martes, 24 de enero de 2012

Niebla


Leo un informe de Amnistía Internacional y me entra una desesperanza atroz, inmisericorde...
La burbuja protectora de mi entorno se resquebraja apenas miro un palmo escaso ante mis narices, y tengo desde chica la molesta manía de mirarlo todo, de tratar, al menos, de mirar todo lo que puedo. Y de entender lo que alcance a entender.

Lo malo es que esto me lleva casi siempre a encontrarme en posiciones de pesimismo difíciles de compensar, y a tener que hacer un acto de voluntad férreo para balancear los momentos oscuros con ramalazos de luz del día a día: la vecina que atiende a otra más frágil sin esperar más recompensa que verla mejorar, el amigo imprescindible que "lucha toda la vida", los grupos humanos que se organizan para ayudar a otros...

Sí, hay mucha, muchísima gente buena, esencialmente buena y generosa. Pero siento mil veces al día, en cuanto me descuido, que la pesada maquinaria social nos atropella, nos aplasta y nos desmenuza. A unos, mucho más que a otros; y esos unos más débiles y desprotegidos, en cualquier parte del mundo que estén, me duelen como una llaga en el alma. Me duelen porque sé que sufren las iras e injusticias de una máquina que a mí, a muchos afortunados, nos trata con algo más de dulzura o, cuando nos pisa, luego nos pone una tirita en la forma que sea: conviene mantenernos en la ilusión de que estamos cuidados, en las ilusiones garantistas de todo tipo.

En la radio están hablando de la exhumación de los cadáveres de diecisiete mujeres fusiladas en el año 1937, han empezado a abrir la fosa común. Aquí, en un pueblo cercano.

Hay una niebla fría y densa hoy.
En vez de aspirar aire parece que trague bocanadas de agua con cada respiración.

domingo, 22 de enero de 2012

Un día para mirar



Hoy había poca gente por el centro de mi ciudad; tan poca, que podía ir en bicicleta todo el tiempo por las calles sin tener que parar ni una vez por el gentío, sin tener que bajarme y caminar con ella cogida del manillar.

Algunas personas entraban y salían de las iglesias siguiendo -supuse- los diferentes horarios de misa.
Un cierto aire decadente invadía esas calles que casi siempre rebosan gente y ruidos. Por no haber, no había ni puestos de castañas, con su olor lleno de nostalgia infantil, su columna de humo blanquecino, el perol agujereado, el montón de cartuchos de papel de estraza... Claro que teníamos un sol de primavera que no se prestaba demasiado a castañas asadas.

Hoy parecía un día hecho expresamente para que no pasaran desapercibidos los gorriones posados en las barandas, ni las raices aéreas de los ficus centenarios, ni los carteles reivindicativos de causas románticas, ni las señales que el amor deja en alguna pared en forma de pintada ingénua: "Elisa, te quiero", decía una en trazos negros sobre una losa de la acera... Ojalá la vea Elisa, antes de que pasen los servicios de limpieza y la borren.
Hoy, si alguien me hubiera llamado, aunque fuera en voz baja, habría escuchado mi nombre y me habría parado.
Hoy cruzaba las calles pisando las hojas amarillas y marrones de los plátanos, y prestando atención a encontrar una sonrisa, un trébol de cuatro hojas, un ruiseñor o un duende...
Hoy el cielo era celeste sin fisuras y el aire fresco tenía color amarillo. 
Hoy buscaba paz y era un buen día.

sábado, 21 de enero de 2012

El viento de aquella vez



"...Y fue esa noche cuando apareció algo ya inesperado: el viento. Creció en intensidad en muy poco tiempo hasta hacer crujir la madera de la cabaña. Era un viento racheado, violento; parecía que, entre una y otra ráfaga,  tomara impulso para luego soplar con todas sus fuerzas sobre nuestra casa. 
Las paredes de madera temblaban y crujían a cada racha, luego quedaba todo quieto y a los pocos segundos de nuevo otra racha igual o más fuerte nos sacudía. Nos asustaba medio en serio medio en broma toda esa fuerza descontrolada. Me preguntabas si la cabaña aguantaría, y yo pensaba que si esa cabaña había estado allí todos esos años porqué iba a caerse justo ahora. Te decía que la madera es flexible y por eso crujía...Yo tocaba las tablas de la pared que tenía a mano y notaba su movimiento. 
Dormimos igual que el viento, a rachas.
El vendaval seguía igual de fuerte por la mañana, agitaba todas las hierbas y arbustos que rodeaban la cabaña. Estamos acostumbrados en la zona a la violencia de algunas ventoleras, pero esa vez fue un huracán inmisericorde. La arena nos golpeó al salir como ráfagas de metralla. Quisimos dar un paseo y su azote lo hizo imposible.
La costa de África se veía borrosa por el velo ondulante, mezcla de arena, lágrimas y bruma. 
Cansaba tanto viento...
Resistir las furias de Eolo en una caja de madera sólo era resistible porque estábamos juntos..."
J.

miércoles, 18 de enero de 2012

Lectura infantil


Tiene cinco años y está empezando a leer. Le maravilla descifrar los códigos que aparecen ante él impresos en caracteres grandes y que hace nada eran misterios insondables. Coge el libro de los dinosaurios y selecciona con un índice pequeño y seguro la palabra o la frase que quiere leer, la sigue un momento con el dedo y con la mirada, empieza a unir las letras de dos en dos, haciendo a veces una sílaba coherente y otras un sonido algo extraño; si se da cuenta de que eso no le dice nada, vuelve a empezar la lectura.

Es todo concentración y empeño, lee en voz alta y si tiene alguna dificultad alza más la voz, como si eso le ayudara a entender el mensaje cifrado. A veces se entristece ante alguna palabra a la que no consigue llegar, a veces se enfada con las letras, o consigo mismo... Pero cuando lee algo bien, me mira con ojos como platos que desbordan alegría y placer. Se mueve por los renglones entre el asombro y la felicidad absoluta: es difícil ver una expresión tan auténtica de felicidad, una mirada tan brillante ante los logros y al mismo tiempo tan asombrada por la maravilla de comunicarse con el libro.

Ayer, una persona que llegó a casa le preguntó: "¿qué haces?" y él contestó, serio y sin levantar la mirada de su lectura: "estoy hablando con el libro". Me pareció una frase rotunda para definir su relación con la lectura, pero también para definir la que establezco yo... 
Seguramente él hablaba de otra cosa, pero me la quedo -su respuesta- para saber qué es lo que hago cuando leo: hablo con el libro.

Mis amigas


Voy con mis amigas a ver una exposición y luego a comer. 
Se trata de echar el día juntas. Me han recogido en la puerta de casa y empezamos a charlar en el minuto cero. Conduce Charo, que va tan atenta al coche que casi no habla -cosa impropia en ella-

En un momento dado, al llegar a un cruce, nos dice que prestemos atención a las señales a ver si vamos bien, que ella ya ha tenido bastante con lo de ayer… Naturalmente "¿¿Qué te pasó ayer??", fue la pregunta coral inmediata:

Iba yo tan tranquila a comprar una mampara nueva para el baño y pensando en el modelo que me convendría cuando, al llegar a un punto de la carretera, vi que se abría una salida a la que se accedía por una rampa. Lo encontré raro, pero no vi ninguna otra desviación ni señal indicadora, así que, despacito, enfilé la rampa pensando que las obras de las carreteras cada vez son más dificultosas para los conductores y despotricando en mi interior contra el MOPU o el organismo que lo haya sustituido, sea el que sea… 
De modo que subo la rampa, que era bastante alta y veo de pronto, pegadita al parabrisas de mi coche, una cabina roja, pero allí mismo delante de mis narices: ¡me había subido a un camión aparcado…! ¡¡¡Pero muy mal aparcado estaba, porque vamos…!!! Total, que en eso sale del bar de enfrente un señor con una tostada en la mano y la boca abierta, como en un pasmo. Me miraba sin hablar, sin comer y sin cerrar la boca. Me bajé del coche, me asomé a la baranda del camión y me dirigí a él: “¿Es usted el dueño?”, dijo que sí con la cabeza y la tostada en la misma posición, “pues vaya…ya podía aparcar en otro sitio”, y me metí de nuevo en el coche, di marcha atrás y salí con cuidado a la calle, rampa abajo. Queriendo mantener a toda costa un puntito de dignidad, enderecé ligera de cara a la salida de la carretera, que entonces sí la vi, vaya, que vi que había otro camino, y salí echando leches mientras el camionero seguía allí mirando mi coche, mirando su camión, mirando su tostada… y con la boca abierta estaba todavía cuando dejé de mirarlo por el retrovisor.”


"Eso es lo de ayer. Así que haced el favor de callaros y mirad bien los indicadores".

¡Qué gran cosa los amigos, las amigas!

domingo, 15 de enero de 2012

Adiós...

"Sitting Bull ha muerto: no hay tambores
que anuncien su llegada a las Grandes Praderas..."
                                                                     (Leopoldo Mª Panero)
      



Han muerto dos amigos. 
No hay tambores tampoco para ellos
Ni siquiera tengo las palabras adecuadas para despedirlos
Sólo puedo decirles adiós...
Sencillamente.



            

Imlil

Mi viaje a Imlil fue un acto romántico e interesado. Un amigo sentía pasión por el Atlas y se iba allí a menudo para escalar el Toubkal. Yo sentía pasión por mi amigo. Quedé con él una de las veces que se iba para allá: lo esperaría en el refugio cercano a Imlil, la aldea donde ubica su campamento base, y nos encontraríamos allí cuando bajara de escalar. Acordamos las fechas. Me entusiasmó la idea. Pedí dos semanas de vacaciones en el trabajo y me fui a encontrarme con él.

Llegué a Marrakech por la mañana, busqué alojamiento para esa noche y un coche que me llevara a la aldea al día siguiente temprano, calculando que Jaime bajaría allí a última hora de la tarde, según sus cálculos.
El viaje de Marrakech a Imlil fue -digámoslo suavemente- inquietante: una carretera llena de curvas al borde de precipicios, con tramos que discurren por una pista sin asfaltar llena de socabones y con un conductor que, más que conducir, bailaba en su asiento al ritmo de Santana, mientras me hablaba a gritos, con la música a todo volumen, de su pasión por el Barça -cosa innecesaria, porque llevaba varios cientos de escudos del club por toda la furgoneta- El viaje fue demoledor, sí, pero el paisaje maravilloso compensaba -a veces- los volantazos locos de Igunigan. Al llegar, comimos juntos en el local de unos parientes suyos y después de varios tés se volvió a Marrakech. Me dejó antes en una pensión que, casualmente, era de otros parientes.

Al día siguiente busqué un guía que me llevara al refugio; entre varias docenas de hombres sentados en la plaza, ganó la liza Ibrahim, que resultó más convincente. Salimos enseguida montaña arriba, yo con una pequeña mochila por si tenía que esperar a Jaime uno o dos días; Ibrahim sin nada, porque pensaba dejarme en el refugio y regresar. Subimos por un camino que era difícil hasta para las cabras. De vez en cuando pasábamos por alguna casa aislada, con algarabía de niños jugando en la puerta, y nos deteníamos un rato a tomar té con la familia -parientes, siempre, de Ibrahim- lo que nos permitía continuar luego más descansados. Llegamos al refugio por la tarde, pero no estaba Jaime. Encontré un apunte suyo en el libro de registros, pero fechado cinco meses antes. Nadie sabía de un escalador español que hubiera llegado hacía unos días, pero decidí quedarme a esperar. Tres días después, nada. No podía seguir allí. Un montañero de la zona se ofreció a acompañarme a la aldea.

Imlil es un sitio apacible; el pueblo es del color de los montes en que se asienta, las casas son de adobe, muy pequeñas y con azoteas. Ya llevo aquí siete meses largos, sin noticias de Jaime. Nunca tengo cobertura en el móvil y, la verdad, hace meses que me olvidé de usarlo. Vivo en una casita de dos habitaciones muy pequeñas donde están la cocina y el dormitorio; también tengo un patio minúsculo con un almendro y una letrina. Desde la azotea, en las tardes largas, veo el crepúsculo avanzar por los valles, siempre con colores cambiantes dependiendo de las luces y las brumas; también subo por ver desde allí el tramo de carretera que llega al pueblo y los pocos coches que entran en él. Como ya conozco todos los de allí, pocas veces me sorprende un vehículo nuevo, y siempre suele ser la visita de unos turistas que llegan y se marchan.

Jaime no viene. Algunos días me levanto temprano y subo al refugio, sola, porque ya conozco el camino, las casas diseminadas en los riscos y las familias que las habitan, que me admiten como una vecina algo extraña pero bienvenida; me invitan a té, les llevo alguna chuchería a los niños y juego un rato con ellos antes de seguir ascendiendo. Nunca hay noticias de Jaime en el refugio. Tengo cada vez menos esperanzas de encontrar a Jaime o una nota suya reciente en el libro de visitantes, pero cada vez me siento menos decepcionada. A veces hasta me sorprendo bajando con cierto sentimiento de felicidad difusa.

Vivo tranquila. Trabajo haciendo joyas en compañía de otras mujeres, mis amigas, con las que hablo y me río mientras ensartamos cuentas negras y de colores en collares y pulseras de diseños tradicionales, que luego venden los comerciantes del pueblo. Paso las tardes sentada con mis vecinos en las puertas de nuestras casas, tomando té y dátiles. Hablo un bereber torpe pero entendible, y mis amigas se ríen mucho cuando les cuento cosas de mi vida en España, de mi trabajo de horarios rígidos, en lugares cerrados y con luz artificial, del ritmo frenético de mis quehaceres, de mi vida social a toque de pito, de mis relaciones con mis amigos y familiares, de mi hipoteca y mis necesidades... Se ríen, casi desconfiando de la veracidad de mis relatos. También se admiran de mi decisión de irme a su pueblo por una cita tan extraña, y de que siga allí, esperando.

Pero es que yo ya no espero, o quizá sí, pero no tengo prisa. Preparo el té con maestría, tengo un arriate de yerbabuena en el patio y un gato blanco que acude por las noches a comer, se queda a dormir en los pies de mi cama y desaparece por la mañana, hasta que oscurece y vuelve. Mis amigas quieren enseñarme ahora a hacer jabones y cremas con el aceite de argán y estoy muy contenta; mientras hacemos adornos de piedras y plata, hablamos de montar una cooperativa de nuestros productos, aunque tendrán que contar con el consentimiento de sus maridos.

Ibrahim me ha pedido formalmente que me case con él y yo le he dicho, también formalmente, que espero al amor de mi vida. Él me ha mirado decepcionado, burlón e incrédulo; yo también me di cuenta de que sonaba a fantasía de príncipe azul lo que dije, pero estoy bien así, esperando con la tranquilidad de que ya pasó el tiempo de las esperas. Imlil es una aldea muy pequeña, pero es un enclave importante al pie del Atlas para los montañeros. Quizá venga alguna vez, quizá no.

Yo me iré algún día, pero por ahora este es mi sitio: me gusta hacer collares y pulseras. Quizá pronto deje de mirar los coches que suben el tramo final de la carretera, deje de subir al refugio y deje en la caja de madera las piedras -¡tan bonitas!- y le pida a un amigo que me lleve de vuelta a Marrakech. Y luego a casa.



viernes, 13 de enero de 2012

Descuidos


A algún vecino se le ha quemado hoy la cena y huele toda la casa a comida chamuscada.
Cuando me llega olor a quemado, miro enseguida en el brasero, por si se están quemando pelos del gato, o alguna zapatilla que haya arrastrado allí, o algún juguete de los niños, o papeles... Descartado el brasero, me asomo al patio y miro hacia las ventanas de todas las plantas, por si sale humo. Si no hay nada llamativo, el siguiente paso es abrir la puerta del piso para mirar por allí. 
Esta noche en el rellano me encuentro con dos vecinas que andan en las mismas comprobaciones que yo. Nos damos las buenas noches y miramos por el hueco de la escalera a ver si se ve algo, porque oler, huele -y mucho- pero no sabemos de dónde sale. 
Nos despedimos enseguida, sabemos que no tiene importancia, que se habrá achicharrado la fritura de un pescado o de unos tomates, o que una hamburguesa se quedó pegada definitivamente a la plancha, pero que ya en la casa que sea habrán controlado la situación -imagino las llamas anaranjadas subiendo sartén arriba y lamiendo los azulejos cercanos, y unas manos rápidas echando un trapo sobre el pequeño incendio al tiempo que su dueño despotrica, cabreado, contra todo lo que lo distrae-
Siempre hay algún despistado o despistada en el bloque al que se le quema la comida mientras hace otra cosa. Por fortuna, vamos rotando en orden riguroso las cocinas ahumadas y las cenas echadas al cubo de la basura.

Esta noche me alegro mucho de no haber sido yo la agraciada con la pérdida de la cena, porque mi fondo de despensa es más bien triste, por no decir absolutamente desolador. Ayer hice inventario de provisiones y encontré en el armario, por toda existencia, una lata de filetes de caballa en aceite de oliva, otra de champiñones laminados y otra, pequeñísima, de un foie-gras muy barato. No sabría decir qué me resultaba más aburrido hoy como cena, si la lata de caballa o una tortilla francesa. Me decidí por la tortilla, me la he hecho con el último huevo del frigorífico. Mañana sin falta tendré que acordarme de ir al supermercado, cosa que llevo posponiendo unos cuantos días, confiada en esas latas, el huevo -ya eliminado- y un canasto de naranjas. 
¡¡Mañana -me repito convencida, en voz alta y con tono autoritario- mañana sin falta voy a comprar comida!!.

Cuando veo en el plato la tortilla, de un amarillo desganado, pienso que debí ponerle algo de color para animarla y animarme, qué sé yo, un poco de perejil -si tuviera- o de albahaca -si tuviera- que siempre introducen un aire vegetal -floral, casi- y un toque alegre; pero como no tenía hierbas, la tortilla siguió siendo un ejemplo rotundo de menú desvalido y desangelado, casi como de supervivencia. Si al menos hubiera tenido pan para ponerla en bocadillo, me habría hecho la reconfortante idea de estar de excursión... 
Pero no, seguía siendo una tortilla francesa blanda y descolorida desde el principio al fin. Fin que llegó en los cuatro o cinco bocados que tardé en terminarla.

¿Qué habrán comido los vecinos de la cena quemada como sustitución de la idea primigenia?

miércoles, 11 de enero de 2012

Edu


De vez en cuando me entra, como en una especie de arrebato, la necesidad imperiosa de actualizar cosas.
Por ejemplo, me pongo de pronto a tirar papeles que llevaban años en un cajón y que no estorbaban a nadie; o bien, me urge de repente deshacerme de una cámara de 8mm. que encuentro en un rincón del armario y que debe llevar ahí media vida; o necesito ponerme a emparejar calcetines y tirar los sobrantes -siempre me pregunto dónde pueden estar los compañeros de tanto calcetín solitario-

Lo más habitual, no obstante, es que me dé por actualizar agendas, y sobre todo las de los teléfonos. Si al buscar un número cualquiera, veo por casualidad un nombre que no conozco, enseguida me pongo a decirme que debería borrar algunos de esos nombres atrasados. Y me convenzo de ello rápidamente.

El otro día me encontré a un Edu; cuando estaba buscando a una Isabel, me pasó por delante el nombre y me fijé, así que cuando terminé de hablar con Isabel volví a Edu y empecé a pensar quién sería ese Edu, desde cuándo estaría entre mis conocidos, de qué podría conocerlo... Un Edu debería ser alguien bastante cercano, porque si no lo fuera estaría como Eduardo, y seguramente con un apellido añadido o alguna característica que lo identificara. Es curioso -me digo- tener un Edu por completo desconocido entre mis números de teléfono. Harta de darle vueltas al enigma lo borré y entonces, como por arte de magia -siempre, siempre sucede- a los dos o tres días, o una semana como mucho, me suena el móvil y veo un numero, contesto -yo siempre contesto todas las llamadas, no puedo evitarlo- y una voz confiada en su poder evocador me saluda eufórica:
  • ¡¡Hoooolaa...!!
  • Hola...
  • ¿Cómo estás, María? ¡Qué alegría escucharte, cuánto tiempo!
  • Bien, bien... ¿Y tú?
  • …..
  • …..
  • Ay, que me parece que no me has conocido... ¡¡¡SOY EDU!!! ¿No lo viste?
  • Hombre, Edu... qué alegría... ehem... Perdona, es que nunca miro la pantalla cuando cojo el teléfono, ya sabes lo distraída que soy...
En fin, hablamos un rato y terminamos la conversación sin saber yo quién es Edu y sin atreverme a preguntarle, porque estaba claro que debería haberlo sabido. Nos decimos muy sinceramente que a ver si nos llamamos con más frecuencia y si quedamos cualquier día para vernos, incluso. Lo de siempre, vaya.

Entonces vuelvo a guardar ese número de teléfono y a ponerle Edu, por si dentro de cinco o seis años este hombre vuelve a llamar, para que me pille prevenida y al menos lo salude por su nombre.
Aunque seguramente cualquier día, dentro de unos años, me pasará que encuentre el nombre y, harta de especular con su propietario, lo borre.
Y entonces él me llamará de nuevo.

lunes, 9 de enero de 2012

Nueve de enero, nada que celebrar



¿Qué se puede celebrar un día nueve de enero?

Han pasado tantos días seguidos de fiestas, fiestas tan importantes, tan luminosas, tan alumbradas, tan llenas de comilonas, tan felices, tan desdichadas, tan apacibles, tan belicosas, tan besucunas, tan tiernas, tan duras... que luego todo parece soso.

¿Qué se podría celebrar hoy, un día nueve de enero desprovisto de relumbrón y envuelto en la humildad de los finales agotados, después de esta cascada de fiestas que decretan el amor y la felicidad por doquier?

Anteayer, o ayer mismo, todavía quedaba en el ambiente un cierto aire de fin de fiesta; en muchas casas ayer, o anteayer, aún se recogían las figuritas del Belén y se hacía recuento de daños: "el año que viene repondremos los tres pastores rotos, compraremos otro Niño Jesús, que a este le falta una mano, y unos cuantos pavos y corderitos nuevos, porque estos están ya muy deslustrados; tirad el río de papel de plata, guardad el puente de corcho..." 

Sí. En muchas casas ayer, o anteayer, andaban aún recogiendo el árbol y las mil luces, las bolas, los lazos brillantes, las velas diseminadas por mesas y consolas, las piñas doradas con purpurina, el muérdago de plástico...

Anteayer, o ayer mismo, todavía colgaban de los ánimos y de las casas hilachas festivas.
Pero hoy... ¿qué se puede celebrar el nueve de enero, después del empacho de fiestas y de todos sus excesos? 

Nuestros rituales consumistas desmesurados me recuerdan siempre la ceremonia del Potlatch que estudié una vez, una fiesta de los indios del Noroeste de Norteamérica, en la que el anfitrión muestra su riqueza e importancia regalando sus posesiones, queriendo dar a entender que tiene tantas que puede permitirse hacer muchísimos regalos sin agotar sus riquezas: en ello se jugaba su prestigio.

¿Dónde reside nuestro prestigio e importancia...? Andaba esta mañana en esas divagaciones absurdas cuando, por fortuna, llegó a casa de improviso mi amiga M. dispuesta a desmenuzar nuestras insignificantes cuitas cotidianas entre cafés y novedades, con dosis abundantes de ironía.

Despaché de un plumazo mis especulaciones post-navideñas para entrar con M. en el mundo de nuestras contradicciones múltiples en lo tocante a... a todo, por acabar pronto.

Total, que hoy, nueve de enero, se desinflan estas semanas de fiestas y el día se queda colgado en el calendario como un globo lacio o una serpentina olvidada.

-Pienso en la cantidad ingente de besos que nos damos entre diciembre y enero y si eso influirá en el cómputo total del año-

viernes, 6 de enero de 2012

Otra de Reyes (y van dos)


En casa de mi ex-marido ya no quedan fotos mías. 
Me he dado cuenta hoy, entre paquete y paquete, en medio de cajas abiertas y de muchos metros de papel roto, aturdida por el barullo de los familiares congregados, de la música de saxofón y del piar de los pájaros asustados. 
Enredada en ese jaleo, noté algo raro en el salón y, al mucho tiempo -mi lentitud es proverbial- vi justo eso: que no había ni una de las muchas fotos mías que siempre estuvieron por allí. No estaba ya en ningún sitio de la casa. Presté atención, por si acaso alguna, aunque fuera pequeña, persistía: nada, mis fotos han desaparecido de su casa. En todas las mesitas y otros soportes he sido ya sustituida por su actual novia que, para más INRI, le va dejando mensajitos cariñosos en post-ist de colores: había en la puerta de la cocina, en un cuadro del salón, cogido a un alambre de la jaula, en el espejo del baño...

¡Lógico! -dirá cualquiera con dos dedos de luces- 
Pues sí: lógico y hasta deseable, sí. 

Pero sentí que de pronto un jirón de tristeza se me enganchaba en el alma, como una araña grande y pegajosa, y allí se quedó todo el tiempo de la visita, como se quedó mi sonrisa helada y cortés hasta que me vi sentada en el coche, y hasta que -por fin- terminé de decir adiós por la ventanilla y metí la marcha a toda idem. 

Contradicciones del corazón humano, que por la misma causa sufre y se alegra, según y cómo. 
A Dios pongo por testigo, como la Srta. Escarlata, de que trataré en lo sucesivo de estar algo más alerta a las artimañas de mis díscolos sentimientos.

Leo en algún sitio -cachondeo puro- que el cielo va a presentar su nueva versión de Dios: Dios 2.0. porque Steve Jobs parece que sigue empeñado en la cosa tecnológica desde el más allá. Espero esa nueva versión, a ver qué tal resulta. 
Entretanto, doy mordiscos desesperados a cuantas chucherías almacenaba en casa para situaciones de emergencia; en este momento devoro una esponjita blanca y rosa de unos treinta cm. de largo, gorda y envuelta en una espesa capa de chocolate con sabor a grasa pura. Veo al colesterol, incansable y metódico, poniendo diques por todas las arterias de mi cuerpo, pero me da igual, todo vale con tal de digerir, junto a esta esponja descomunal, la frustración retardada.

Si el año sigue así se va a enterar, pienso cerrarle la puerta de mi casa y no abrir hasta que llegue el 2.013 y/o la nueva versión de Dios.

Dia de Reyes


Hay pocas cosas más aplastantes que la desilusión de un niño: da igual que el motivo de la misma sea o no "importante", para los niños todo es importante en el momento. 

Hoy he visto unos ojos brillantes como estrellas y unas manos muy pequeñitas que abrían a trompicones unos paquetes dejados por los Reyes Magos, y he visto irse apagando la luz de sus ojos, y he visto cómo iban aquietándose las manitas conforme se iba quedando al descubierto un contenido que no deseaban.

Luego, las caras de desilusión, de "ésto no es lo que yo quería, seguro que lo mío aún está por ahí, en algún sitio de la casa, sólo hay que buscar bien..." dejan el alma hecha unos zorros

Tontos los Reyes.

domingo, 1 de enero de 2012

Bienvenido, año.



Empieza un año, de nuevo.

En la parada del autobús todos tenemos frío; saltamos de manera alternativa e imperceptible sobre un pie y sobre el otro, nos soplamos las manos enguantadas, las metemos en los bolsillos, observamos las columnas de vapor fino que expelen nuestras bocas, miramos hacia el fondo de la calle esperando que aparezca el coche de línea, comentamos lo mucho que tarda siempre que se necesita...
Un gato pasa descuidado ante nosotros. Un hombre que huele a naranjas pasea un perro y saluda con un gesto de la mano. El olor de las naranjas me lleva a una acequia en medio de un huerto caluroso e incendiado de luz blanca, a unos niños (mis primos, mis hermanos) sentados al filo del agua, con los pies en remojo y la risa fácil, tirando cáscaras a la corriente a ver quién envía el mejor barco hasta el azud vecino; nos chorrea el zumo por caras y manos y antes de regresar a la casa nos metemos en un hoyo del cauce a bañarnos, y de paso enderezamos el rumbo de nuestras naves varadas en las orillas embarradas, para que sigan su viaje acequia abajo, hasta huertos desconocidos...
Llega el autobús cuando nos secamos al sol bajo el sauce del camino, y paso la tarjeta del bonobús sonriendo y llorando: sólo es una lágrima despistada que ni noté, pero el conductor me dice con ojos bondadosos: "Tenga un buen año, señora" y nos damos la mano en un apretón sincero.

De nuevo, empieza un año más.
Le doy la bienvenida.

(Escucho en la radio el sempiterno concierto de Viena)