viernes, 29 de junio de 2012

Una mujer en el maletero


Cuando dijo que se iba y yo escuché el portazo en mi cabeza, en realidad ya se había ido hacía mucho tiempo. Yo no lo sabía, y él tampoco. Pero se había ido tras la chica de al lado, esa tan mona de pelo rizado como un perro de aguas. Siempre temí que acabaría sucediendo.

Después vino aquel terrible periodo de depresión en el que, incluso, tuve que dejar mi trabajo como vendedora en un concesionario de coches; trabajo que, si bien no era el sueño de mi vida, me permitía viajar mucho y usar siempre los mejores coches de la compañía. Al despedirme, con el finiquito me dieron uno de los coches más viejos del almacén, no sé si como regalo o como parte del salario final -no me puse a echar cuentas.

Salí con el coche dispuesta a usarlo para deshacerme de sus cosas. Las cosas suyas que quedaban en mi casa eran mis zapatos: todos mis zapatos eran Sus Cosas porque él me los compraba. Le encantaban los zapatos de mujer y convirtió mi armario, al poco de vivir juntos, en una réplica del que debía tener Imelda Marcos cuando salió de Filipinas.

El día que me levanté llorando un poco menos me enfrenté al armario dispuesta a hacer limpieza: pares y pares de zapatos bien ordenados de todos los colores, materiales y formas, cerrados y abiertos, con plataformas, con tacones finos, gordos, largos, cortos, larguísimos de caerse y matarse; con suelas de cuero, de crepe o de goma; con puntas redondas, cuadradas, triangulares, en punta de las que machacan los dedos. Todos los modelos tenían sus nombres escritos en las cajas, con tinta negra y trazo grueso, que él rotulaba con esmero en letras enormes: Merceditas amarillos, Merceditas -pero menos- marrones, Manoletinas verde oliva, Topolinos violeta, Fiesta negros brillo, Gran fiesta plata y azul, Salón azul marino, Botines charol, etc, etc.
Vomité al ver esas cajas alineadas con su contenido de fetiches.


Los bajé al coche en el carro de la compra, tuve que dar varios viajes para llevarlos todos. Llené el maletero hasta los topes y sobraban cajas. Entonces los saqué de las cajas y los eché sueltos, apretándolos bien. Ya con todos dentro, decidí tirarlos a un barranco cerca del pueblo y salí hacia allí. Cuando abrí el maletero para empezar la purga "zapateril", me encontré a la chica mona de pelo rizado sentada dentro, calzada con mis preciosas sandalias doradas de tacón de 12 cm. y en una pose de descaro tal que le cerré de golpe la puerta, muy irritada. Volví a mi asiento y conduje de vuelta a casa.

Todos los días llevo el coche y su carga de zapatos al barranco y todos los días ella está dentro sonriendo y con algún par de mis zapatos puestos, siempre distintos, según su ropa o su no ropa, que alguna vez está en cueros. Pasan los meses y ahora usa, de preferencia, merceditas y manoletinas, porque está embarazada y se ve que los taconazos no le van bien. Yo siempre la miro con todo el desdén que puedo y cierro de golpe la puerta del maletero en sus narices, para que se fastidie.

Estoy pensando en despeñar el coche por el barranco, pero dice mi terapeuta que no es buena idea. Él sabrá, que para eso le pago muchísimo dinero. Aunque esta es otra historia.

De momento, sigo teniendo que ver cada día a esa mujer de pelo rizado en mi maletero, sentada o recostada hábilmente sobre mi montaña de zapatos, posando como una diva, siempre con un par. Pero ahora yo me llevo cartas escritas por él y leo alguna en voz alta frente al maletero abierto, una carta antigua donde me ama a chorros y lo escribe con su letra mala de zurdo inteligente. Y cuando termino, la doblo lentamente antes de guardarla en el bolso y antes de pegar el portazo en el maletero.

Para que se fastidie.

miércoles, 27 de junio de 2012

Amapola de asfalto



Semilla despistada:
perdió el rumbo del trigo y del sosiego
y anidó en esa herida
del borde de la calle.

Quizá no se dé cuenta
de la ruda mordaza del asfalto
ni de la enemistad
de los gases de los tubos de escape.

Quizá cualquier insecto
despierte una mañana entre sus pétalos
y deje antes de irse, generoso,
noticia de otras flores.

El laberinto.

Marta recoge la mesa y se va a abrir su ordenador. Se despide de su marido, que ya está chateando en el suyo y apenas se miran al pasar.

Encuentra enseguida a Teseo esperándola al otro lado de ese puente de palabras construido con tanto cuidado, con tanto amor. Le dice "te quiero" y toca la pantalla con mano temblorosa. Oye teclear a su marido en el otro cuarto.

Se acuesta tarde, culpable y feliz; el marido también, tras despedirse de Ariadna.

domingo, 24 de junio de 2012

Si el día me atropella...


Sé que tiendo al caos, que mis días se organizan como ellos quieren, que cuando enciendo el ordenador se me olvida comer y si me pongo a comer pierdo el libro que llevaba en las manos y cuando lo encuentro no sé dónde dejé el móvil y entonces suena y tengo que buscarlo por entre los matorrales espinosos, porque se ve que cuando regaba se me cayó, y voy y me pincho queriendo encontrarlo mientras sigue sonando -infatigable- el tono estándar de movistar... Y todo esto sin llevar las gafas, porque no sé dónde se habrán metido esta vez jugando al escondite.

Cuando los días me atropellan de esta forma, tan tonta y tan sin sentido, me doy una orden escueta: ¡a la playa! 
Cojo las llaves, cierro la puerta y me voy a las rocas de mi cala favorita. Nado hasta cansarme mucho y cuando salgo del agua mi cuerpo está en estado de ingravidez y mi cabeza silenciosa: los montones de pensamientos innecesarios e inútiles que la llenaban se han disuelto en agua marina y yo estoy liberada de un lastre absurdo.
En ese momento me convierto en una especie de acumulador de energía. Me quedo tumbada al sol, como los gatos, absorviendo calor a través de la piel como si tuviera que cargar baterías infinitas; miro las chispas de luz de plata titilando sobre la superficie del mar de azules cambiantes, escucho el sonido del agua tan dentro de mí como el de mi sangre, olfateo el salitre y las algas y el olor profundo -esos matices telúricos- de las rocas, saboreo la sal de mis labios...

Es un momento libre.
Y las otras cosas no importan.

(esta noche de San Juan, lo mismo tengo suerte y me cae encima una estrella...)


sábado, 23 de junio de 2012

Aves de paso


Yo era una mujer feliz. O quizá no... Pero como no lo pensaba, eso no tenía importancia. No pensaba la vida en términos de felicidad, la verdad. De hecho, no la pensaba en absoluto. Sólo la vivía como podía, andaba por los días tal y como iban viniendo: a trompicones, salvando baches, escaqueando trampas, disfrutando las calmas, aguantando los vendavales... Como cualquiera.

Mi vida era corriente, yo era corriente y eran muy corrientes mi marido, mis hijos, mi piso, mi barrio, mi trabajo.

Tengo 39 años y trabajo de limpiadora en un hospital grande, como personal fijo de una subcontrata de mantenimiento. Mi marido, Ramón, es fontanero y trabaja cuando lo llaman; es una buena persona, nos conocemos desde siempre, nunca me ha sorprendido ni me ha dado grandes quebrantos. Mis hijos están estudiando, si es estudiar lo que hacen, y esos sí que dan problemas de todo tipo. La hipoteca del piso la terminaremos de pagar en unos pocos años más.

Así era mi vida, una llanura aburrida con algunos obstáculos corrientes por donde llegar a no sabía dónde, ni me importaba. Con llegar a fin de mes, no pelear con mi gente a navajazos y descansar lo mínimo necesario para estar con mediana decencia en el trabajo ya tenía bastante.

Entonces llegó a mi servicio el argentino. Un médico argentino que venía para unos meses, como parte de su formación, como pasaban tantos por allí al cabo del tiempo. Pero éste me miró y encontró a una mujer bonita debajo de mi feísimo uniforme, consistente en una bata gris informe con un anagrama de la empresa sobre el bolsillo del pecho izquierdo. Nos cruzamos varias veces, yo colgada literalmente de mi escoba -que las piernas no me sostenían ante el empuje de su mirada- y él con el fonendo basculando alrededor del cuello, antes de que me hablara, a mí, directamente a mí:
- Sos preciosa, señora, lo sabés ¿verdad?
- ¿Yo...? Pues... Gracias...
Y seguí limpiando el pasillo, que se me hizo corto, corto; y veía en cada losa la mirada que supo traspasar mi bata desabrida, y escuchaba la voz argentina sobre los ruidos de la planta, diciendo esa tontería que me hacía tan feliz...

Cada día se me acercaba un poco más, me decía algo más; yo empecé a perder tartamudez y a ganar amplitud de sonrisa. Me compré un broche de esmaltes de colores para colocarlo encima del anagrama del pecho, algunos días cogía una flor de camino al trabajo y me la prendía en el pelo. La gente de la planta me decía que estaba guapa, por primera vez en mi vida. Cuando el argentino se dirigía a mí yo me dejaba caer en la mopa y hablábamos sin parar de sonreírnos, de qué temas no lo recuerdo, pero esas miradas, esas sonrisas, esos pulsos desatados...

Un día me dijo si quería ir a comer a su casa y dije que sí.

Jamás hasta ese día supe cómo era el amor locura, el amor, en definitiva. Se me olvidaron mi casa, la hipoteca, comer y dormir, Ramón y mis hijos. Yo sólo pensaba qué ponerme debajo de la bata y en el pelo, qué decir en casa si me preguntaban algo. La verdad es que Ramón, como estaba la Champions, nunca me echaba en falta en el sofá, y yo dejaba siempre comida preparada para todos, eso sí. Cuando uno de mis hijos hizo notar que me veían poco, les dije que estaba haciendo un curso de flecos para mantones que me interesaba una barbaridad, allí cerca, en el Centro Cívico.

Todos los días quedábamos el argentino y yo, a cualquier hora, dependiendo de los turnos, y era como si al fin entendiera yo lo que era vivir. Él me decía que nunca se quedaba en los sitios, que siempre estaba de paso, que le gustaba viajar: estudios, congresos, placeres... Un culo inquieto era, me decía.

El día que se fue lo acompañé al aeropuerto para verlo elevarse y desaparecer volando en el cielo. Yo sabía que me moriría de pena durante un tiempo, pero me gustaba más eso que morirme de aburrimiento; sabía que si me mordía el corazón la nostalgia, era más bonito ese dolor que dejar que me comieran las moscas en el sofá triste frente al televisor.

Volví a la fosilización de mi rutina, pero yo ya no era un fósil: seguiría poniéndome el broche de colores sobre la bata, diademas bonitas en el pelo, alguna flor...
Me habían crecido alas y había aprendido a volar un poco.




viernes, 22 de junio de 2012

Medusa


Miré directamente a Medusa y toda ella se convirtió en piedra. 
No pudo soportar en sus ojos el dolor de los míos. 
Sus cabellos de serpientes se tornaron guijarros que cayeron a mis pies, 
su grito quedó congelado en pedernal, 
sus manos se hicieron duros tormentos fríos...


En la Gran Cisterna de Estambul, Medusa mira pasar los siglos con su mirada de piedra. Su cabeza está volcada en el agua quieta y oscura, soportando una columna que llega al cielo de la Basílica.
 Sus ojos temibles, ahora petrificados, miran fijamente a los visitantes que pasan ante ella y la fotografían 

-¡pobre Gorgona caída!-

En esas estancias de silencio, Medusa no es ya el ser terrible y furioso capaz de convertir en piedra mi corazón dolorido.
Salgo de allí arrugando la carta final en mi puño cerrado.
Salgo con las heridas vivas, con la tristeza renovada ante la imposibilidad de mi esperanza última...
Medusa ya no puede ayudarme.

miércoles, 20 de junio de 2012

El viaje a Palermo


Compré un billete de avión para ir a un lugar al que llegaré hoy, solamente, mirando su nombre impreso en la hoja de papel.
No cogeré ese avión; hoy no viajaré a Palermo.
Pero hago como que sí.

En un fogonazo azul casi turquesa miro la ciudad desde la ventanilla, acercándose a mí como la vez que estuve allí. 
Hay lugares maravillosos, lugares comunes, lugares cómodos, o difíciles y como desordenados; los hay luminosos o algo oscuros, bulliciosos, o callados como para no molestar... Hay lugares tan llenos de todo que parece que no cabe nada ni nadie más. Y hay Palermo, donde tantas cosas y tanta vida se salen de su sitio por rebosamiento, y una se aturde con el arte en cada esquina, con el color rabioso, con la gente que habla metiendo las frases en partituras musicales, que ponen notas de risa en la voz aunque digan palabras de enfado.

Hoy llego a Palermo desde esta otra esquina mediterránea: las avenidas grandes junto al mar, las calles estrechas del centro, los mercados atiborrados, el olor a pescado, los vendedores vociferantes, los coches que casi te atropellan -scusi, signora, prendiamo un café, prego...- los cafés, la catedral, los museos, las flores, la pizza, la música, los palacios, las casas de colores... y siempre un azul impactante de fondo. 
El mismo azul de aquí, ma azurro....

Me dejo invadir por el mundo paralelo de un viaje que hoy no haré mientras cruzo la calle para comprar el pan, mientras desayuno café con leche, mientras saludo a la vecina, mientras escucho en la radio las noticias -cabreantes- sobre el cataclismo económico, mientras me lavo los dientes y pongo música a todo volumen... Mundos paralelos me invaden y yo me dejo.

domingo, 17 de junio de 2012

Un día como hoy



Algunas mañanas me levanto con el complejo de El Principito puesto: siento la necesidad perentoria de limpiar mi pequeño planeta.

El Principito tenía que controlar el crecimiento de sus tres baobabs, para que no acabaran rompiendo el asteroide donde vivía; yo, mucho más prosáica y humilde, tengo que controlar el avance desmesurado de chumberas, pitas y todo tipo de plantas cactáceas que crecen en mi pequeño jardín. Son las únicas plantas que pueden vivir en este pedregal salino, pero si las dejo libres de crecer a su antojo, luego me las encuentro dislocadas por todas partes y me cuesta volver a meterlas en vereda. Son tenaces supervivientes que avanzan sin parar, asfixian arbustos, parten losas del patio y levantan adoquines.
No tengo una rosa a la que proteger -imposible tener una rosa en este territorio hostil- pero hay dos hibiscus que están en riesgo permanente de ser engullidos por unos pulpos de voracidad imparable que ya han liquidado varias plantas más indefensas.

Algunas mañanas me levanto así, decidida a poner un poco de orden vegetal a mi alrededor, pero termino llena de arañazos y con la convicción -oportunista convicción- de que es mejor dejar que el pequeño ecosistema de mi asteroide se regule solo. Me mantengo firme en esa idea hasta que se me curan los arañazos y/o veo peligrar seriamente, de nuevo, a los hibiscus. Entonces vuelvo a levantarme un día sintiéndome otra vez como el Principito, y corro a controlar los baobabs que amenazan el equilibrio de mi asteroide B612bis.

sábado, 16 de junio de 2012

Espejo oscuro


Al abrir el portátil me he visto reflejada sobre la pantalla negra. He dado un respingo de sorpresa y -¿por qué no decirlo?- de desagrado. Sabía que era yo, pero no me parezco nada a la imagen que aparece sobre fondo oscuro -como de azogue antiguo- tan igual a mí, tan gemela y tan extraña.

Me he mirado con atención en esa especie de negativo, he hecho morisquetas, he sonreído patéticamente, me he puesto seria, me he saludado con la mano derecha que se correspondía en el espejo de la pantalla con la izquierda de mi imagen... Esa mujer no soy yo. Es una ficción borrosa de mí que aparece en el portátil como un salvapantallas inoportuno; una ficción de pelo lacio, gesto hosco, arrugas en la frente, ojos tristes y aspecto desesperanzado.

Quiero pensar que la pantalla me gasta una broma pesada devolviéndome una mala caricatura de mi aspecto habitual, una exageración negativa de todo lo que conforma mi rostro, por pura maldad del alma mecánica que pueda tener el ordenador...

Cierro el portátil y dejo allí encerrada, sin miramientos, a la mujer que me miraba desde el fondo.

viernes, 15 de junio de 2012

Piezas de puzzle


...Hoy comienza la Operación Paso del Estrecho. La OPE 2012 facilitará el paso de unos dos millones y medio de viajeros desde Europa a Marruecos a través de varios puertos de Andalucía...


La noticia sale de la radio, traspasa la barrera del sueño, penetra en mi conciencia y dispara unas alarmas de mi cuerpo que estaban tan dormidas como yo en ese momento de la madrugada.

¡Él ha vuelto!

La noche se rompe en mil pedazos imposibles.

Ha vuelto, ha vuelto, ha vuelto...
Esa oración tan sencilla se repite y se repite, hasta convertirse en una salmodia que llena mi pensamiento aturdido. 
Cada ha vuelto es una pieza única e infinitamente replicada de un puzzle desbaratado. 
Millones de esas piezas se generan de forma automática en mi cabeza medio dormida y se deslizan al corazón, donde se acumulan unos ha vuelto sobre otros, se amontonan... 
Y me pesan.
Ha vuelto... ¡Qué lejos sigue!

miércoles, 13 de junio de 2012

Un poeta de la calle


En una placita de Venecia, un poeta regalaba a los transeúntes sus obras, escritas en papeles corrientes plegados con elegancia. Era un escritor voluntaria y decididamente anónimo. 

Nunca tendría "Obra" -me dijo- porque no firmaba sus textos y no guardaba copias de lo que regalaba. 
Le gustaba escribir en la inmediatez para lectores fugaces y esperaba ser olvidado al instante siguiente de cada encuentro. 
Era un poeta de la calle y, pese a escribir a la vista de todos los paseantes, era un poeta secreto. Era también muy selectivo: sólo entregaba sus palabras a personas que le gustaban lo suficiente como para hacerlas depositarias de sus poesías. Miraba a los ojos al entregar el papel y, en mi caso -estoy segura de ello- entendió perfectamente una parte importante de mi alma.


Escribía poesías, las regalaba, esperaba ser olvidado al instante siguiente... Yo lo olvidé. 


Hoy, preparando de nuevo mi mochila, encontré en un bolsillo tres papeles del poeta. Los desdoblé emocionada, esperando encontrar los poemas que me regaló. Estaban en blanco. Quedaba sobre el papel un rastro sutil de las palabras que allí hubo, como si una tela de araña hubiera dejado un ligero roce en matiz sepia, pero habían desaparecido las letras. El poeta secreto sigue siendo secreto; sus poesías son tan efímeras como él quiere que sean. 
He guardado los papeles en el mismo bolsillo de la mochila donde los puse hace un año. 
Quizá vuelva a Venecia alguna vez y pase por esa placita.

Quizá siga allí el poeta regalando sus obras maravillosas destinadas al olvido.

martes, 12 de junio de 2012

Aventura en dos segundos (o tres)


He coincidido con Freddy Krueger en el Mercadona. 
Puedo jurar que era él porque hemos hecho juntos el trayecto desde el supermercado a la 2ª planta de aparcamientos del subsuelo. 
Me metí en el ascensor detrás de su carro sin fijarme. Cuando ya estábamos ajustados al poco espacio y colocados de frente lo vi, pero ya no había remedio: le acababa de dar al botón -2 y estaba atrapada allí, con él. Me dio miedo su sombrero, su camisa, sus manos, sus gafas de sol... 
Miré al suelo, luego subí la vista lentamente a su carro, cuyo contenido me tranquilizó: estaba lleno hasta la mitad de plátanos de Canarias y la otra mitad de garrafas de agua. Algo sosegada por esta visión pacífica -aunque rara- seguí subiendo la mirada... ¡Nunca lo hiciera! él, que no había abierto la boca en ese rato, animado por la simpatía -supongo- inició una sonrisa que me mostró unos dientes puntiagudos separados entre sí por un espacio de varios milímetros. Me puse a pensar en la posible relación existente entre esa dentición y su dieta de plátanos y agua, pero no me salía ninguna teoría aceptable.
En esto paró el ascensor y, por puro descuido de ambos -y por mi parte, además, una precipitación fruto de mis ganas de salir de allí- trabamos los carros a la salida del mismo. Freddy hizo un ruidillo de ji ji enseñando de nuevo sus dientes puntiagudos mientras yo tironeaba del carro y luego echaba a correr en busca de mi coche. Cargué el maletero y fui a devolver el carro y a recuperar mi euro. Al acercarme a la fila de carros, Freddy llegaba con el suyo y, a modo de broma -digo yo, porque volvió a emitir ese ji ji entretanto- chocó su carro con el mío, como haciendo una gracieta. 
No esperé más; dejé allí el carro con el euro metido en su ranura, me fui al coche y arranqué... De pronto, entre mi coche y la salida se interpuso Freddy haciendo señales de que parara. Ni caso, lo esquivé, enfilé la rampa de salida como las balas y, ya desde arriba miré atrás y vi al pobre hombre agitar una mano alzada de cuyos dedos sobresalía un euro, seguramente el mío, que habría recuperado y querría devolverme. Salí.
Lo siento, Freddy, has tenido la desdicha de coincidir en el súper con un ama de casa terroríficamente imaginativa.
(Y yo la próxima vez echaré al carro cincuenta céntimos, ni uno más.)

sábado, 9 de junio de 2012

¿Porqué no los milagros?


Ayer me bañaba en la playa cuando hubo un terremoto. Fue de escasa intensidad pero el epicentro estaba cerca de mi zona, así que percibí el temblor en el agua: fue algo extraño y perturbador, algo como estar a medio camino entre la risa y el pánico. Sólo fueron unos segundos, quizá unas fracciones de segundo.
Luego me quedé un rato en la playa pensando sobre las cosas extraordinarias que ocurren contínuamente; cosas que pueden poner patas arriba, en un instante, nuestra vida medio ordenada.

Asumimos un cierto nivel de riesgo con bastante naturalidad. Aceptamos riesgos mínimos todos los días, pequeñas molestias, inconvenientes, disgustos pasajeros... Por ejemplo, que perdemos las llaves, que se nos estropea el coche justo cuando nos va a hacer falta, que nos roban el bolso o que nos cancelan un vuelo en vacaciones y nos quedamos un día en un aeropuerto. Nos joden, pero ahí están. 
Aceptamos también riesgos de mayor calado, de los que no podemos ni esperar, porque vivimos en la creencia -algo arrogante- de mantener un cierto control sobre nuestro mundo: nadie espera tener un accidente, pero hay accidentes; nadie espera enfermar, pero enfermamos; nadie espera un terremoto pero los hay cada día. En definitiva, nadie espera hechos dramáticos o catastróficos, pero ocurren y aprendemos a aceptar lo extraordinario en versión "malo".

¿Pero qué pasa con lo extraordinario en "bueno"?... parece que estamos menos motivados a esperar milagros, por pequeños que sean: ¿Me encontraré a un amigo olvidado en la calle? ¿conoceré a alguien tan alma gemela de la mía que sepa que lo estaba esperando toda mi vida? ¿me invitará a un café un desconocido una tarde de lluvia?...
¿Podré andar sobre el agua los ciento y pico metros que me separan de aquella roca? ¿Podría el sol no achicharrarme en tan poco tiempo?
¿Porqué no los milagros...?

miércoles, 6 de junio de 2012

Había un promontorio...



Llegamos al atardecer. En la radio del coche sonaba un concierto de guitarra y los pájaros se pusieron a cantar como locos desde todos los pinos. Era una cabaña pequeña y prestada, en medio de un monte cercano a la playa. Había llovido mucho esa primavera y el campo estaba lleno de flores, como un inmenso tapiz vivo. 
Nos reíamos sin parar mientras desplegábamos en nueve metros cuadrados el llamado kit de supervivencia y en tus ojos veía reflejada la felicidad de los tres días que teníamos por delante.

Me tumbaba al sol sobre la manta de tréboles húmedos y me acariciabas el pelo sin hablar, pero con una especie de canturreo inconsciente que se te escapaba por las rendijas del placer, y a mí me maravillaba que pudiéramos entrar juntos tan de inmediato en ese grado de idiotez que se traducía sin palabras en un "te quiero" compartido. 
Los días se iban tan rápidos que cada tarde teníamos que salir corriendo a buscar el sendero que conducía a la puesta de sol sobre el mar, un sendero misterioso que nos llevaba al promontorio escondido, nuestra atalaya al océano y al sol poniente. 
Allí nos quedábamos quietos escuchando el rumor de los árboles arriba y el latir de las olas abajo. Era un momento sagrado, un ritual imprescindible. Nos quedábamos tumbados en las rocas hasta ver algunas estrellas fugaces. Luego bajábamos cogidos de la mano, oliendo arbustos que no conocíamos y cantando canciones de Silvio Rodríguez, que sí conocíamos pero parecía que no: siempre equivocábamos las letras. 
La luna nos sorprendía lavándonos los dientes a la puerta de la cabaña y nos dábamos besos que sabían a dentífrico de menta. 
Nos quedábamos dormidos a ratos para soñar que estábamos juntos. Y nunca, nunca, queríamos contar que nos quedaban dos días, o 27 horas, o sólo ya esta noche porque mañana... Pero no, ahí no podíamos llegar porque era absurdo y cruel anticipar tanta tristeza.

¿Cómo puede ser que tengan final los días más bonitos del mundo? como si sólo fueran tiempo...

sábado, 2 de junio de 2012

Claqueta


Si hubiera sido una película yo habría tropezado contigo justo en esa esquina de la plaza donde estabas parado y absorto, como esperando algo impreciso; te habría dicho "perdona" con voz trémula y tú habrías dejado esa pose de esperar algo impreciso y te habrías fijado en mi cara de embeleso, en mi pelo mojado, en mi chaquetón azul marino y en mis carpetas abrazadas con fuerza exagerada. 
En el plano siguiente nos habríamos refugiado en el café pequeño de la calle de al lado, tú habrías dejado tu trenka mojada en el respaldo de una silla y yo mis carpetas sobre esa misma silla, y ambos estaríamos fumando y sintiendo que la vida estaba ya justificada por ese café compartido. 
Si hubiera sido una película, habría escampado enseguida para que bajáramos juntos por la Rambla hacia el puerto, a ver la puesta de sol sobre la bahía y la salida del ferry de Melilla. 
En la puerta de mi internado -si hubiera sido una película- hubiéramos dicho al mismo tiempo "¿nos vemos mañana en la plaza?" y yo habría...

Pero era la vida, y funcionó con su realismo más prosaico y antipático. Yo te vi allí parado, como si esperaras algo impreciso, me aturullé al pasar por tu lado pero tú me miraste con exactamente el mismo desinterés con que mirabas la lluvia. Al alejarme se me cayó un libro en un charco y se emborronó el texto de varias páginas; me quedé mojándome un rato en la acera de enfrente para mirarte, hasta que te vi tirar el cigarrillo que fumabas y salir andando Rambla abajo... Te habían dado plantón. 
Me fui al puerto sola, me entristeció la inexistente puesta de sol y lloré cuando vi salir el barco de Melilla. 
Mi residencia escolar me recibió con la frialdad de siempre y para colmo había de cena la sopa que menos me gustaba.

Nunca volví a verte, muchacho que fumabas en esa esquina mientras esperabas algo.
Tampoco pude leer nunca las hojas del libro con la tinta corrida.