miércoles, 15 de junio de 2011

Al ponerse el sol

 

Después de tantos años aún recuerdo, como si lo estuviera viendo, el momento en que Marta, mi amiga, despegó las puntas de los pies del pretil de la ventana y, atraída por el vértigo o por lo que fuera, saltó al vacío. Siempre he tenido la sensación de que me hubiera dado tiempo de sujetarla, soy rápido, pero se me cruzó el gato, o una parálisis me atrapó, no sé lo que fue pero algo, con la inexorable obstinación de un instrumento del destino, me impidió llegar a ella.

Creo que estaba loca, pero nunca pensé que llegaría a esa estupidez de saltar desde la ventana del piso decimocuarto, mientras mirábamos al sol bajar lento por detrás de los edificios de enfrente y apostábamos por lo que podría durar una caída nuestra, si más o menos que la del sol, y qué cosas daría tiempo a pensar entretanto. Marta despegó los pies del alféizar de la ventana mirando al sol; luego, en un giro elegantísimo, me sonrió y la vi despegar entre un revuelo de brazos y falda.

Cuando me asomé a verla caer pensé que a ella le iba pasando su vida toda por delante, como dicen que pasa cuando uno va a morir y lo sabe y, claro, Marta sabía que no tenía manera de volver de nuevo al alféizar de la ventana y posar allí sus pies y luego bajar al suelo y seguir conmigo, hablando tranquilamente del tramo que le quedaba al sol para caer tras aquellos edificios.

Me puse a pensar con ella en su vida, que conocía como propia. Me vi siendo Marta en el parque infantil tirándome a la cara gravilla con una pala de plástico, luego me vi siendo Marta resbalando por el tobogán hasta donde yo la esperaba en el suelo. Me vi Marta en la escuela con sus cuadernos por estrenar y con los que ya tenía llenos de borrones; me vi Marta en el recreo y Marta en la pizarra sufriendo agonía de tiza entre los dedos. Ya por el piso noveno, me vi Marta enamorada de un compañero del instituto algo estrábico, cuya mirada a ella la volvía loca; me vi Marta contándome que lo besó en un pasillo entre dos clases, Marta ruborizada y con dedos electrizados que me pusieron de punta los vellos de mi antebrazo. Cuando ya iba por el piso quinto, creo, me vi Marta roneando en la discoteca, Marta dejando corazones rotos entre cubatas de hielo derretido, Marta pintándose de nuevo los labios de rosa para seguir besando al tipo rubio de la barra que me sacaba una cuarta. Seguía ella cayendo y yo era Marta, ya por el tercero, viendo que la vida era pura tontería que se iba al garete por mucho que una quisiera atraparla; me vi Marta preparando oposiciones, compitiendo, abandonando. Por el segundo piso, era ya Marta diciéndome que se sentía vieja con veintinueve años y que estaba cansada de este carrusel, que si se paraba un momento le pasaban por delante el coche de bomberos, el caballito marrón, el barco amarillo con timón de madera, y que le aburría estar allí viendo ese desfile interminable. Por el primer piso, me vi Marta que me preguntaba cuánto tardaría el sol de esa tarde en desaparecer por detrás de aquellos edificios tan altos que tenemos enfrente, y yo contestando que lo que todos los días: cuatro minutos desde donde estaba hasta el filo de aquel techo rojo, y Marta preguntando cuánto tardaría ella en caer los catorce pisos y si llegaría al suelo antes que el sol al techo rojo, y yo que eso no podríamos saberlo nunca, y Marta subiéndose a la ventana, poniendo en ella sus pies juntos y abriendo los brazos mirando al frente y, ya digo, un momentito de sonrisa elegante en mi dirección antes de despegar las puntas de los pies del alféizar de la ventana.

jueves, 9 de junio de 2011

París, 1.973

 

Se llamaba Marie Lafargue, la conocí en París.
Fui allí con dos amigos a pasar cuatro semanas de vacaciones, como viaje de fin de curso, en un dos caballos prestado. Acampamos en el Bois de Boulogne y nos prometíamos un mes glorioso en esa ciudad donde todas las mujeres nos parecían hermosas. Todas. Yo tenía veinte años y era mi primer viaje al extranjero.

A los dos días de llegar conocí a Marie. Estábamos sentados en una terraza de la orilla izquierda, en un alarde despilfarrador, y enfrente estaba ella en un banco mirando al río y fumando. Me fijé en esa mujer porque de vez en cuando se tocaba un pie, como en una caricia breve, hasta que en una de las caricias se quitó el zapato y lo tiró al Sena. Estuve un rato esperando que tirara el otro pero no lo hacía, así que cuando decidimos irnos del café me acerqué a gastarle una mala broma en un mal francés sobre la cojera coyuntural que la llevaría a su destino siguiente. Me miró con ojos tristes en cuyo fondo brilló de repente una chispa de ironía, y en buen español contestó que su destino siguiente no existía pero que llegaría a su casa descalza. Se quitó el otro zapato, me lo alargó con gesto de “por favor, tíralo tú mismo” y yo, sin dejar ya de mirar su mirada, lancé el zapato al río y extendí mis brazos en un ofrecimiento risueño y mudo de transporte. Acepté el peso de Marie que, jugando, se dejó coger por mí y empezamos a andar hacia su casa. A ratos caminando juntos y a ratos llevándola en brazos con la excusa de sus pies descalzos.

Pasé a los dos días por el Bois a recoger mi ropa y a quedar para la vuelta a España el día convenido. Seguí con Marie todo el tiempo que estuve en París, hubiera seguido con ella mi vida entera.
 
Ella tenía cuarenta y tres años y un hijo en algún sitio. Hacía traducciones de textos españoles e italianos, y los papeles se le acumulaban sobre la mesa de trabajo aquellos días en la misma proporción en que se nos acumulaba el amor, y a mí la felicidad no me daba tregua. Viví con ella días calurosos y eternos de eternidad volátil, que empezaban con un desayuno por la tarde y seguían con música y flores de madrugada. Marie era una diosa y yo oficiaba con devoción su culto. Si me miraba yo me derretía, si me tendía una mano yo tenía que hacer esfuerzos por mantener la dignidad y no correr hacia ella a cuatro patas o reptando. La despertaba besando sus párpados y las arruguitas de alrededor de sus ojos y de las comisuras de sus labios. Me volvían loco esas señales de su vida trazadas como a plumilla, delicadas y perennes. A ella no le gustaban; me decía, entre triste y bromista, que eran signos recordatorios de que podría ser mi madre, “pero no lo eres”, contestaba yo sin dejar de besarlas, “las adoro”, y era verdad: me atrapaban esas líneas como si fueran una tela de araña.
Con Marie el tiempo tenía una consistencia extraña y, entre un instante y el siguiente, mi reloj señalaba por lo menos cuatro horas de diferencia. Nos movíamos por los días como en el agua, lentos e ingrávidos; dormir o despertar a cualquier hora, salir a pasear con o sin zapatos, comprar baguettes y margaritas y volver a casa con risas y prisas era normal y eran rituales festivos: la fiesta de un amor inesperado y frágil, decía ella.

Cuando los bocinazos del dos caballos me sacaron de allí fue contra mi voluntad más férrea de permanecer para siempre con ella. Hice el camino de regreso a los infiernos sin pronunciar palabra. Escribí cartas a Marie. Terminé la carrera. Escribí más cartas. Me casé con mi última novia de la Facultad. Escribí más cartas. Pasaban años, pasaban lustros, pasaban décadas. Escribí más cartas. No contestó nunca, pero su recuerdo me abrazaba siempre y a veces lo hacía con tanta fuerza que me ahogaba.

Hoy he recibido una carta remitida por un tal Paul Lafargue, comunicándome en dos líneas la muerte de su madre y adjuntando un sobre cerrado dirigido a mí por Marie.
Su única carta.