jueves, 23 de febrero de 2012

Olvido

Se me olvidan siempre las cosas más simples:
andar sin zapatos
reírme por nada
llorar de alegría
comer a deshoras
cantarle a los grillos
bañarme en la luna
ponerme bufanda en corrientes de engaños
pasarme las tardes a la pata coja
abrazar hogueras contra tanto frío
bailar por la noche
saltar a la comba
mirar los tejados
volar las cometas
correr con los niños sin tener destino
herirme las manos jugando a las bolas
perder varios trenes que no me interesan...

Se me olvida siempre
la fecha concreta de tu cumpleaños.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Estatua en la escalera


Mi inmovilidad de estatua no me permite hacer más que lo que hago: mirar la casa y la gente que vive en ella desde mi puesto en el descansillo de la escalera.

Ya sé que otras de mi estilo están mucho mejor situadas; que algunas han ido a parar a palacetes de ciudades importantes, a salones de casinos y balnearios, a presidir escalinatas de ayuntamientos e incluso al pasillo de algún museo: estas sí que están entretenidas, con el ir y venir de gente diferente cada día. Siempre he envidiado con todas las fuerzas de mi ser de piedra a la Victoria de Samotracia, encumbrada en la escalera central del Louvre, airosa en su postura alada, con los pliegues de su túnica al viento, con ese permanente movimiento quieto... Y siempre rodeada de personas interesadas en su talla y admiradas ante su hermosura de siglos; personas que, además, son interesantes de observar a su vez: diversas procedencias, lenguas extrañas, ropajes que cambian constantemente según las modas, conversaciones, risas, emociones...¡ Ay! Ojalá estuviera yo allí, aunque, como a ella, me faltaran la cabeza y los brazos. Total, para lo que me sirven...

Sin embargo, me tengo que conformar -no tengo más remedio- con mirar lo que pasa por esta discreta escalera de casa de familia de medio pelo, en una ciudad ahora decadente donde las haya. Cuando me trajeron, tanto la familia como la ciudad eran otra cosa, eso se veía a las claras. Había movimiento en la casa y yo me divertía mirando el continuo subir y bajar de gente que pasaba rozándome, en un ir arriba y abajo todo el día: ahora sale un hijo, ahora entra otro, ahora se muere aquel señor, después nace un niño; lo mismo llegaba una criada a limpiarme que la señora pasaba por mi lado y me tocaba la cara, o el abuelo al pasar me daba en el culo con el sombrero… lo normal, vaya.

Además, aparte de los miembros de la familia, había personas siempre renovándose: visitantes más o menos formales, amigos ruidosos de los niños que me pringaban el cuerpo con restos de miel de la merienda, reuniones, fiestas... ¡Ah, las fiestas! Cómo echo de menos aquellas fiestas en el salón de arriba, cuando mi escalera era un no parar de gente pasándome por delante desde bien temprano, con los preparativos, hasta que se terminaba la música a altas horas de la noche y empezaban a apagarse en toda la casa, poco a poco, las luces y los sonidos, y nos embargaba entonces una paz cansada y dichosa.

Ya digo, en estos años las cosas han cambiado mucho.

Me sentó fatal cuando me sustituyeron la antorcha que portaba en mi mano izquierda -y que encendían en las ocasiones de gran solemnidad- por una vulgar imitación, con bombilla en donde debería ir el fuego y con un cable que pasaba disimulado por detrás de mi cuerpo y se conectaba a un enchufe en la pared, a la altura de mis tobillos. Luego, por una mala idea de la señora del momento, que lo vio en una revista, me colocaron en la otra mano una bandejita horrible donde se podían depositar las tarjetas de los visitantes -un gusto espantoso el de aquella mujer, que nadie, ni entonces ni luego, remedió-

En tantos años que llevo aquí han cambiado muchas cosas, desde luego, y aunque yo sólo veo lo que me pasa por delante, me doy cuenta de todo porque todo se habla por las escaleras y yo, para eso, ocupo un sitio estupendo. Todo lo miro con el desapasionamiento y la paciencia de las piedras. Pero hay cosas que claman al cielo, como esto de ahora, lo peor que me podía pasar: creo que me han vendido, o regalado, o casi me van a tirar, en definitiva, porque no les gusto a los dueños de ahora, que me ven fea e inútil. Dijeron que era vulgar. Si pudiera hablar les diría que me quitaran de encima esta antorcha eléctrica y la bandeja, que me dan un aire de lo más mediocre, entre lo funcional y lo meramente feo sin paliativos, y que me devolvieran mi cometido original: decorar la escalera, sin pretensiones pero con dignidad.

Pero ni puedo expresarme ni esta gente querrá oír mis razones. Mañana viene un camión de mudanzas a recoger los “trastos”; eso le he oído decir a un muchacho que, al pasar, me dió un puntapié en la rodilla por puro gusto, sin tener en cuenta que mi mármol es de la mejor cantera de Macael.

Los que me compraron para adornar el rellano nunca pensarían en mi cruel destino de trasto enviado a no se sabe dónde. Pero bueno, a mí tampoco me gusta ya esta casa, lo mismo me llevan a algún museo comarcal, o me ponen en un jardín con una fuente cerca...




Mañana, mañana lo sabré.

martes, 21 de febrero de 2012

Día que amanece despejado

 
Lunes, a este otro lado del mar.

Anteayer me llamaste. Lo hiciste por la tarde, a una hora tonta en la que siempre estoy desubicada entre la huída y el sueño.
Yo apenas me acordaba de ti esta semana, pero esa tarde, con tu llamada, me alteraste la tendencia: a partir de ella, ya todo me vuelve a saber descabellado e inútil... sin sentir la tristeza pura de antes, pero con un velo de neblina nueva que contamina las horas de nostalgia.
Te interesa saber cómo estoy, quizá hasta me echas de menos. A ti te noté como siempre, en tu línea de escepticismo ante los “dones” de la vida, pero expresando que estás bien, tirando, dices…
No lanzas cohetes, a lo mejor es la forma que tienes de no ahuyentar la dicha presente. Que tu relación -por la que no te pregunté en ningún momento- va como una montaña rusa, y que tú no estás acostumbrado a esos vaivenes, que necesitas tranquilidad. No aporto comentarios a esas cosas que desgranas en mi oído, salvo algún indiferente “así son las relaciones humanas…” en algún momento de tu exposición. Insistes antes de acabar en saber cómo estoy yo, con la fórmula vaga y esquiva -acobardada, parece- de “y por ahí qué”.
Te pregunto que si quieres saber cómo me siento respecto a ti, que si es eso. “Sí”, contestas rápido.
Entonces te cuento -y trato de que no percibas mis lágrimas mientras hablo- que estoy mejor, que me sentí más sola que la luna cuando te fuiste pero que la sensación de desamparo disminuye poco a poco.
Me dices varias veces que te escriba, te repito muchas más que no, que no te escribiré ni te llamaré, pero que contestaré siempre a tus llamadas y escritos: sólo eso, y nada menos. Pareces no entender del todo. Una vez más, argumento por qué no puedo, y de nuevo finges que lo entiendes sólo a medias; que entiendes que no quiera interferir en pactos ajenos y que te deje marchar sin hacer ruído, como quisimos siempre.
“Yo te escribiré”, repites una y otra vez, y tu voz en tan triste y tan tuya que me dan ganas de volver a quererte más que a nada.
Por eso corté la llamada: compréndelo, compréndeme...


Miro la carta y me obligo a darle al botón cancelar enseguida, corriendo, porque mi dedo errático se iba derecho al de envíar y es capaz de darle... Es una carta para borrar y borrada queda. En cuanto pueda la quito también de la papelera de reciclaje.
Salgo al porche con algunos libros de mis poetas favoritos a buscar los versos que me confirmen en mi estado de perdedora. Siempre me gustó la escenografía.

Es lunes, y el día amanece despejado.

 

sábado, 18 de febrero de 2012

Mi vecina


No doy un duro por mi permanencia en este pueblo perdido, que, aunque es el mío, no deja por ello de estar menos perdido, menos aislado y menos... animado, en sentido estricto, dado que ánimas, lo que se dice ánimas, por la calle se ven pocas. O ninguna, la mayoría de los días del invierno.
Todas las mañanas me repito que me voy y todos los días me pilla la noche en el mismo sitio.

Alguna tarde, al oscurecer, salgo a dar un paseo siguiendo la línea del acantilado. Cuando vuelvo voy mirando el parpadeo alternativo de las balizas de la bocana del puerto, verde a un lado, rojo al otro. Me fijo en esas señales luminosas y trato de no desviarme; pienso que si un día me caigo nadie se dará cuenta y pasarán años hasta que salga, como resto de naufragio, en alguna playa lejana, quizá en la isla de Alborán, o en Nador... Eso me gustaría, visitar de nuevo Nador.
Fantaseo con un viaje a Marruecos mientras sigo andando por este sendero en el que no me cruzo nunca con nadie. Ni a la ida ni a la vuelta. Y cuando regreso al pueblo, al poco rato, las calles siguen igual de vacías, los dos o tres hombres de siempre siguen en el bar de la plaza y los portales de las casas ya tienen las luces apagadas.

Paso casi siempre a decirle buenas noches a Catalina antes de acostarme, sólo por el gusto de oírme decir algo al cabo del día. Y porque Catalina siempre me da una visión de la vida que, inevitablemente, me ancla a lo real y a la solidez, cosa que me viene de perlas en medio de mi presente de arenas movedizas.
Hoy la cojo a punto de cerrar la puerta, pero se alegra de verme y me dice que pase:
  • ¿Tú no dices siempre que te falta algo?
  • Me falta el aire, sí, porque me asfixio de aburrimiento...
  • No, anda ya, en serio... Que van a venir unos de Alicante a remover las cuevas esas antiguas que dicen que son importantes.
  • Ah, sí, los hipogeos fenicios... ¿Quienes van a venir? ¿a qué...?
  • No sé, pero estaban diciendo en la plaza que ha venido un grupo de... algoooólogos... eso que tú eres...
  • No, yo no soy arqueóloga, Catalina, yo soy...
  • Lo que sea, da igual. La cuestión es que han venido gente nueva al pueblo, que tienen estudios de estas cosas antiguas que te gustan a ti y deberías arreglarte un poco ese pelo y ver si puedes trabajar con ellos o algo...
Me encanta Catalina. Hasta cuando me quiere enredar en estas historias que ella imagina que me vendrán bien; hasta cuando me echa de su casa porque ya es su hora de dormir, y yo me quedo en la puerta un rato, escuchando las olas romper en las piedras con sonido de arrastre y viendo acumularse las algas muertas en la orilla. Más que viendo, imaginando, la verdad, porque la miopía me dificulta la visión nocturna, que ya es dificultosa hasta diurna...
En fin, dice Catalina que viene un grupo de arqueólogos a trabajar en estas excavaciones que siempre están ahora se abren, ahora se cierran, dependiendo de los presupuestos que se manejen en la Delegación de Cultura y de las ganas de los gobernantes del momento.
Me mantendré informada. Bueno, en realidad ella me mantendrá informada de todas formas.

Sentido práctico


Me despertó un sueño de hospital que transcurría entre pasillos verdes, o verde-agua, como me corrigió, en el mismo sueño, una señora que entraba y salía por las paredes de las habitaciones y que intentaba que todos los enfermos usáramos esa vía de los muros para movernos entre habitaciones, con lo que yo -incapacitada para las proezas desde siempre- no paraba de hacerme heridas en la frente, los pies, los codos... dependiendo de qué zona usara para iniciar la entrada por la pared verde.
Me despertó ese sueño, como digo, y un molesto dolor de cabeza, y vi que las paredes de mi cuarto tenían ese tono verdoso que pretende ser tranquilizador en los hospitales y que a mí, francamente, me pone nerviosa. Tengo que pintar el dormitorio de otro color, decidí de golpe.

Estaba triste y me fui a ver a Catalina, por si quejarme amargamente de la vida y de los colores verdes servía para algo. Catalina tiene el don de desviar mi atención a cosas tangibles y sabrosas: hoy, cuando entré en su casa sin llamar -como siempre- estaba ella en la cocina friendo jureles en una gran sartén antigua. 
Mientras yo sacaba mi arsenal de nostalgias y las iba depositando, una a una, sobre la mesa de la cocina, ella me acercó un cesto de tomates, con instrucciones precisas de que los fuera pelando y troceando en una fuente. La verdad, oliendo los jureles fritos se me hacía difícil desgranar mis penas de andar por casa, y las manos manchadas de tomate daban poco lustre a mis tristezas más bien derivadas del aburrimiento de estar ya tantos meses en este pueblo moribundo...
     
-  Me muero en este pueblo, Catalina...
- Vale... (nunca me escucha cuando, según ella, me pongo a decir pamplinas) cuando estén fritos los tomates te llamo y te vienes a comer conmigo, que hay jureles para echarle a los cochinos y no me gusta que sobre tanta comida...

Tiendo bastante a la melancolía de bolsillo, pero la acendrada praxis de mi vecina me hace poner los pies en el suelo y los jugos gástricos en movimiento.
Me daré un paseo y luego comeré jureles. 
Una gran terapia.



jueves, 9 de febrero de 2012

Siemprevivas


Llegar al pueblo es como traspasar los límites del fin del mundo. Veo acercarse el muro de montañas que cierran el horizonte y, aunque sé que detrás está el mar, la sensación que tengo es la de que me estamparé contra esos montes áridos y oscuros. Pero me acerco y ellos abren sendas alrededor del coche, se acercan presentando colores ocres en primera línea y azules y violáceos en la segunda fila; todos los tonos cambian a cada instante y recorren la gama entera de su espectro mientras los voy mirando. 
Nunca, por más que lo intento, logro captar la luz líquida que pinta ese paisaje de espejismos: los matices son casi infinitos e infinitamente variantes a lo largo del día y del camino. Mientras el sol va desapareciendo por detrás de mi coche, lo veo caer como un disco rojo por el espejo retrovisor, junto a las últimas palmeras del valle; por delante tengo todo el arco iris desfilando por el parabrisas.

Avanzo y, en medio de la aridez desértica, asoman de pronto -en el mejor de los casos y de los años-salpicaduras de matojos de esparto. A veces, como un prodigio, encuentro alguna mancha rosa y violeta de siemprevivas. Las siemprevivas son como un milagro en el desierto de piedra y greda; están agazapadas, pero en cuanto caen dos gotas de agua salen de la tierra dura, se desperezan, abren ramas rígidas y espinosas de arbusto feroz y, en un estallido de color y bondad, ofrecen sus flores pequeñas y maravillosas para que duren siempre. Son arbustos generosos. 
Mi madre tenía predilección por esas plantas y siempre que las veía subía al monte a cogerlas, escalaba como una cabra pese a su edad y bajaba feliz con un gran manojo de siemprevivas apretadas contra el pecho y con los brazos llenos de arañazos. Luego las ponía en un canasto de caña, las rociaba de laca -para que duraran más, decía- y las colocaba en la chimenea que no se encendería hasta el invierno. Pasaban el verano allí, preciosas y elegantes en medio de la sala familiar.

Nunca pasa nada en el pueblo. Una vez cruzados los montes, el mar es un paraíso que ha transformado la piedra en agua, pero sigue casi igual de estéril. Ya no hay pesca, se esquilmaron los escasos caladeros con sistemas depredadores y presentistas. Ni siquiera hay algas autóctonas de las que salían a la playa a secarse en una alfombra marrón, con las que los pescadores rellenaban los colchones más pobres. Ahora salen a la playa unas coronas verdes raquíticas que cuando empiezan a secarse se pudren, apestan y atraen unos insectos pequeños, mucho más pequeños que las moscas y mucho más molestos.

Busco caracolas antiguas entre las escorias de la playa: caracolas pequeñas para hacerle un collar a una niña adorable. Busco también la llamada oreja de mar para hacerme yo un colgante: hace años que perdí el mío de niña, el que me hizo mi madre en uno de los veranos lentos de siempre.
Pero es difícil encontrar cosas entre las escorias negras, estos restos minerales del antiguo embarcadero y de las minas que siguen ahí detrás, con las chimeneas orgullosas e inútiles señalando el cielo y balizando las ramblas.
Ya salen pocos tesoros del mar. Yo seguiré buscando siempre.  





Insomnio



Me llamo Susana. 
Desde hace unos tres años duermo muy mal. Duermo tan mal que algunas veces creo que no duermo en absoluto. Este problema vino poco a poco, como con cautela. De buenas a primeras, empecé a despertarme unos segundos antes de que sonara el despertador -lo cual me satisfacía bastante- luego eran minutos, y cuando se iban amontonando los minutos en cuartos de hora, la situación se empezó a hacer molesta. 
Luego despertaba una hora antes de la prevista para levantarme, y finalmente esa hora se fue incrementando minuto a minuto, hasta hoy...
Paso muchas horas mirando la luna, poco más tengo que hacer. Anoche la miré tanto tiempo que me dolieron los ojos y los hombros, por la tensión.
Trabajo en la frutería del barrio. Me levanto todos los días a las tres y media para ir al Merca a comprar: mi jefe, que al mismo tiempo es mi vecino, está encantado con mis servicios, dice que no tengo rival como frutera. 
No uso despertador, aunque a veces me lo pongo por pura nostalgia, y me paso la noche mirándolo desgranar minutos con esa lentitud tan propia de los relojes de los insomnes. 
Cuando me harto de verlo avanzar, lo apago y le doy la vuelta para no ver la esfera blanca luminosa. Alguna vez, después de dar una cabezada de las que apenas duran cinco minutos, me he despertado sobresaltada por la sensación de que se me pasó la hora de levantarme; pero miro el reloj del móvil y veo que queda mucho tiempo todavía... Entonces doy media vuelta y simulo que me quedo dormida otras dos horas. Pura mentira que me cuento con la cara metida en la almohada. 
Algunas veces, en mi afán de dormir, me di varios cabezazos en la pared esperando un sopor postraumático, pero ya no lo hago: sé que, invariablemente, paso las noches despierta. Mi médico no se lo cree, dice que de ser así ya debería estar muerta. Él asegura que duermo sin darme cuenta, pero si es así... es como si no durmiera.
Lo cierto es que me levanto bien. Dejo preparada cada noche la ropa que me pondré por la mañana y me visto en modo automático; me peino ante el espejo del baño y siempre, sin excepción, lo hago mirando un rostro que no reconozco como mío. Esa cara pálida y eternamente decaída no sabe reír, y yo extraño a la chica alegre que fui.
Hoy me pongo corrector de ojeras, me pinto los labios de un rosa discreto y me sonrío para animarme. Mi vecino -mi jefe- me dijo ayer que me ha pedido cita en un Centro de Salud Mental, y voy esta tarde. Tengo una sensación agridulce con mi jefe y con esta preocupación suya por mi salud.
Anoche miré tanto la luna llena que me duelen los ojos y la nuca.
Me tomo el café con leche y salgo de mi piso, cojo la furgoneta y me voy al Merca; me saludan los guardias al verme, como todos los días, y me gastan bromas más o menos procaces. Yo paso de ellos. Me gusta mi jefe, que siempre me saluda preguntándome cómo he dormido...
Anoche miré la luna demasiado.
Me llamo Susana y no duermo desde hace tres años.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Desde Singapur



Me ha llegado una carta desde Singapur.
Ya no me ama.

El invierno es ahora mucho más frío.

La unidad móvil de Sirio en Singapur produce luz de hielo.
Mi corazón la percibe desde lejos: está aterido.
Hay un revuelo en mi cuerpo como de pena inesperada,
de sobresalto en las vísceras.

Sí, éste es otro invierno muy frío.

martes, 7 de febrero de 2012

Última parada


Con el eco de las últimas palabras rebotándole contra el cráneo, se levantó procurando no descomponer el gesto de beatitud que había logrado convocar e instalar en su cara momentos antes. Salió de la consulta contando los pasos que daba hasta la puerta, para no precipitarse, para que no pareciera una huida, y al salir cerró la puerta a su espalda sin hacer ruido. Ya estaba fuera. Ahora había que llegar a la calle. Lo consiguió sin ni siquiera darse cuenta de haber pisado las losas verdes del pasillo.

El frío húmedo de febrero se le pegó a la piel y se condensó en unas gotitas que empezaron a resbalarle por las mejillas. Tenía que alejarse de allí, andar, andar hasta que le dolieran las piernas y hasta que se le acabara la ciudad. Menos mal que había dejado a la niña pequeña en casa de su hermana. La llamaría ahora mismo para pedirle que recogiera a los otros del colegio -cualquier excusa serviría- 
Ahora era fundamental andar sin parar, andar todo el día, concentrarse en el movimiento.

Sé que en este momento le puede parecer imposible, pero créame que lo aceptará y aprenderá a vivir con esto”, le acababan de decir, y seguro que sería así, ellos saben más de estas cosas. Pero ahora sólo puede aceptar el cansancio de una caminata sin fin previsto; luego, ya verá.

Conocía a muchos demonios, toda su vida le habían rondado por la cabeza y por el ánimo esas formas incorpóreas, unas veces tan difusas que no las podía distinguir; otras, tan contundentes que ocupaban todo su espacio vital. Siempre había creído que aquellos eran los peores, por su inconsistencia adhesiva. Y nunca había pensado en estos otros.
Nunca había pensado en estas otras figuras que se presentan en formas paganas y absurdas, invasivas, vivas, desestabilizadoras. No conocía a los demonios con estos ropajes brutales… ¿cómo iba a poder barajarlos? tendría que pensar. Pero sentía la cabeza llena de un silencio espeso por donde no se podía mover. El cansancio del cuerpo la liberaba. 
Se sentó en una parada de autobús desconocida, no había nadie a esa hora y se dio cuenta de golpe de lo tarde que era: anochecía. 
Cogió el primer autobús que llegó a la parada.

Acurrucada sobre la cama, se abraza a su cuerpo en busca de las claves para entender, pero ¿cómo entender tu propio cuerpo desdoblado y hostil, enemigo último? Demonio hermano mío, mi semejante…”, recita las palabras del poeta, que no le sirven de consuelo. Le pesan la soledad y el miedo.

Cuando el ruído de los pensamientos se apacigüe, empezará a considerar las fórmulas mágicas que conoce para hacer tratos con lo sobrenatural. Nunca las ha usado, pero sabe que a los dioses y a los santos les gustan las oraciones y las ofrendas de velas y flores, determinadas promesas de renuncia y sacrificio… 
Sí, eso es, buscará alianzas con ellos. Quizá pueda negociar, establecer plazos y demoras, dilatar el tiempo.

Un silencio helado se va instalando en su corazón.

sábado, 4 de febrero de 2012

Varillas de incienso y pan de centeno.


Hoy fui a comprar incienso a una tienda del centro, un establecimiento clásico en la venta de especias, velas, hierbas de todo tipo para infusiones y para aromatizar ambientes, comida integral y, últimamente, productos de estética de los llamados de parafarmacia. 

Mientras esperaba, me extasié contemplando una estantería inmensa llena de cajas de colores llamativos que, a través de pastillas, cápsulas, parches, gotas, aceites y no sé qué más, prometen quemar grasas, reducir celulitis, drenar edemas, saciar el hambre sin comer… Me sentí tentada de pedir alguna de aquellas cajas; en concreto, me gustaba una de color verde manzana y letras amarillas y negras, que aseguraba cuidar el cuerpo con mimo extremo mientras el usuario duerme.

Pero llegado mi turno sólo pedí el incienso, que era lo que quería. 
La chica que me atendió no encontraba los paquetes alargados de las varitas, pese a la vistosidad de sus colores y dibujos; yo los señalaba, pero ella parecía muy despistada mirando entre los estantes y abriendo y cerrando distintos cajones y puertas bajas, hasta que otra señora, de porte seguro y gesto serio, la orientó en su búsqueda con unas pocas palabras cortas y cortantes. Yo solicité todas las variedades existentes en la tienda para poder elegir entre los distintos olores. La chica parecía algo atribulada por la petición -quizá no sabría si mi petición era o no correcta- y preguntó con la mirada a la experta que, con un movimiento desabrido, colocó todos los paquetes de un solo golpe en el mostrador, delante de mí, sonriéndome sin la menor simpatía, pero ateniéndose a lo que correspondía hacer a una cliente, y al mismo tiempo y sin modificar la sonrisa falsa (¡incleible y extraordinaria habilidad!) le enviaba a su compañera indecisa un rictus de absoluta desaprobación por su torpe estilo de vendedora.
La dependienta inhábil me sonreía apurada y yo me empecé a sentir mal, como principal causante de su embarazo profesional; de modo que elegí rápido un paquete de varillas de incienso con olor a incienso, después de un momento de duda ante las de olor a sándalo, pero sin el menor titubeo ante aquellas otras cuyos aromas me recordaban la despensa de la casa de mi abuela: canela, vainilla, clavo, lavanda, melisa y algunas más que no recuerdo.

En la parte del mostrador en que me encontraba estaban los panes. Como me sentía algo culpable por el aturdimiento que manifestaba mi dependienta, pese a tener el congelador de mi casa lleno de pan de todo tipo, le pedí uno grande de centeno, cortado en rodajas medianas. Aunque yo tocaba la bolsa del pan mientras lo pedía, ella atinó a coger uno de cinco cereales, así que la experta volvió a corregirla mientras atendía a otro cliente. Ya no pedí nada más. Me estaba apeteciendo comprar unas velas amarillas que estaban en el estante de enfrente y me gustaban, pero no me atreví a pedírselas por no causarle algún otro percance a mi vendedora en presencia de la experta de mal carácter.

Le pedí la cuenta con una sonrisa que pretendía ser cómplice y simpática. Y otra vez se equivocó. Con el mayor desparpajo me dijo: “ocho setenta”; a mí se me quedó la sonrisa pegada a la cara pero articulé un “¿cuánto cuesta el incienso?” algo chillón, con lo que la experta, inmediatamente, desde el otro extremo del mostrador acudió enseguida a la caja, comprobó los datos, y le dijo a su compañera, en tono airado, que había añadido mi cuenta a un apunte previo. Me arrepentí de no haber pagado sin chistar los ocho setenta euros, por no aguantar los teclazos correctivos de la experta sobre la caja registradora y su mirada acusadora a la vendedora aturullada.

Por fin arreglaron el error de la cuenta y mi dependienta me pidió, con voz debilitada, tres cuarenta y cinco. Pagué sintiéndome triste. Apenas salí de la tienda rasgué la bolsa de pan y me comí una rebanada, para minimizar la pena -por aquello de las penas con pan-
Andaba de vuelta a casa con la bolsa de la compra en una mano, el trozo de pan en la otra, un título precioso para un relato en la cabeza y absolutamente nada que contar para justificar el título.
En fin, no tengo historia que contar, sólo que hoy he comprado varitas de incienso y pan de centeno.

Errores y heridas


“Todas las familias felices se parecen. Las desgraciadas, en cambio, lo son cada una a su manera.”

Así, más o menos, comienza Ana Karenina, yendo a casa de su hermano y su cuñada para ayudarlos en una situación de crisis familiar e iniciando así, con ese viaje, toda la serie de desdichas que la llevarían, fatalmente, a su trágico fin.

Pienso en mi familia desdichada. O quizá no es eso. Quizá no es desdichada la familia, lo somos cada uno de sus miembros, y cada cual a nuestra peculiar manera de ser desgraciados.

Cometo errores de la manera más absurda: digo algo en un momento inoportuno, o con el tono menos adecuado, o a alguien que tiene un mal momento, y se genera de pronto un dolor general y una molestia persistente. Algo que empieza bien de pronto suena mal y golpea a quien recibe la píldora, se produce un chispazo por rotura de confianza, se lastiman sentimientos, y yo... Yo suelo quedar absolutamente maltrecha.

Por más vueltas que le doy, no aprendo a calibrar mis intervenciones. Y luego me pesan, y me dejan un hueco donde habitualmente tengo el corazón; un hueco formado por pena, culpa, decepción, desesperanza... Y ya no sirve el "si no le hubiera dicho", “si hubiera hecho”, “si...”
De nada sirve mantenerse en el charco de los auto-reproches.
Es mucho mejor aprender. ¿Cuándo aprenderé? O, simplemente ¿aprenderé?

viernes, 3 de febrero de 2012

Abrigo rojo


¡Qué tontería!
Yo quería tener un abrigo rojo y por fin me lo compré el viernes, aprovechando las rebajas. 
No me gusta comprar, nunca me ha gustado comprar. Sólo quería ese abrigo. Desde chica quise tener un abrigo rojo, pero siempre que me tocaba abrigo nuevo me compraban colores más discretos o más sufridos...
Hoy me lo puse -encantada- para ir a comer con unas amigas y me veía guapa y me sentí muy bien.
Siempre estoy bien con mis amigas. 
En cambio, el abrigo rojo de mis deseos ha pasado a segundo plano apenas me encontré con la primera dificultad: me estorbaba su diseño para montar en bicicleta. Es un abrigo para pasear o para ir en coche, un abrigo como de "señorita" comedida, qué sé yo... Para desplazarme en bici, no me lo puedo poner, eso es seguro.
Me parece que mi ansiado abrigo se quedará muchos días del invierno, pero muchos muchos, colgado en el ropero.

Llamada


El teléfono sonó a las 02.20h y una voz educada y fría, casi mecánica, le preguntó si era la señora M.
Ella -como siempre, al borde del insomnio y del susto- contestó que sí, también educada y mucho más fría que la otra voz. Hablaron unos segundos. Luego, M. se quedó despierta, fumando y pensando en lo que podría hacer a partir de ahí.

Ahora ya ha amanecido por fin y ella se ha levantado; en un estilo lentoide y medio alucinado, anda corriendo por la casa, tomando café y preparando una bolsa con alguna ropa, algunos libros... Tiene que coger el autobús de Comes a tiempo, o quizá irá en coche pese a todo. Mejor el coche, sí. Así podrá llevarse al perro -piensa- y coge la correa y la ata a la bolsa de viaje. Indi entiende la maniobra y se acerca moviendo la cola a darle un lametón en la mano.

La noticia ha llegado tan sin hacer ruido, tan de puntillas para no crear estruendos, que más que un golpe imprevisto parece que se ha acercado un gatito. 

En el coche va tranquila pero conduce ligera, piensa que tiene que llegar a tiempo para recogerlo, que quiere estar en el puerto preparada cuando atraque el Ferry en el que viene. No podría soportar llegar tarde de nuevo y que él no la vea al bajarse..."Pero soy tonta -piensa, con una tristeza repentina- él ya no sabrá si estoy allí, si estoy llegando o si no pienso llegar, él ya nunca sabrá nada más de nada; pero mandó que me llamaran a mí cuando..."

Para el coche porque entonces, por fin, las lágrimas llegan como en un torrente imparable y no la dejan ver la carretera.

Indi ladra lastimero por la ventanilla mientras su dueña llora en silencio.

jueves, 2 de febrero de 2012

Días perdidos, o no.


Hay días que se van sin apenas pasar por la conciencia del que los vive -del que los pierde-
Los días uno de enero entran para mí, desde siempre, en esa categoría de días perdidos. Perdidos entre las fanfarrias de la noche anterior y la profunda desolación que me inunda siempre, cuando veo que es momento de hacer balances que no sirven, de hacerse propuestas que no se cumplirán...Yo no hago nada de eso, pero de todas formas es un día que siempre me sobra.

Hoy es uno de enero. Estoy dejando que pase el día sin ni siquiera quitarme el pijama, porque no pienso utilizar estas horas para nada que quede fuera de casa, y si me apuro, ni fuera de la cama. Me amodorro aburrida y me gusta esa placidez.

De pronto suena el timbre de la puerta, abro sin ganas. Es la vecina, la frágil y pacífica Mari, con un cuchillo ensangrentado en la mano también manchada de sangre. Pasmada, la escucho contarme que ha matado al panadero y que necesita que la ayude a esconderlo, porque en su casa no lo puede dejar, por los nietos y eso. Yo le digo que se lo escondo como mucho dos días, para que mientras busque otro sitio mejor donde dejarlo, pero que más tiempo tampoco lo quiero en mi casa. Me da las gracias, entra en su piso para organizar el traslado del cadáver y yo en el mío a preparar un escondite.
Pasa el tiempo y no vuelve. Me siento algo confusa pensando en el panadero y en Mari, no me explico esa tragedia...

Entonces pienso que quizá Mari no vino a mi puerta, sino que ha sido un sueño de esos de duermevela. De todas formas, no me quedo tranquila, así que decido llamar a su puerta. Mari me abre con un cuchillo enorme en la mano:
  • Mari, por Dios, no lo habrás matado...
  • Ay, hija, qué dramática, si ya está muerto.
Ella sonreía, pero en sus ojos se instaló de pronto una pena tan sincera ante mi tono angustiado que, a pesar del pobre panadero, de su viuda y de todo, me abracé a Mari llorando como una magdalena, allí mismo, en el descansillo de la planta, con las puertas de los pisos abiertas. Ella empezó también a llorar, y yo notaba la hoja del cuchillo rozando mi espalda, desde los riñones a la nuca, siguiendo el curso de la mano de Mari, que pretendía consolarme. En eso se abrió el ascensor y salió Chari, la otra vecina, que al vernos llorando se unió también al abrazo y al llanto coral; pero se debió dar cuenta de que era un poco raro llorar abrazada a las vecinas sin saber por qué, así que se apartó un poco de nosotras y preguntó la causa:
  • Ha matado al panadero -dije, sorbiendo ruidosamente por la nariz-
  • ¿Quién ha matado a qué panadero? -preguntaron las dos al unísono-
  • Tú, Mari, al panadero que trae al bloque el pan de Alcalá -dije, no muy segura ante sus miradas perplejas-
  • -¿Yo? ¿Que yo he matado a ese muchacho? Chiquilla, no nos gastes estas bromas que el veintiocho ya pasó... Por Dios, hija, qué barbaridad. Anda, ya que estamos aquí, pasad, que estoy cortando un poquito de paletilla para celebrar el año nuevo, venga, que es buenísima, que me la ha traído mi hijo de la sierra...
Bueno, al menos el ratito que he estado en casa de Mari con ella y con Chari no ha estado mal, no parece tan perdido dentro del día perdido. 
Me felicitaron las dos por lo bien que representé mi papel, aunque a Mari se le quedó mucho rato cara de congoja a pesar de las risas; decía la pobre que no le gustan esas bromas macabras, y menos con un chaval tan agradable como nuestro panadero.
Mañana estaré atenta a la llegada del muchacho de Alcalá, de todas formas...

Ha pasado más de un mes y el pan lo trae otro muchacho. 
No me he atrevido aún a preguntarle por su compañero.


miércoles, 1 de febrero de 2012

Sin esperar respuesta



Pongo música, lo primero que pillo de Mozart, y por casualidad es el Réquiem.
Me siento en en el salón y me pongo justo al lado de un ramo de rosas marchitas, también por casualidad. Enfrente de mi silla veo, a través de la ventana, el cielo azul, de un azul inmaculado, y presiento el aire frío al otro lado del cristal esta tarde de invierno. 
Anuncian en los informativos una bajada de temperaturas a simas profundas de menos veinte, menos treinta grados, por casi toda Europa. Un frío que viene de Siberia, dicen. En los mapas del tiempo se ven grandes bolsas de color azul y violeta que indican eso: mucho frío.
Trato de meditar, pero me distraen los aviones que cruzan por delante de la ventana; extiendo la colchoneta en el suelo para hacer yoga y el gato se mete a jugar entre mis piernas; lo echo, pero se queda allí enfrente, mirándome, quieto...
Me siento en el sillón y dejo que se me suba al regazo, cojo una novela, la suelto...
Me quedo quieta como el gato y me fijo en la caída paulatina y silenciosa de los pétalos marchitos.

Hoy todo me conduce al llanto: el azul que tiende a la noche y la bolsa de frío violeta, el movimiento sigiloso del gato, la llamada perdida, la carta sin respuesta, el mirlo atolondrado que golpea el cristal, las flores muertas que se deshacen sin ruido, la gente que se ha ido...¡Tanta gente!

No sé decir adios cuando el adios es definitivo.


(Sitting Bull ha muerto, los tambores

lo gritan sin esperar respuesta. )