viernes, 30 de marzo de 2012

Una oruga en mi salón



Jueves, 3. 

Hay una oruga en mi salón, está quieta en medio de una losa. La miro mucho rato, pero no se mueve. Me parece raro encontrarla ahí, debe haber entrado del jardín, es una procesionaria de los pinos -están infectados-
Cuando me acuesto, sigue allí, quieta.

Sábado, 5.
Agustina se trasladó ayer del centro de la losa a una de las juntas de unión entre losetas. Por la mañana estaba allí, en esa línea, y se movía por ella con calma de oruga. He observado su trayectoria: hace cuadrículas bordeando las losetas, nunca se adentra en el barro rojo de ninguna. A veces se para en la encrucijada de cuatro y se queda quieta durante horas. Le he puesto Agustina porque me recuerda a una persona también muy parada, muy menuda, muy de luto y muy de andar cuadriculado.

Domingo, 6.
No sé de qué vive Agustina porque no la veo nunca comer, ni en ese suelo hay nada que comer. No sé qué comen las procesionarias. Le dejo caer delante una miguita de pan y ella no se mueve. Desdeñosa.

Martes, 8.
Quizá Agustina tiene maneras de encontrar comida, porque la miguita de pan sigue donde la puse y ella sigue viva. Supongo que hay alguna rendija en el suelo por donde ella pasa a un nivel inferior y come algo. O encuentra la forma de llegar a la despensa. Pero todo ello me parece improbable, casi imposible, teniendo en cuenta que sólo se mueve por las juntas grises de las losas y no sale nunca de una cuadrícula de ocho...

Martes de madrugada.
Vigilo a Agustina desde detrás de la puerta de mi dormitorio. No se mueve de la línea gris en su cuadrado de ocho losas, como siempre... Me acuesto.

Jueves, 10. 
¡Agustina tiene cinco larvas alrededor de ella! Son horrorosas, no las toco, las cuento de lejos. Agustina está quieta.

Viernes, 11.
Agustina ha desaparecido. Miro al gato, que está dormitando en su mecedora, como siempre. Miro a las larvas, y las veo gordas y grasientas... ¡¡¿se la han comido?!!


(En recuerdo de mi amigo J.J., en uno de cuyos cuentos me inspiro)

miércoles, 28 de marzo de 2012

Reciclaje


Me voy encontrando unos pedacitos de pequeñas nostalgias por los bolsillos y me dan ganas de vocear, desde un puesto del mercado, que vendo unas penas tibias y domesticadas, adaptables a todo tipo de gentes, muy llevaderas... "¡Comprenlas! son menudas melancolías de bolsillo, de las de andar por casa, de la de a euro el kilo..."


Organizo en un canasto caótico ristras de palabras tristes y absurdas que den algo de lástima y algo de risa, y las pongo a la venta entre cajas de dátiles y racimos de uvas. Un puesto de penas y frutas en medio del laberinto del mercado. 
Me pregunto si las ordenanzas municipales considerarán lícita mi venta...

(Cuando escribo así, utilizando algunos flecos de mi tristeza, pienso  que estoy reciclando basura...)

domingo, 18 de marzo de 2012

Los libros no saben arder



Los libros arden muy mal. He empezado a quemar algunos en la chimenea, al estilo Carvalho, y veo que no es fácil. 
Primero prende la cubierta por los bordes: una llama pequeña empieza a lamer el lomo y se va corriendo por los filos, requemándolos, retorciéndolos, ennegreciéndolos... De vez en cuando una chispa de lumbre se introduce entre las páginas y entonces el libro se abre en una llamarada enorme roja y amarilla y luego, de pronto, se vuelve azul: creo que son las letras, que se desangran en humo azulado. 

Al cabo de un rato el libro sigue ennegrecido pero compacto y duro, como un tarugo verde que humea sin que en él prenda el fuego.

Yo ayudo abriendo las hojas con el atizador y las llamas entran por entre las páginas, éstas se abren de golpe antes de arder y se ven perfectamente las letras alineadas, que parecen mucho mas grandes y luminosas en ese momento crítico, justo antes de ser devoradas...

Me da tanta pena que dejo esta actividad en el primer intento. Mi admirado Pepe Carvalho tendrá que esperar un poco más para que me convierta en seguidora convencida de su método.

jueves, 15 de marzo de 2012

Era inevitable


 
Era inevitable que nos encontráramos.
Era sólo cuestión de tiempo. Yo sabía que ella estaba aquí y que, antes o después, teníamos que coincidir en cualquier sitio de este pueblo casi deshabitado. A mí no me apetecía, pero sabía que era inevitable encontrarme con Mili López en cualquier momento. Ha sido hoy, esta mañana, en el estanco. Ella estaba allí cuando yo entré; deslumbrada por el sol, no me di cuenta de su presencia hasta que me saludó con un estridente "¡¡hola, querida, al fin te dejas ver!!"
Si tengo claro algo en estos momentos de mi vida es que mejor no meter en ella elementos perturbadores. Ya tengo bastante con mis propias perturbaciones, con mis contradicciones personales y con las muchas paradojas que me ofrecen el mundo en general y mis circunstancias personales en particular.
De modo que Mili y sus desequilibrados bandazos es lo peor que me podía encontrar. Pero era inevitable, por supuesto.


Mili y yo una vez fuimos amigas, una vez compartimos un novio, una vez compartimos un piso y una vez tuvimos un desencuentro tan brusco que ya, a partir de ahí, no hubo encuentro posible. A partir de ahí, ya, nuestras casuales coincidencias sociales se mantenían en una educada y gélida conversación de circunstancias. Hoy, tras el saludo y un cruce de palabras disimuladamente cálidas ante la dependienta, esperó a que yo comprara mi sobre y mi sello, escribiera la dirección y cerrara la carta. Salimos juntas del estanco y me acompañó a echarla al buzón de la plaza, y allí, de pronto, me lo dijo:
- Antonio se ha muerto.
De todos los Antonios del mundo yo sabía que hablaba de nuestro Antonio.
- ¿Cómo que se ha muerto? ¿De qué se ha muerto? no es posible... ¿un accidente?
- Lo han matado.
- ¿Qué dices? ¿Quién lo ha matado? ¿Por qué?... No entindo nada...
Echamos a andar hacia el paseo marítimo y nos sentamos en un banco frente al mar.
- Cuéntame.
- Se metió en historias muy peligrosas, ya sabes cómo era, creía que podía con el mundo... El mundo se lo ha comido, finalmente.

Recordé a Antonio subiéndome a hombros por la cuesta de Comares, corriendo calle arriba como si llevara encima a una niña, con su cuerpo de casi dos metros de alto, queriendo que llegáramos a tiempo de ver el atardecer desde la colina de la Alhambra, entre cipreses... Empecé a llorar escuchando la historia que me contaba Mili, tan desgraciada, tan sin propósito y tan sin sentido. Mili lloró conmigo. Luego me invitó a su casa, pero decliné la oferta y me fui dando un paseo por el acantilado que lleva en dirección norte.

Antonio ha muerto y los cormoranes ni se han inmutado; el color del cielo seguía siendo a franjas celestes y blancas de absoluta calma, el mar estaba tan quieto que sobresalían escollos normalmente ocultos y el olor de las rocas me llegaba tan intenso como si las estuviera lamiendo.
Antonio ha muerto y a mí sólo se me ocurrió bañarme mientras seguía llorando por el chico que se reía cuando subíamos a recorrer la Alambra, al atardecer.
Era inevitable...


martes, 13 de marzo de 2012

El factor Julia


Han pasado varios siglos -unas dos semanas- desde que pensé en ir a visitar a mi prima Julia hasta que, finalmente, hoy he ido. 
No tenía más remedio: era socialmente inaceptable demorar más ese acto heroico. 
Sucede que cuando una no tiene mucho valor -de natural- y encima la energía acumulada por la noche se le escapa por el desagüe con el lavado de cara mañanero... En fin, que cuesta tirar de los días y dilemas propios, y mucho más pensar en determinadas marañas ajenas.
Pero ya he ido. He sobrevivido. Y he vuelto.

Ante algunas situaciones que me parecen inmanejables, lo único que se me ocurre que puedo hacer es salir corriendo. Huir. Pero esa opción convertiría en una cascada inmanejable las fichas de dominó puestas en fila que son mis relaciones familiares.

(Cuando pienso que no soy capaz de superar los test de inteligencia emocional más básicos y que, en cambio, debo lidiar sola durante al menos una hora a mi prima más dicharachera, me da cierto morbo y bastante susto).

Entro en la casa.
Primeros reproches, tiemblo.
Habla y habla, yo cuento hasta mil en varias series -lo cual debe hacer un total abrumador de números, que no calculo-
Oigo la lista de sus dolores, respiro hondo
Ahora sus vértigos, cuento otras dos series de trescientos
Me explica un quiste extraño y enorme que hizo las delicias de todo un equipo médico eminente, yo lucho por evitar un grito
Entonces viene algo sobre su estómago inestable, tomo aire con determinación
Luego un repaso a su taquicardia, y yo pienso en las flores amarillas que he visto proliferar en el arcén de la carretera
y sigue, sigue sigue...

Espero...Escucho... Asiento...Tomo aire... Comprendo... Suspiro... Sobrevivo... 
Temo que me voy a quedar sin fondos en mi banco de ánimo y de paciencia, cuando -aleluya- termina la visita y me voy. 
Empiezo a cantar en cuanto me veo en la acera con sólo algunos arañazos en la epidermis del subconsciente: nada importante. Salir de casa de mi prima Julia sin graves secuelas es algo meritorio por demás, y eso me pone contenta.

Los parientes como factor de riesgo es un tema digno de estudio. O de más estudio.
Si yo supiera escribir con alguna coherencia sobre este asunto, intentaría hacer un texto para ser analizado.

(...y si supiera cómo, sencillamente escribiría algo sobre algo con algo de coherencia.)

viernes, 9 de marzo de 2012

El viento de levante


Esta mañana ha empezado a soplar el viento de levante. 
Me despertó el golpeteo de los postigos de la ventana de mi cuarto, que da al este. Salí a la terraza y vi a Pepe sentado en su sitio habitual, cerca de la puerta de su casa, en una silla que le coloca su hija al sol. Él siempre está protegido de los vientos que haya pero hoy, con el de levante tan violento, estaba mal situado. El viento le daba casi de lleno mientras se liaba un pitillo, con los antebrazos apoyados en su bastón.

Pepe es un pescador de más de noventa años, que se pasó unos sesenta en la mar; la dejó ya muy viejo, hace pocos años. Tiene la piel de la cara y de las manos como de pergamino marrón.
Me extrañó que eligiera esa posición para sentarse, porque él sabe más que nadie en el pueblo del tiempo y sus derivas.

Lo llamé:

- Pepe, buenos días, que tenemos levante...

- Va a entrar poniente... Buenos días...

- Es levante, y donde estás te dará con mucha fuerza.

- Va a entrar poniente.

- Pero hombre, mira las ol.........assss!

Las olas no se confunden, son mi indicador más fiable: juro que se movían de levante cuando las vi hacía menos de un segundo, pero ahora las crestas de espuma habían variado la dirección y venían empujadas de poniente ¡el viento había rulado en un instante! 
Miré a Pepe con devoción -con más de la que ya le tengo- mientras él le daba caladas golosas a su cigarrillo y empezaba a tararear un corrido mejicano.

- ¡¡¿Pepe ¿cómo lo sabías?!!

- ¡¿Cómo no lo sabías tú?!

Respuesta perfecta. Sonrisa complacida en su boca desdentada.
A partir de esta tarde tenemos clases de indicios de la naturaleza de nuestro entorno para detectar, de momento, la dirección de los vientos. Luego, lo mismo seguimos con otra cosa. Pepe me dedicará algunos ratos de su tiempo porque cree que mi educación en conocimiento del medio es más que deficitaria. Y tiene toda la razón.

Hemos quedado en eso y él ha dejado el corrido para empezar una copla de Miguel de Molina, tan contento y tan bien posicionado como siempre frente a los vientos.

Hoy empezó a soplar levante, pero pasó a poniente antes de que me terminara el café.

lunes, 5 de marzo de 2012

Escenas del colegio


A las siete de la mañana, en invierno, los pasillos estaban helados y oscuros. Había pocas duchas y estaban lejos de los dormitorios, así que todas las alumnas nos lanzábamos corriendo hacia ellas apenas sonaba la campanilla de despertarnos, compitiendo -casi dormidas aún- para poder tener algo de agua caliente, que era tan escasa que se agotaba con las primeras duchas.
Los azulejos blancos siempre estaban limpios a medias, porque siempre quedaban en ellos marcas de dedos, hilillos de vaho que se deslizaban con pizcas de polvo gris pared abajo y cabellos pegados por todas partes. Eso era, de todo, lo que menos me gustaba de la ducha: esos pelos largos de propietaria desconocida, que podría ser yo misma en otra ducha anterior. Por poco tiempo que estuviera dentro, siempre veía esas huellas dejadas en los azulejos, como veía todas las grietas finas que cruzaban de arriba abajo la pared, ladrillo a ladrillo, en casi todas las losas. Yo siempre salía de allí entre asqueada y aliviada, y con mucha prisa por llegar a coger un lavabo con espejo sin fracturas donde poder peinarme, mientras la nube de vapor caliente pendía sobre nuestras cabezas.

Luego volvíamos corriendo de nuevo al cuarto a vestirnos el uniforme y bajar a desayunar con toda la compostura requerida. El uniforme era gris y azul marino, los colores de la época, y debíamos mantenerlo "impecable".

En el comedor, nuestras caras serias adquirían un punto de calor y alegría ante el tazón de café con leche que nos servían de grandes cafeteras de aluminio, donde ya venían mezclados el cafe, la leche y el azúcar. A mí me gustaba esa mezcla y podía tomar varias tazas; en cambio, no se podía repetir pan. Incluso preguntar si podría tomar otro trozo era considerado un detalle egoísta y, por ende, de mal gusto.

Las clases, casi siempre tediosas, tenían lugar en aulas oscuras a conciencia: nunca me expliqué que no hubiera luz suficiente sobre nuestros libros y cuadernos, con la luz deslumbrante que esa ciudad mediterránea tiene durante todo el año.

Algunas niñas teníamos resistencia de supervivientes, y eso se veía enseguida: éramos capaces de reírnos, de inventar pequeñas travesuras absurdas y de fantasear con revanchas ingenuas e inalcanzables en aquel momento. Eso nos permitía cierto desahogo. Había otras, sin embargo, que se blindaron contra todo conato de alegría desde que pusieron el pie en el colegio y, durante años, se mantuvieron firmes en su tristeza tenaz.
 
Merche era la más destacada en eso: mantuvo su cabreo intacto e inamovible todo el tiempo que le duró su estancia en el internado. y fue mucho. ¡Cómo lloraba Merche! A diario, por cualquier contrariedad, por un olor que extrañaba, porque veía ondear unas sábanas tendidas y se acordaba de las de su madre... Por todo. Lloraba todos los días tanto, que nos daba lástima y nos servía para hacer chistes, todo junto.

Hoy me he encontrado a Merche, después de muchos años. Sigue gordita y guapa, rubia, bien peinada, elegante y con un marido sujeto por el brazo. Después de alegrarnos muchísimo de vernos, preguntarnos por nuestros últimos años y besarnos mil veces, ha iniciado ella sola, de pronto, un monólogo en loor de nuestros tiempos escolares:
"Ay, hija, qué bien que lo pasábamos allí; ¿te acuerdas de las clases de Fulanita?, ¿y de la gracia que tenía Menganita poniendo los castigos? uy, aquella vez que nos quedamos tres meses sin venir a casa... ¿te acuerdas lo que nos reíamos en el dormitorio por las noches...?" Su monólogo, que duró hasta que el marido le recordó que tenían que comer, estuvo salpicado con algunas exclamaciones mías, intercaladas de cuando en cuando; exclamaciones fundamentalmente de asombro e incredulidad.

La memoria, esa gran misericordiosa, ha mandado las lágrimas de Merche al apartado del olvido, y ella ha sustituído el hueco con escenas, más o menos bucólicas, de una etapa escolar recreada en tonos dulces sobre la estampa en gris oscuro de la realidad.
Los azulejos agrietados de nuestra infancia no han traspasado la barrera de su presente.

Me alegro mucho por ti, Merche, al final tú has sido una gran supeviviente.

domingo, 4 de marzo de 2012

El mercado


 
En medio de la planicie quieta y deslucida de la vida en el pueblo, el mercado de los domingos pone una nota colorista y ruidosa en el fin de semana.
 
El mercado empezó como un mercadillo típico de aldea veraniega: unos cuantos puestos de frutas y verduras, uno de chucherías y frutos secos, otro de pollos asados -para regocijo nuestro, capaces de hacer colas inmensas a 40º a pleno sol, con tal de no tener que meternos un día en la cocina-, y poco o nada más. Ahora el mercado es una especie de acontecimiento semanal al que viene gente de toda la comarca a comprar cosas que podría comprar en cualquier sitio.
Hoy fui y me quedé pasmada. Me recordó un zoco. Los puestos no sólo copan la plaza y calles adyacentes, sino que ya, prácticamente, se salen del pueblo por la carretera que lo cruza en dirección norte. Aparte de las frutas y verduras y las golosinas y los pollos de siempre, ahora hay ropa y bolsos de marcas de imitación, zapatos de todo tipo y pelaje, juguetes de factura china llenos de luces  destellantes, comidas elaboradas, papelería, droguería, churros -¿quién desayuna a esas horas? a las 13,15h. seguían aún friéndo churros, en competición olorosa con los pollos, que se asaban al lado dando vueltas en sus pinchos ante la placa de fuego-
 
Ya más alejados de la plaza, algunos puestos de artesanía: cerámica y cestos de caña y esparto. Luego, uno de especias marroquíes dispuestas en pirámides de colores preciosos; ahí me paré a comprar canela, porque quería olerlo y ver lo bonito que estaba todo, y entonces me di cuenta de que, justo al lado, en el suelo, había un tenderete de artículos de golf: palos, pelotas, gorros con insignias de clubes que deberían ser conocidos (ni idea)... El asunto es que los ingleses de ese tenderete protestaban, en un español lamentablemente chapurreado, sobre "esa gentuza que viene de tan lejos a vender sus cosas", aludiendo a los marroquíes de al lado, en voz alta para que los escucháramos. Aunque no hablaban conmigo me dirigí a ellos:

- De más lejos vienen ustedes, geográfica y culturalmente hablando.

- Nosotros somos europeos. -En un español horroroso, horroroso, con la de tiempo que llevan aquí...-

- Son europeos para lo que les interesa, y en todo caso, españoles no son...

Y con eso me di la vuelta, cogí mi paquetito de canela, pagué y me fui a la playa, a dos metros escasos del puesto. Al momento, un hombre se puso a mi lado y me dijo que había hecho bien en decirles eso, que son unos prepotentes que ni se relacionan con los habitantes locales, etc. Nos presentamos. Resulta que es uno de los arqueólogos que me dijo Catalina que iban a venir. Hablamos un rato de cosas generales y nos despedimos.
Catalina no ha perdido detalle desde su portal. Estoy esperando que llegue a mi casa de un momento a otro a preguntar datos concretos de la entrevista.