se acercó a él, con la cara tapada hasta debajo de los ojos y sangre en ropas y manos; con voz suave y mirada risueña dijo: "Ha tenido una hija, caballero, es preciosa, aunque de tamaño mermadito por la prematuridad". Antes de entender nada se vio el caballero con la hija en brazos, chillando por comer. Él intentaba que comiera, pero nada de leche salía de sus pechos y la pequeña llorona no soltaba los pezones secos. Por suerte recordó el criado, siempre alerta, que el fiel palafrenero había tenido mellizos hacía unos meses y aún los lactaba. Le pidieron que fuera por un tiempo el amo de cría de la recién nacida, cambiando así temporalmente las cuadras por una bella estancia en la casa donde llevar a cabo su labor nutricia.

El caballero seguía la crianza de la niña con el interés y el sinvivir propio de todo padre primerizo.

Cuando la niña cumplió tres años fue destetada por el palafrenero, que a la sazón había tenido otro hijo que reclamaba su teta nutritiva. La niña noble jugaba en la plaza de armas y se apiadaba de los pobres que llegaban a las puertas del castillo pidiendo unas sobras de comida, un cacho de pan. Como si fuera una santita, se dedicó a amamantar a todos los hambrientos que se acercaban en busca de ayuda. El caballero cayó en la desesperación más profunda ante las extravagantes tendencias de su tierna hijita. Gritó y gritó hasta despertar.


Otros gritos eran los que se oían por los pasillos y en las estancias cercanas, pertenecientes a su esposa, lo que le indicó que la buena de Doña Mencía se disponía a alumbrar a su primer vástago. Aterrorizado, el caballero bajó a la capilla a hacer firme promesa de castidad ad eternum, por si acaso los sueños eran la parte del parto correspondiente a los padres.


lunes, 23 de julio de 2012

Un domingo cualquiera


El sol hoy pesaba mucho más de lo normal, su distancia hasta nuestras cabezas era mínima y parecía una piedra ardiente y aplastante. Hoy vi llorar lágrimas de resina al pino que hay junto a la escalera: los goterones de color ámbar caían sobre los ladrillos de la baranda y se quedaban pegados al barro rojo.
A la noche le costó trabajo entrar en escena porque el calor derretía las primeras sombras, que se convertían en charcos de alquitrán pegados a las paredes, y hasta que el sol no rompió el horizonte en malvas y anaranjados no hubo modo de que la tarde se instalara en el pueblo y luego, poco a poco, se fue resbalando hasta entrar en la noche, casi a regañadientes.

Bajo un palio de gaviotas, los barcos van entrando al puerto y los pescadores, cansados y renegridos, bajan unas pocas cajas de jureles, todo el botín del día. Los gatos que viven en las rocas de la escollera salen enseguida a merodear alrededor de esos olores apetitosos, se restriegan entre piernas húmedas y saladas, lamen el suelo donde chorrean las cajas de pescado y siguen un rato a la procesión que las mete en furgonetas y las alejan de ellos.

Las casas van cerrando sus puertas, la gente que pasa por la calle habla en voz baja. La gata enamorada que ronda mis ventanas cada noche, en busca de mi gato, deja al fin de maullar, resignada, vencida o simplemente cansada. Las estrellas parecen tener fiebre: esta noche las veo brillar y tiritar demasiado. El rumor del mar llega suavemente, las olas apenas rozan las piedras de la orilla y se retiran con sigilo de gato.

Silencio. 
El silencio de la noche está lleno de sonidos: las sístoles de mi propio corazón, la carcoma con su glotonería en el fondo de las maderas, la respiración del gato dormido, el aleteo de un gorrión en el pino cercano a mi ventana, un rumor de fondo en las neuronas... Ruídos en el silencio.
Y ha pasado el fin de semana, al ritmo de las horas lentas.

domingo, 22 de julio de 2012

Epidemia


Hace muchísimos años, todas las personas se convertieron en setas por una enfermedad y vinieron unos seres a comernos porque... la humanidad entera se vio afectada por una terrible epidemia de hongos; como entonces no había medicinas, no fue posible curar a la gente y todos acabaron convirtiéndose en setas. Al poco tiempo llegaron unos extraterrestres y al ver tanta comida se quedaron a vivir en la Tierra…

- ¡Javi, termina los deberes y a cenar!

- Mira mi redacción, mamá, ya casi está terminada, ahora vengo…

"Las cosas tan raras que escribe este niño, por Dios, da hasta miedo", piensa la madre mientras tira a la basura los champiñones al ajillo que tenía para la cena y empieza a batir huevos para una tortilla.
Javi la observa, feliz, desde el pasillo.

sábado, 21 de julio de 2012

Era siete de noviembre


Era un 7 de Noviembre, con luna llena.
Pasé la noche en blanco esperando que amaneciera. A primera hora de la mañana me levanté enloquecida de gozo y miedo a partes iguales: ¡había quedado con él! Contra anteriores determinaciones más o menos sensatas, por fin íbamos a encontrarnos, íbamos a vernos en tres dimensiones. Íbamos a poder tocarnos.
Después de tantas horas de charla, de contarnos mil cosas cotidianas y hacernos tantas confidencias; de reírnos juntos, poniendo jajás o jejés y sabiendo que el otro se reía igualmente aunque no nos estuviéramos viendo las caras. Después de tantas horas adivinándonos sonrisas, nudos en el estómago, incomodidades, silencios tensos o gratos. Después de hacer algún striptease mental, que siempre terminábamos con las vísceras alteradas. Después de confesarnos los muchos miedos e inseguridades que nos inmovilizaban cada vez que pensábamos en quedar con presencia física, sin nuestra pequeña pantalla protectora... Después de todo eso y de vencer todo eso, al fin habíamos decidido quedar.

Durante noches maravillosas buscamos con sumo cuidado entre las posibles alternativas: tenía que ser un sitio bonito y cercano a ambos. Nos decidimos por una playa ancha, blanca, luminosa e interminable, inhóspita cuando la visitan los vientos duros de la zona, pero acogedora como un útero en ausencia de ellos. Era uno de mis lugares amados, lo propuse, y a él le pareció bien, le gustaba el sitio y vivía cerca de allí.

Había llegado el día. Esa mañana, tras la noche en vela, yo estaba aterrorizada y radiante.
Preparé una bolsa con algunas cosas que necesitaría para arreglarme un poco al llegar, tenía por delante más de dos horas de coche. Tomé un sorbo de café y abandoné la tostada por imposible.
Subí al coche y, en un estallido del tiempo, me encontré de pronto en lo alto de la carretera desde donde ya se podía ver el pueblo y la playa adonde iba. Paré para cambiarme la blusa y darme una mirada y un toque de pintura de labios en el espejito del coche. Respiré hondo, me di instrucciones para mantener la calma y me puse de nuevo en marcha, sabiendo que estaría con él en unos minutos. "¿Estará ya esperándome o llegaré yo antes?...Preferiría que él ya estuviera allí… aunque si no está, casi mejor, me da tiempo a frenar estos latidos que van a borbotones…"
Aparqué metiendo las dos ruedas delanteras en la arena; no se veía a nadie en la playa, ni coches cerca. Mejor. Salí al sol, que ya iba alto y daba calor, pese a estar en fechas tan otoñales. Soplaba un poco de aire. Por hacer algo, cogí el libro que llevaba y me acerqué a la orilla; imposible leer, los ojos no paraban quietos, buscando fuera de las hojas y de las letras. Decidí pasear un poco, así pasaría el tiempo más rápido, al fin y al cabo apenas acababa de pasar la hora de la cita. Andaba a uno y otro lado por la orilla de la playa sin perder de vista en ningún momento mi coche, que marcaba el punto de encuentro. Me crucé con algunas personas: si iban en grupo ni les prestaba atención y las figuras solitarias dejaban ver enseguida que no eran él.
Empecé a sentir el cansancio del día y del sol, la mordedura de la humedad en los pies. En algún momento me alejé de la orilla y me recosté en la pendiente suave de una duna cercana; la arena caliente me reconfortó, él ya no podía tardar en llegar. Entonces lo vi venir hacia mí, lo reconocí enseguida, era él, exactamente él en sus gestos, sus movimientos y su sonrisa de alegre acogida. Sentí que mi último sueño amoroso se materializaba. Pegué un salto y eché a correr al refugio de sus brazos.
Me despertó una ráfaga de arena dura como metralla. Sobresaltada, me di cuenta de que me había quedado dormida; seguía sola y tenía mucho frío. Sentí en la piel los picotazos de la arena traída por el viento de levante. Me levanté de mi nicho en la duna con el cuerpo entumecido, dolor de cabeza y escozor en el alma. Los labios estaban agrietados por el sol y el salitre y noté sabor de sangre al pasarme la lengua por ellos.
El sol era media naranja ardiendo en la línea del horizonte. Esperé a que terminara de hundirse del todo para ver encenderse el faro de Trafalgar, justo a la izquierda del cerco rojo, allí lejos. Luego fui al coche y conduje de nuevo, de vuelta a casa. La oscuridad y las lágrimas me dificultaron la visión todo el trayecto.

viernes, 20 de julio de 2012

Palabras para J. que no está

Leemos desayunos
comemos veo-veo
merendamos horizonte
hablamos besos
dormimos viento
paseamos sol
escuchamos horas
lloramos conciertos
reímos poesía
abrazamos playas
sentimos sonrisas
respiramos luna
vestimos crepúsculo
soñamos con un eterno vuelo de abejarucos...

-Sinestésicos vivos

por la cara más dulce
de una estrella fugaz-

En fin, lo normal.
(Lo normal: que pasa de la 1h, y eso significa que llevo algo más de una hora convertida en calabaza, y no hay lluvia de Perséidas esta noche)

miércoles, 18 de julio de 2012

Un mundo le daría



Pasó por su lado sin mirarlo siquiera, pero él sintió que se paraba el mundo, que el cielo ardía. 


Devoto como un cofrade, seguía incansable sus pasos por las calles de Sevilla. Ella nunca lo miró, ni suavizó el gesto adusto de su rostro en algún tímido esbozo precursor de la sonrisa... Nada. 

Enloquecido de deseo, el poeta calculaba lo que daría por una mirada suya, por una sonrisa... Y no podía ni imaginarse lo que sería capaz de dar por un beso de aquella mujer esquiva.
 

lunes, 16 de julio de 2012

Adios, Luis.


Anoche decidí que me iba de casa.
Hoy estoy en un cuarto de hotel sentada ante la mesa escribiendo una carta, y no sé qué decir, porque sólo pienso en lo aburrida que ha sido mi vida con Luis... Pero empezar una carta de despedida, después de veintitrés años, diciendo: Adios, Luis, me voy porque no puedo seguir viendo tu cara ni un día más... pues no, lo encuentro frío y feo, debería darle algún tipo de explicación, algo más contundente que el mero aburrimiento de su presencia insulsa.

Doy una vuelta por el cuarto mientras encuentro un hilo argumental más adecuado a mi drástica decisión, algo que justifique de una forma más airosa y más presentable el fin de nuestra vida compartida, de todo este tiempo juntos... ¡Tanto tiempo!.
Me distrae un reloj. Es uno grande tipo cocina, muy feo, y seguramente está desorientado, o deshorientado; francamente, no sé qué pinta un reloj de estas características en el cuarto, le debió sobrar a alguien en su casa y lo puso ahí... Se escuchan los bajantes a cada rato en esta habitación.

Vuelvo a hacer otro intento, esta vez un poco más cordial: Querido Luis, he decidido irme de casa porque nuestras vidas parecían estar algo estancadas en la monotonía... Esto es pura literatura barata. Nuestras vidas ya estaban así apenas volvimos del viaje de novios, una semana en Granada que me pareció un sueño. Él iba tan arreglado esos días, con la raya del pantalón impecable, tratando de mantener los zapatos fuera de los charcos de noviembre, con sus manos casi siempre limpias, en fin, que iba muy pulcro, hasta elegante diría yo. ...

Mira, Luis, sé que no esperabas esto, pero creo que lo mejor que podemos hacer en estos momentos de nuestra vida es tomarnos un respiro y pensar qué queremos... No, tampoco va bien así; en todo caso yo tengo esa necesidad, no él, que quizá nunca la ha sentido ni de lejos siquiera. Sin duda los días aquellos de Granada han sido lo mejor de nuestra vida en común, es penoso decirlo, pero es lo que hay. Y lo mejor de todo era su mirada de entonces, una mirada embobada y perpleja, como de estar descubriendo en mí una especie de milagro todo el día. Sí, eso era bonito y estimulante.

Luis, me voy de casa unos días para pensar. Te preguntarás en qué tengo que pensar: la verdad, no lo sé. Pero anoche te miraba mientras dormías y me entraron ganas de salir corriendo. Por eso... ¿Por eso qué? Se va a quedar de piedra, el pobre, venirle encima esta historia sin imaginarse que yo estaba ya harta de vivir en la rutina con él. No me gusta este final, es un poco mezquino después de tanto tiempo. Es también como de tonta; dirá, con razón, que tendría que haberme dado cuenta antes de lo mal que estaba en casa. Me enternezco aún cuando pienso cómo íbamos andando por la calle Calderería Alta, muertos de risa dando tropezones en los adoquines. Luis era bastante alegre entonces.

No hay nada más lento que este reloj. Recorre su círculo oxidado con la misma parsimonia que los relojes de las estaciones y los de los hospitales, que son lentos, lentos, los más lentos de todos los relojes. La aguja grande cae en cada punto del minutero con un plock grave. Me paro y veo salir los minutos, densos, haciendo plock, plock, plock, como si fueran gotas de mercurio que cayeran a un pozo. Es muy lento este reloj.

Luis, sé que te voy a dar un disgusto y lo siento mucho, pero he decidido irme de casa. No lo he hablado contigo porque me resulta muy doloroso y ya sabes que yo, en cuanto empiezo a hablar, me lío, lloro y ya no sabría cómo explicar esto que me pasa...

Desde la ventana miro la mesa y los papeles y me veo de espaldas escribiendo estas cartas que no sé seguir, que no puedo seguir... Pensádolo bien, ni siquiera sé ahora si las quiero seguir. Es que yo nunca sé despedirme de nada, por eso siempre me siento medio atrapada en mis propias redes de incertidumbres.
Seguro que, si me doy prisa, todavía llego a casa antes que Luis, preparo una comida rápida y, ya en otro momento, pienso en esta situación.
Sí, eso, mejor lo pienso otro día.

La caja de chocolatinas


Después de un viaje de nueve horas por carreteras de baches interminables y con el perro cada vez más nervioso, José Guevara llegó por fin a su destino: la casa heredada de su abuela paterna, muerta hacía dos meses escasos. Nunca pensó que fuera a acordarse de él la buena señora, dado que nunca lo hizo en vida, ni para bueno ni para malo. Cuando lo llamaron para la lectura del testamento se enteró al mismo tiempo de que su abuela había muerto y de que le legaba a él su casa, según le notificó el notario. 
Recordó entonces la única vez que estuvo allí con sus padres, siendo pequeño, y lo tenebroso que le pareció todo aquello, desde la penumbra permanente de la casa hasta el carácter amargo de la abuela, una mujer áspera y esquiva que olía a alcanfor, como sus armarios. Aquella visita adquirió en sus sueños categoría de pesadilla por un tiempo. Nunca volvieron allí ni él ni sus padres.

Ahora aprovechaba unos días de las vacaciones de invierno para ir a ver la casa, y para ponerla a la venta a través de una agencia inmobiliaria. Cuando la tuvo a la vista desde la carretera, pensó seriamente en darse la vuelta y quedarse en el pueblo más cercano, pero el cansancio propio y los ladridos lastimeros de Riuk lo decidieron a entrar en la finca.
Por fortuna las llaves abrían bien las puertas correspondientes y la casa estaba limpia y ordenada; tenía leña en la chimenea y algo de comida en la cocina. Lo consideró una bienvenida desde ultratumba de parte de su abuela, a través de los servicios de la asistenta. Decidió entonces quedarse esos días allí, conocer la zona y descansar un poco.

Durmió como un lirón toda la noche y se levantó sólo porque Riuk necesitaba salir. Bajó a abrirle la puerta, luego se puso a descorrer cortinas y abrir postigos y se dio cuenta de que, con luz, la casa parecía bastante habitable y acogedora. Fue a la cocina a poner café y sacar galletas de una caja que encontró en la alacena. De pronto pensó que era extraño que Riuk no estuviera allí merodeando alrededor de las galletas y salió al jardín. El perro arañaba afanoso la tierra de debajo de un sauce medio seco y estaba tan excitado que no respondía ni a sus llamadas ni al trozo de galleta que le lanzó. Fue a ver. El animal había dado con algo duro y seguía empeñado en sacarlo, así que José apartó la tierra y dejó a la vista la tapadera de una caja. La cogió y entró en la casa seguido de Riuk. En la mesa de la cocina limpió la tierra: era una caja rectangular de hojalata, decorada con dibujos de niños antiguos, gordos y risueños comiendo chocolate.
Dentro había papeles, fotos, postales, un chupete con la arandela azul...

Conforme leía, se iba adentrando en el oscuro mundo de la abuela y de gente desconocida relacionada con ella, en un laberinto de infortunios, en un nudo trágico de historias entrecruzadas.
Entre las fotos destacaba una de un chico con uniforme militar, muy serio, dedicada "Con amor, a mi adorada Eloísa" en una esquina, y por detrás le pedía que lo esperara. Había varias cartas de ese mismo muchacho que explicaban su situación en "...esta guerra ajena, en este país lejano y helado...", cartas que, según pasaban las fechas de encabezamiento, se volvían más y más desoladoras; unas postales de Leningrado bajo la nieve, con los reversos hundidos por el peso de palabras desesperanzadoras; una nota oficial en la que se comunicaba la muerte en combate del soldado A. G. P.
Y ese chupete azul, ese chupete...

Uno a uno, José fue echando a la chimenea todos esos testimonios de una desgracia antigua ya para él sin interés alguno. Pensaba en lo casual que es todo: que decidiera quedarse allí en el último momento en vez de irse al hotel, que Riuk encontrara un olor atractivo que le hiciera escarbar en esa zona del jardín y no en otra, que a lo mejor era verdad que la casualidad es una especie de cicatriz del destino, como leyó una vez en algún sitio, aunque a él eso le daba igual, el conocimiento de ese destino le llegaba tarde. Lo último que echó a la lumbre fue el chupete azul, que se retorció un rato hasta quedar como un pequeño muñón negro sobre las brasas.
Luego apagó el fuego, dejó la lata de chocolatinas vacía en la cocina, cogió su maleta y salió con Riuk a buscar un agente inmobiliario a quien dejar las llaves y el encargo de vender la casa.

domingo, 15 de julio de 2012

Te escribo


Te escribo, amor mío, para que tu presencia ficticia entre en el espacio de tu ausencia. 
Para agarrarme un rato al salvavidas de tu nombre, que se aleja poco a poco sobre olas incansables, en la calima de los días... No puedo alcanzarlo y de pronto lo veo rompiendo el horizonte, tan lejos ya... 

Nunca dijimos adiós.

Silencio.



Ahora que llegué deseando oir una canción me resulta imposible no decirte que te busqué, tan tarde ya...
El cuerpo me pesa, agotado "she is been walking, she is been talking..." y me acuesto y te pienso.
Absurdo. Absurdo... 
Él sigue caminando, sigue hablando y se aleja
La canción continúa, la madrugada avanza... y yo no sé si quiero esta noche.
Otra canción, un poco de agua, "if you stay"...  quizás ni soy.

viernes, 13 de julio de 2012

La palabra precisa

La encontré en el suelo, junto a la puerta.

En el sobre venía escrito mi nombre. La carta contenía una palabra sola: "Mañana". Nada más. El olor del papel me trajo difusamente el recuerdo de un ayer lejano.

Mañana.

Guardé en sus botes todos los comprimidos dispuestos como un ejército alrededor de la taza de café...

Mañana...

jueves, 12 de julio de 2012

Los viajes de mi tía


La tía abuela Carmita fue la gran viajera de mi familia. De todas las visitas de obligado cumplimiento que había que hacer a los parientes, las debidas a tía Carmita eran siempre las mejores -en realidad, las únicas que yo deseaba hacer.
La tía era hermana de mi abuela Amelia. Se adoraban mutuamente y eran completamente distintas. Mi abuela era una matriarca: casada a los 18 años, tuvo 13 hijos, 27 nietos y llevaba 9 bisnietos cuando la muerte vino a cortarle el grifo de descendientes. Su hermana, en cambio, no quiso casarse, actuando así contra el mandato cultural de su tiempo y dando a sus padres un disgusto de por vida. Vivió siempre en la casa familiar, sola a partir de la salida del último de sus hermanos.
Esa casa estaba llena de recuerdos de sus viajes: máscaras de madera, cajas de todos los tamaños, formas, materiales, colores y adornos posibles, alfombras y tapices, teteras brillantes, bandejas enormes, joyas de plata y turquesas, pañuelos de los que colgaban piedras azules y verdes, peces de vidrio, flechas, vasijas de barro, de porcelana y de metales más o menos nobles, esteras de fibras bastas, fotos de paisajes insólitos y de personas con extrañas indumentarias... Aquello era un bazar distribuido a lo loco entre el salón, los pasillos y su dormitorio.
Y tenía también cartas. Una caja grande con cartas dispuestas en paquetes clasificados por fechas y origen geográfico; cartas de personas que conoció en sus viajes, desde las de un señor anónimo de la aldea más perdida de los Andes, hasta las de un antropólogo francés al que conoció en Papúa Nueva Guinea, donde el hombre estudiaba la sociedad de los Baruya.
Cuando llegaban las vacaciones de verano y la familia, todos, nos íbamos a la casa de playa, ella ya tenía varias maletas preparadas y un nuevo itinerario por hacer. Yo alguna vez pedí que me llevara con ella, pero siempre rehusó: viajaba mejor sola, decía, le gustaba ir sola a descubrir los mundos de cuya existencia sabía por los libros. Pero a partir del momento en que aprendí a leer, mi tía me hacía una copia exacta de su viaje para que lo fuera siguiendo con ella. Así, en la casa de la playa, en los largos veraneos que siempre parecían el mismo, encontré la manera de cruzar océanos y desiertos, de entrar en hoteles de ciudades luminosas llenas de gente, de montar dromedarios y tumbarme en una hamaca que colgaba de árboles inmensos y frondosos, muy distintos de las viejas acacias de nuestro jardín.
Mientras esperaba a que pasaran las horas obligatorias de la disgestión para volver al baño, yo me sentaba en el porche y abría el Atlas, al lado ponía la ruta de mi tía y con el dedo seguía su estela: hoy 27 de junio el barco que cogió en Trípoli llega a Atenas. O bien, 24 de julio, está ya adentrándose Nilo arriba.
De este modo recorrí los continentes sin moverme de mi casa: países fríos y oscuros, islas verdes, mares llenos de corales, ciudades remotas con nombres míticos, ríos enormes llenos de peligros, cordilleras que había que atravesar sobre animales de aspecto raro, pero dóciles como burros.
El Atlas, verano a verano, se fue llenando de rayas finas de distintos colores que trazaban las rutas fantásticas que mi tía Carmita estaba haciendo, mientras yo esperaba el nuevo curso escolar entre baños, juegos, lecturas y tumulto familiar.
Cuando se terminaba la temporada y volvíamos a la casa del pueblo, yo corría a ver a la tía Carmita, que seguía aturdida porque acababa también ella de regresar días antes, y las maletas estaban aun sin deshacer, y en el salón había cajas cerradas llenas de promesas.
Elegí estudiar Geografía e Historia gracias a la pasión viajera de esta tía abuela. Un día me llamaron a Granada para decirme que se estaba muriendo. Cogí el primer tren.
En el velatorio, las monjas del convento de al lado, que nos acompañaron todo el tiempo, entre rosario y rosario alababan profusamente las grandes virtudes de la difunta, sus cualidades, lo feliz que estaba siempre durante las temporadas que pasaba en el convento y cuánto le gustaba pasear por los claustros y por el huerto.
Yo me quedé todo el tiempo al lado de mi abuela, que se sentía desolada. En un determinado momento, por decir algo que la sacara de su estupor, le cogí la mano y, señalando discretamente los cachivaches que llenaban la habitación, dije: "Qué bien, abuela, la cantidad de sitios que conoció la tía"; mi abuela me miró, dijo: "mi hermana nunca salió del pueblo" y bajó de nuevo la cabeza. Yo insistí: "abuela, me refiero a la tía Carmita, a esta hermana", y las dos miramos el ataúd, "sí, nena, yo también me refiero a mi hermana Carmita: jamás salió del pueblo".

sábado, 7 de julio de 2012

Era tan idéntica a mi sueño......


Llegué a Sevilla a finales de un septiembre lluvioso para empezar la tesis.

Encontré alojamiento en una calleja oscura y húmeda del centro que se llamaba Callejón del Futuro y ese nombre me pareció un buen presagio. Era una casa muy vieja con habitaciones alrededor de un patio en ruinas y en los dos pisos altos que rodeaban el patio; todas estaban ya ocupadas por estudiantes con un poder adquisitivo similar al mío, supuse. La dueña, Meri, me dijo que podía quedarme en una especie de desván por el que, necesariamente, los inquilinos pasaban de camino a la azotea a tender o recoger ropa. Pero era barato, podía cerrarlo por la noche y además me permitía usar como salita el descansillo de la escalera. Me quedé allí. 

Empecé mi rutina académica en la Facultad, conseguí una mínima ayuda económica dando clases de siete a nueve en una academia cercana y me iba haciendo a la ciudad extraña a fuerza de pasearla muchas horas.

Me pasaba los días leyendo, escribiendo y comiendo galletas surtidas. Galletas y café eran la base de mi dieta. Fumaba Ducados como un poseso y siempre tenía al menos dos cigarrillos encendidos. 
Vivía en un cuchitril sórdido, mi tesis estaba estancada, haber bajado varios cientos de kilómetros desde mi ciudad no aclaraba en nada el gris oscuro de mis días, que eran un naufragio en el que me ahogaba. Mi vida, en resumen, era una mierda aquí como antes lo era allí. A veces me asomaba al ventanuco y aullaba.

Una noche salí tarde a andar por el barrio, le di una patada a una lata y el borde serrado de la tapa me cortó un tajo por encima del tobillo. En las urgencias del Centro de Salud me pusieron un calmante y me pasaron a la sala de curas. Allí encontré a la mujer de mis sueños: gordita, con las mejillas sonrosadas, el pelo rubio recogido en una coleta y ojos azules enrojecidos de cansancio; entró con bata, guantes y sonrisa, me saludó y me explicó que me iba a coser esa herida y a vacunarme. Era tan idéntica a la que yo soñaba que dudé de su autenticidad como dudé de mi buena suerte. Aprovechando la prerrogativa que concede el dolor, le cogí varias veces la mano para cerciorarme de su realidad carnal. Cuando luego pasó a darme el alta le supliqué que me dejara volver a verla y, aunque sorprendida, me citó para la tarde siguiente.

Esa noche empecé a nadar con brazadas fuertes hacia el puerto azul que me ofrecía su mirada tranquila, y el entusiasmo que puse en salvarme no me dejó dormir.

Pese a mi pie hinchado, prácticamente llegué volando a la placita donde habíamos quedado. Me había acicalado para la ocasión con mis vaqueros menos gastados, un jersey nuevo y una bufanda que me había hecho mi madre y que nunca usaba, pero pensé que le gustaría la combinación de azules y grises tejidos en rayas finas. La vi acercarse con vestido rojo y chaqueta y medias negras. Nos dimos la mano muy educados y fuimos a pasear al parque; cuando acabamos de soltar exclamaciones admirativas sobre los grandes ficus y magnolios de la etapa americana, le propuse ir a mi casa a merendar.

Me di cuenta de mi error apenas cruzamos la cancela. Mientras se hacía el café hablamos con desenfado fingido de cosas insignificantes y ella me miraba con sus ojos azules en los que mis brazadas se hacían menos seguras por momentos. Con las tazas humeando en la mesa cogí la guitarra del rincón y empecé a arpegiar una canción de Silvio Rodríguez; ella canturreaba bajito acompañándome mientras su sonrisa se hacía triste, triste. La acompañé hasta la puerta de su casa y me dijo hasta pronto con el tono de dejarme en mi naufragio ya para siempre.

Volví pateando piedras todo el camino, sintiendo tristeza por esos momentos mágicos que de pronto se deshacen sin saber por qué... Abrí la cancela de hierro haciendo todo el ruido que pude y subí de tres en tres los peldaños de la escalera a mi guarida. Lloré mucho rato.

viernes, 6 de julio de 2012

Gaviotas



Me desperté sobresaltado en mitad de la noche y escuché... 

Eran chillidos de gaviotas.
Quería seguir durmiendo, pero mis sueños se llenaban de aves ofensivas, enloquecidas y gritonas. Al clarear el día decidí salir de ese duermevela inquietante a golpe de cafés y de un paseo.


La playa estaba cubierta de peces muertos. El mar era una balsa de mercurio y cada ola depositaba suavemente un nuevo cargamento plateado sobre la arena. En la línea del horizonte se veían grandes barcos grises. Las gaviotas llenaban el cielo con júbilo de festín.


Me he encerrado en casa, pero la radio no emite nada desde hace días, y tengo miedo.

miércoles, 4 de julio de 2012

¿Te acuerdas?


¿Te acuerdas, Marisa? 
Mamá salía todas las tardes a pasear con su perro por la playa ¡iba tan guapa!, con un vestido blanco, sandalias y sombrero, y una bolsa grande de rafia donde iba metiendo las cosas que encontraba en su paseo: piedras, conchas, caracolas, el caparazón de un erizo o el esqueleto de una estrella de mar. 
Yo salía tras ellos algunas veces hasta alcanzarlos; los veía de lejos como una imagen idílica, una estampa romántica y pacífica impresa en calma veraniega. Mamá andaba tranquila, como era ella; de vez en cuando se agachaba a coger algo que le había gustado o se sentaba un momento en una roca mirando al mar y al horizonte, tras el cual estaba Orán ¿te acuerdas? siempre que miraba a lo lejos nos decía eso: "mirad, niñas, detrás de la línea del horizonte está Orán... algún día iremos"
El perro corría a su alrededor o hacía carreras persiguiendo a una gaviota por la orilla, luego volvía rápido al lado de su dueña, a veces con una piedra en la boca, como una ofrenda... Eran un buen equipo, mamá y su perro Blanco.

¿Te acuerdas? Siempre tardaban bastante en regresar de sus paseos. Cuando llegaban, mamá soltaba su bolsa y se sentaba en el jardín a descansar hasta la hora de la cena, y el perro Blanco se echaba a sus pies, también cansado, y metía la cabeza bajo las piernas de mamá para que ella pusiera sus pies desnudos sobre su lomo lanoso. Se quedaban así, quietos, mucho rato.
Después de cenar nos sentábamos todos en el porche, y entonces mamá vaciaba en la mesa grande el contenido de su bolsa y revisaba cada pieza con la sonrisa feliz de una niña. 
¿Te acuerdas, Marisa? Parece que la estoy viendo. Clasificaba las piedras por tamaños, formas, texturas, colores y manchas; luego las guardaba en distintas cajas etiquetadas por ella. Las conchas y caracolas iban a otras cajas. Los esqueletos delicados de los erizos y las estrellas los dejaba en un cesto de mimbre que ponía en un lugar alto de la estantería, para que no los tocáramos... ¿Te acuerdas? Siempre queríamos alcanzar ese cesto y sus maravillas.

¿Te acuerdas de esos veranos? ¿Te acuerdas de mamá, de su perro Blanco, de sus paseos y sus búsquedas por la playa?

¿Te acuerdas de mamá en invierno, cuando íbamos a casa de vacaciones? Estaba en la terraza acristalada, llena de luz, trabajando en sus piezas del verano. Miraba a cada una de ellas como única y a todas las trataba con mimo de madre, o de artista. Allí, en esa terracilla cerrada a los vientos del invierno, pintaba las piedras, las conchas y las coracolas que se prestaban a ser pintadas. Tenía una mesa llena de pinturas y pinceles, y las cajas con sus tesoros del verano ordenadas en el estante.
¿Te acuerdas? Me parece verla coger una piedra, observarla, pasársela entre las manos como si la acariciara y elegir el tema y los colores para ella.
 
¿Te acuerdas, Marisa? Por eso tenemos en casa tantas piedras que simulan ser pájaros y flores, loros imposibles, castillos, ríos y bosques... Tu preferida era una en forma de montaña, blanca y llena de surcos, en la que mamá pintó un precioso castillo en la cima y un río que la rodeaba desde arriba en azules cambiantes hasta llegar al borde blanco de abajo ¿te acuerdas? Era muy naïf esa piedra y se la pediste para usarla de pisapapeles en tu mesa de despacho. La has tenido siempre alli, la sigues teniendo... A mí me dio ese día un loro verde y azul de textura lisa muy agradable ¿te acuerdas? también lo tengo en mi escritorio, al lado del ordenador.

Marisa, mira, te he traído tu montaña blanca, mírala por favor, por favor, despierta y mira tu piedra con su castillo de cuento y su río tan azul. Los médicos dicen que puedes despertar, Marisa, que la lesión no ha sido demasiado grave y que... Inténtalo, por favor.
Mañana te traeré la piedra del loro para que toques lo lisa que es y hablaremos de las navidades en casa de la abuela, con todos los primos y tantos dulces.
Hasta mañana, hermana.

Cómo gasto papeles


"Cómo gasto papeles recordándote..."
Silvio Rodríquez

¿Qué mecanismos incomprensibles hacen que te recuerde de pronto, sin venir a cuento, mediando entre tu mundo y el mío una distancia de cientos o de miles de años luz?

Ya ves, a veces los recuerdos vienen en oleadas suaves y pasan como las nubes, otras se ponen pesados y algo hay que hacer con ellos.

Algunas noches me asalta la nostalgia sin razón aparente y a veces su presencia es tan física, tan aplastante, que hasta me cuesta trabajo respirar, como si se hiciera el vacío a mi alrededor, un vacío absoluto.
No estoy triste, no estoy desesperada... 

Es sólo nostalgia, una nostalgia que casi diría feliz, casi... pero cuando me agarra me paso horas rebuscando entre viejos papeles, tratando de encontrarte y -sobre todo- de encontrarme en otras coordenadas emocionales. 
Ésta es una de esas noches en que los fantasmas se asoman por la puerta, me ven y se quedan un rato en casa. Ante su insistencia, siempre me rindo: empiezo a abrir viejos e-mails de forma absolutamente caótica, guiándome por el título o por la fecha -tan desordenados ellos y tan desordenada yo-

Una radio respetuosamente baja en la casa de enfrente. 

La risa loca de alguna gaviota despistada. 
Una moto pasa quemando el tubo de escape. 
El perro del vecino ladra y le siguen unos cuantos, compitiendo en volumen. 
Mi gato se despierta maullando, como si fuera con él la bronca, o como si pidiera que se guardara la compostura, a esas horas. 
Ruidos nocturnos, ruidos compañeros.


Me pregunto qué sentido tiene leer los restos de un naufragio. Cierro el portátil y son ya las 2,30h. pasadas...

"Y como pasa el tiempo,

 que de pronto son años..."

martes, 3 de julio de 2012

Neurotransmisores


Casi siempre había sospechado yo que había algo raro en mi estructura personal, pero fue una noche, volviendo de una juerga, cuando me di cuenta de que soy un cajero automático. Lo supe con tal certidumbre que, sin molestarme siquiera en llegar a casa, me quedé instalado en la esquina de la plaza Baja con mi calle, con idea de facilitar que mi madre me encontrara cuando saliera a buscarme. Ahí me instalé y ahí seguiría, como sería lo lógico, si no me hubieran traído a este lugar con el pretexto de que es imposible que yo sea un cajero automático. Va ya para seis meses, me dicen, y aquí sigo. Cuando me instalé en mi esquina fue la gran novedad del barrio: una máquina que nunca descansa ni cierra sus puertas dispensadoras de billetes. Me sentí único. Mis clientes, mientras hacían cola frente a mí, comentaban lo bien que se podía leer en mi pantalla fosforescente y la claridad de mis instrucciones para usarme; se admiraban de mi porte impasible y de mi eficiencia para disponer siempre de billetes recién dibujados en papel crujiente. Yo era feliz. Pero me duró poco, ya les digo. Un día Lola, la peluquera, en vez de dinero me pidió un secador nuevo y yo se lo di, uno precioso de color amarillo; y Martín el de la ferretería quiso flores libres y yo le hice en lila la flor de la alfalfa…Por ahí empezó, creo, la fusión de algo frío en mi interior. Y me trasladaron aquí.

Casi todos los días tengo consulta con mi doctora. Pienso que es mejor hablar algo con esa mujer que seguir manteniendo mi silencio de cajero, así que procuro complacerla. Mi doctora es menuda y pálida y tiene ojos de tormenta. Cuando entro en su despacho me dice que me siente en la silla del otro lado de su mesa y me pregunta cómo estoy: siempre contesto que muy bien y sonrío, a sabiendas de que eso la tranquiliza. Me pregunta si olvidé al fin mi ser de cajero y le digo que sí, que sé que no lo soy. Luego seguimos una rutina de preguntas y respuestas un rato y me despide hasta mañana.

Paso los días en el pasillo, fumando. Si me piden que ande, lo recorro entero entre ventana y ventana de ambos extremos, o me llego hasta la puerta de salida de la sala, para nada, para comprobar que sigue cerrada. Pero en cuanto veo que el personal anda atareado y descuida los controles, me instalo a trabajar pegado a la pared, en la zona de mitad del pasillo, para ser accesible a todos. No es lo mismo que antes, créanme, porque no tengo clientes y me los tengo que imaginar. Y además, como sé que a esta gente le molesta mi condición, he dejado de imprimir y dar dinero para regalar frases tontas que escribo en trocitos de papel. Cuando alguien se para frente a mi pantalla, le doy una:

"Tu pelo huele a ausencia,
recorres el pasillo
y acabas en el miedo…" Por ejemplo.

O
"El verde de esa bata
araña sin piedad
tus párpados pesados…" Tonterías, ya saben.

A veces obtengo por eso una sonrisa, a veces alguien se queda un rato a mi lado. Me dicen que es mucho más bonito ser poeta que cajero automático. Les digo siempre que sí. Pero en algún lugar del más recóndito de mis chips algo debe estar fallando que me hace sentir unas molestias difusas. Esta mañana me sobrecogió la liquidez salada de una lágrima que cayó resbalando pantalla abajo cuando Pili me dio las pastillas, que invariablemente me meten por la ranura destinada a las tarjetas. Imprimí para ella, para Pili:

"No hay píldoras de tristeza
con más potencia
que el fondo negro de tu mirada".

Yo, que fui diseñado para ser inconmovible, noto ahora una cierta comezón en la luz verde de mi pantalla, mis destellos titubean ante una sonrisa y chirrío por todos mis engranajes cuando me toca una mano. Seguro que están fallando algunos circuitos. Ahora que me conocen, háganme el favor de pedir que algún técnico se pase a ajustarme estas piezas que andan medio sueltas por ahí dentro y que ponen en peligro mi integridad de cajero. Gracias.

domingo, 1 de julio de 2012

Viaje a las estaciones


Tratando de poner orden en mi escritorio (un imposible más en mi vida) encuentro algunas fotos del año pasado, fotos que no recordaba de un viaje que olvidé, quizá por inquietante. 
La inquietud procede, en gran medida, de mi propia disparatada decisión de hacerlo con un casi desconocido que hablaba mi lenguaje favorito, que manejaba coordenadas inexistentes, que gustaba de viajes improvisados y que, además de todo eso, sabía cantar estrofas de algunos palos del flamenco con bastante gracia (lo cierto es que estaba tocado por el ángel).

La segunda vez que hablamos me propuso irme con él a un viaje cercano, y acepté. Como en la canción de Sabina, "la cuarta se vino a dormir" y al día siguiente por la mañana salimos hacia el Algarve.
La idea era seguir la ruta del ferrocarril de la Ría de Tavira, parar en las viejas estaciones, dormir donde nos pillara el sueño (aunque el Sueño nos acompañó todo el viaje)... 

Era un deseo fugaz de nomadismo hedonista en tres días.
Quien conozca el Algarve sabe de sus costas cambiantes y de su luz, de las aguas remansadas en la ría que de pronto, un tramo más allá, golpean con pasión atlántica los acantilados.
Subimos a un tren decadente que iba costeando muy despacio desde Vilareal a Faro, un tren sucio por fuera pero que te acoge en su interior con elegancia antigua. Observar a paso de tren cansado todo lo que se pueda, todo lo que se alcance, del parque natural de la Ría Formosa, es algo que recomiendo sin "pero" alguno.
Luego hicimos el mismo trayecto en coche, para poder parar en las estaciones abandonadas por donde el tren pasa de largo, aunque a paso de persona. Yo hasta creo que pasaba con tanto cuidado para no lastimar las enredaderas que se apretujaban a los lados de la vía.
Hay que ver estas estaciones antes de que el salitre, la desidia y la vegetación que crece sin control las devoren del todo. Son casas blancas con adornos de azulejos; en algunos casos con detalles modernistas, con jardines de palmeras y cipreses, con verjas de hierro forjado, con chimeneas de ladrillo de esas tan bonitas que abundan en la región, con puertas y ventanas en colores azules, verdes, amarillos... 


Con todo eso y en tan poco tiempo, me queda ahora, al ver las fotos (tan malas, hechas con el teléfono) una sensación irreal, como de algo que me hayan contado. La irrealidad toma fuerza, sobre todo, recordando Cacela Velha. Es un pueblo de postal en blanco rabioso y colores vivos, con calles empedradas, con una fortaleza desde la que se ve toda la ría y sus islas alargadas, y con un cementerio muy curioso situado en lo alto de una calle y con la verja de entrada siempre abierta. En Cacela Velha, sus cuatro o cinco calles están dedicadas a los poetas portugueses: se llaman Sophia de Mello Breyner Andresen, Eugenio de Andrade, etc..., muchas de sus casas tienen versos escritos entre los colores de sus cenefas, las estrellas de navidad que colgaban en la plaza -olvidadas o anticipadas- tenían en medio un barquito dibujado, un barco como los que se usan allí para pescar en aguas bajas...
En un azulejo en la pared lateral de una casa estaban estos versos de Sophía de Mello:


"As praças fortes foram conquistadas
Por seu poder e foram sitiadas
As cidades do mar pela riqueza
Porém Cacela
Foi desejada só pela beleza"

Es un lugar para ir a conocerlo y para volver de vez en cuando.
Como las estaciones medio olvidadas, que olían a heliotropo.